Dragón, ilustración cedida por María Emegé a Fabulantes

El dragón es la criatura fantástica por antonomasia, y Tolkien el escritor fantástico por excelencia. ¿Cómo se concilian creación y creador? En el caso del padre de la Tierra Media la fusión responde al ajuste -o no- de un ideal. Os lo contamos a través de Smaug y Glaurung.

Contra todo pronóstico, la fantasía ha acabado por convertirse en un género. Por una cadena de malentendidos cuyo origen y éxito se me escapan, el lector común ha reducido lo que alguna vez fue una condición –si del lenguaje o tan sólo de la literatura, eso lo dejo a la consideración del lector, sin que por ello me prive de tener un juicio propio al respecto- a un puñado de atributos de lo que hoy no es más que un género literario entre tantos.

Una de las secuelas más lamentables de esta reducción es la asociación de ideas. Ante la mera mención de la palabra “fantasía”, el imaginario popular –si damos carta de naturaleza a ese fantasma- pone en marcha una tramoya en la que se mezclan motivos más o menos medievales con otros más o menos folklóricos, con querencia por lo más o menos anglosajón. Por fortuna, esta visión empobrecedora de lo fantástico no ha desbancado por completo la concepción primitiva de la fantasía, menos acotada y por tanto más poderosa. También para consuelo del autor a cuyo éxito debemos imputar buena parte de esta reducción. Pues, muy a su pesar, para esta visión tan simplista no hay modelo más puro de lo fantástico que J. R. R. Tolkien.

De acuerdo con la misma –viciosa- mecánica asociacionista, “Tolkien” se ha convertido en un concepto, si no análogo, al menos sí indisolublemente vinculado al de “literatura fantástica”. Probablemente en contra de su parecer, su apellido ha engrosado la lista de palabras que uno asocia de forma automática a ese presunto “género”. Muy pocas están tan estrechamente ligadas a esta idea. Puede que tan sólo lo esté el nombre de una criatura de la que, pese a su universalidad, no hay constancia de que jamás haya pisado este mundo: el dragón.

Tolkien y los dragones: ¿habrá en toda Fantasía ciudadanos más ilustres? ¿Y qué tal se llevarán entre sí? En la Tierra Media hay un par de dragonesi, así que de entrada, y a falta de ulteriores matizaciones, podemos decir que bien. Sin embargo, antes de entrar en materia quisiera tomar en cuenta un par de cuestiones, siquiera someramente.

Defiance
Ilustración de Hugh Ebdy

Defiance Ilustración de Hugh Ebdy

Al principio fue la Palabra

He dicho que para muchos, hoy en día, “Tolkien” es sinónimo de “fantasía”. Y bien, ¿qué entendía el propio autor por tal cosa, antes de convertirse él mismo en uno de sus atributos? Aunque, para ser preciso, puesto que tal asociación de ideas se nutre de la lectura de –o al menos de la familiaridad con- la obra tolkieniana, más bien creo que la pregunta correcta aquí será: ¿dónde aprendió Tolkien su idea de la fantasía? Pienso que ahí está una de las claves para entender su obra. Pues tan relevante es el hecho de que su principal fuente de conocimiento de lo fantástico lo constituyan los relatos de la tradición oral (Beowulf como modelo original, pero también el Kalevala o los Edda), como el que le llegaran por escrito, es decir, en su versión domada, arrancados de la corriente del lenguaje vivo.

Para Tolkien los poemas épicos de la antigüedad encarnan, no ya la cultura o la mentalidad, sino el espíritu de toda una civilización, hoy –pero ahora me refiero al “hoy” de Tolkien- olvidado. Una epopeya es su destilación verbal, un monumento del idioma. En su ensayo English and Welsh (1955) habla del lenguaje como del «principal rasgo distintivo de las personas» («the chief distinguishing marks of peoples»), no sólo «un producto natural de nuestra humanidad», sino «un producto de nuestra individualidad», la suma de las «preferencias lingüísticas innatas» de cada uno de nosotros. ¿No resulta entonces curiosa cuanto menos la afición de Tolkien por inventar idiomas?

Y es que sin mucho riesgo de incurrir en simplificación, podemos resumir la obra literaria de Tolkien como una suma de preferencias de germen lingüístico. Si algo se desprende de su ensayo A secret vice (1931), en el que habla precisamente sobre dicha afición, es que su ideal lingüístico sería un idioma extirpado de sus circunstancias, sin la erosión del tiempo y las gentes, sin servidumbres pragmáticas en nombre de la comunicación, un lenguaje en el que la unión entre la materia verbal y su contenido conceptual responde tan sólo a la voluntad de su creador