Ilustración realizada por Arnal Ballester para la edición de Nórdica
El día antes de la revolución, precuela de Los desposeídos, de Ursula K. le Guin, es una radiografía que esboza, con toda su complejidad política, cuánto pone sobre la mesa el ser humano para construirse a sí mismo. Le Guin no hace un manual revolucionario; hace un ejercicio de autocrítica, y arremete con un brutal impacto: construye un mundo donde nuestras obviedades están en tela de juicio.
El día antes de la revolución (Nórdica, 2016), premiada por la dudosa garantía de calidad de un premio Nébula y premio un Locus (1974), es una precuela de la que es, para muchos, la obra maestra de Ursula K. Le Guin, Los desposeídos, ambientada en la revolución anarquista odoniana. El paralelismo de ambas obras, al menos en lo que respecta a los contenidos y a ciertos juegos estilísticos, es patente. Nuevamente, el genio rebelde y la creativa especulación antropológica, de los que Le Guin siempre hace gala, contrastan con la prosa poco emotiva, en ocasiones demasiado expuesta, y cargada de descripciones. Ha sido esto último motivo de interpretaciones que la encasillan en la ciencia-ficción sin captar la profundidad de sus propuestas, condensadas en el relato que aquí nos ocupa.
Una pista lo da el subtítulo de Los desposeídos, Una utopía ambigua. Lejos de la calma que parece acompañar siempre las revoluciones imaginadas en las utopías clásicas, en esta revolución ya consumada, la tensión es constante. El hermetismo de la utopía se convierte pronto en su defecto, se torna distopía. No son pocos los que piensan que el fin de la historia es imposible, y de serlo, es contraproducente considerar la perfección materializada el súmun de la excelencia. A través de Laia, la protagonista de El día antes de la revolución, se aprecia un juego dialéctico donde bailan espíritu y carne, juventud y vejez, memoria y olvido. En definitiva: individuo y colectividad. El conflicto es inexorable.
La melancolía y extrañeza es tan radical, que Le Guin nos muestra un cuerpo conservador que se revela contra sus propios designios. Ante el dolor, sea violento o propio de la edad (¿acaso hay diferencia?), Laia Odo oscila entre el desoblamiento, al sentir que el cuerpo no responde a su voluntad, que es ajeno, y el reconocimiento de uno mismo, al arrastrar el cuerpo al yo en su dolencia. Nadie se siente más genuinamente que cuando sufre, y nunca uno se siente más distinto que en el momento en cual el más leve movimiento despierta el llanto de los huesos. Es, entonces, cuando el cuerpo nos posee.
Foto de
Ursula K. Le Guin
Iustración Kevin Mark (Corsario, ¡quiero mis galletas de vuelta!)
Y en otro orden de cosas, ¿es que el viejo no es viejo por una condena ejecutada por una sociedad que idolatra la novedad y la jovialidad, que exige el cambio y la renovación constante? ¿No es el hombre lo único que la sociedad no logra reciclar y, traicioneramente, tampoco llega a ser respetado en su ocaso? En cierto sentido, Le Guin saca a colación una pregunta política esencial, que Jean Améry ya formuló con su característica agudeza: ¿a quién pertenecemos?
La revolución odoniana se rebeló contra la posesión en todos su sentidos, menos en la inclusión de su sociedad anarquista. El nombre, el sexo como un teatro de sombras cuyo epicentro era el placer masculino, son unos de tantos resortes que nos catapultan a una subjetividad social. El paseo de Laia, de gran crudeza social, nos muestra cómo el estado de libertad de los odonianos, volcados al colectivo, tiene pese a todo cadenas que nunca podrán romperse.
Ilustración
de Arnal Ballester
Ilustración de Kristian Llana
Pero no nos equivoquemos. El día antes de la revolución no es un relato reaccionario que advierta de la disolución del individuo en la libertad, sino una radiografía que esboza, con toda su complejidad política, cuánto pone sobre la mesa el ser humano para construirse a sí mismo. Esta cosmovisión, criptica en cuanto que hay que desentrañar el último sentido que tiene la revolución, no puede ser reducida a un panfleto inmovilista. En la vida de Laia se ve esa máxima de Schopenhauer que advierte que «todo está concebido en un remolino y cambio incesantes, todo corre, vuela, se mantiene en pie sobre una cuerda a base de andar […] nadie es feliz sino que aspira durante su vida a una supuesta felicidad […] y aun entonces, sólo para desengañarse: pero por lo regular al final todos llegan a puerto como náufragos y desarbolados». La perplejidad es obvia en la mente de Laia, quien, a pesar de vivir en un Paraíso Recuperado, le sigue siendo inconcebible para ella. No se puede entrar al Edén igual que como se salió.
Se podría criticar, quizás, obviando el aspecto de ficción, el excesivo hincapié que hace en este aspecto subjetivo y en el gran sobresalto hacia la revolución que rompe con la opresión en sí misma, sin atender a los principios históricos y sociales. En efecto, no puede negarse el trasfondo anarquista que dirige sus esfuerzos a la destrucción inmediata del Estado; ni tampoco que, además de los amantes de la ciencia-ficción, han sido los anarquistas de baja estofa quienes han ofrecido una lectura ligera y llena de pastiches sobre la libertad sexual y la propiedad desde una óptica proudhoniana.
Ilustración
de Arnal Ballester
Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)
Pero la literalidad no es cosa de la literatura. Le Guin no hace un manual revolucionario; hace un ejercicio de autocrítica, y arremete con un brutal impacto: un mundo donde nuestras obviedades están en tela de juicio. Concibe una subjetividad que sólo podemos pensar en un retorcido artificio. Vivir sin identidad, desprotegidos de naciones, religión e imposturas políticas, con relaciones sexuales consensuadas sin ejercer poder sobre los demás. Y en esto reside la vuelta de tuerca que Le Guin propone y que no deja de ser una paradoja conceptual en el pensamiento político. ¿Cómo defender una postura nacional sin frontera? ¿Cómo defender la libertad sin esclavitud?
Shevek, el protagonista de Los desposeídos, cuando es joven siente ser el reflejo de algo que su forma de pensar, su estilo de vida, había ocultado; Laia, como anciana, contempla su gran obra social y no se adapta a la desnudez, ni a su rol de guía. Uno por inquietud intelectual; otra, por vivencia personal: ambos son la prueba de un enfrentamiento en las entrañas sociales, de que ningún acto es inocente. Si el ejército desfila, la nación toma aliento antes del envite; si los ropajes de la mujer es lo único que la protege, la violación palpita en las manos de los hombres; y si el hijo del conquistador mira con complacencia al indio, su estirpe todavía está emponzoñada por el clasismo disfrazado de tolerancia. La revolución odoniana acaba con estas imposiciones. No existen cárceles, el sexo es libre y el racismo resulta incomprensible, nadie posee nada. Este nuevo estado de naturaleza, mínimamente organizado, resulta igual de ideológico y asfixiante para Shevek. Su apuesta pende de la fe en ciertos derechos naturales y ciertos principios innatos imposibles de defender. Se caracteriza, en cierto sentido, como la antítesis de Urras, cuando el límite del pensamiento y la verdadera revolución está en la ruptura con la dicotomía.
Como puede comprobar doscientos años después Shevek, la libertad virtual no deja de ser una alternativa vacía y tan indigerible como la esclavitud capitalista. Ambos sistemas, el de Urras y Anarres, tratan de negarse entre sí e imponen una cortina de humo que oculta esta mutua negación. Por un lado, no basta con aislarse, no basta con idear y volcar en un libro una nueva sociedad, y quienes así lo pretenden viven el sueño de la razón. Es una visión irreflexiva pensar que todo se arregla en un contrato social, con diálogo y la buena voluntad de quienes aprueban el proyecto; pues nada hay que haya demostrado más la historia que el aceite que la hace andar es la sangre. Esta idea tan pacífica no deja ser complaciente, del que quiere cruzar la tormenta con la conciencia tranquila; recuerda a cuando Robespierre acusó a la Convención de querer una revolución sin mancharse las manos, de temer la virtud revolucionaria del Comité de Salud Pública cuando ellos impusieron la guillotina como único soporte para la supervivencia de la naciente República Francesa. No ha cambiado mucho el panorama. Apenas hay que encender hoy en día la televisión para ratificarlo, nunca un opresor dejó a un oprimido irse por las buenas, y muchos son quienes gritan sin asumir que, el último paso, siempre será empuñar el fusil.
Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)
Pensar lo contrario sería equivalente a considerar la pobreza una enfermedad psíquica, y que la persona que es miserable lo es motu propio. La represión existe, y el juego de poderes es patente. Otro hecho será como gestionarlo. Y Le Guin, una vez hecha la crítica a nuestro mundo, observa el libre planeta de Anarres. Ahí también se da ese velo de maya que es la ideología, que nadie pasa por convicción particular. Un ejemplo: la reformulación tan mortífera del lenguaje como código para descifrar la realidad. Recordemos cómo los odonianos no tienen posesivos, cómo temen ciertos nombres por cuanto de posesivos pueden ser… Ya está esbozado este elemento en otras distopías como 1984, y no tiene el carácter de una mera puesta en escena de lo inconcebible para Le Guin, igual que tampoco era una forma de conciliación social para Orwell. No ver que en esta nueva forma de pensar hay un ejercicio del poder y confiar en que la revolución sexual se da en un mero ocultamiento del conflicto a través del lenguaje es no sólo de poco sentido común, sino también inmoral. Le Guin también apunta a cómo el mundo queda limitado, y la revolución es incapaz de escapar a una estructura conceptual disciplinaria, quizás libre de las aflicciones que ahora nos castigan, pero sin duda poblada de otras tantas. De ahí que el debate no oscile entre la propiedad y la libertad, sino en el tipo de sentido que ofrecemos con estos conceptos y cómo los logramos encajar. Le Guin hace un diagnóstico de ficción mediante los símbolos identitarios más poderosos. Y los entiende como modelos de un marco material, donde nada se impone por la pureza, la bondad o la falta de alternativa. La desposesión tiene un precio, igual que su conservación.
¿Significa esto que siempre estaremos sometidos y nada hay que hacer? Sin duda hay formas más justas que otras, y depende de quién gestione esos poderes y qué intereses tengan. No hay ingenuidad, pero tampoco temor. Las vidas Laia y Shevek están preñadas de incertidumbre, y sólo ahí puede haber novedad. La revolución es un acontecimiento que rompe en cierto modo el progreso, que como un ángel arrastra todo a su paso. Es un salto al vacío, imposible sin que la tierra se reafirme en su gravedad, imposible si nos condenamos a la seguridad del suelo. De ser así, pronto dejaríamos de caminar para empezar a arrastrarnos, pues quien se arrastra no teme caerse.
Ilustración realizada por Arnal Ballester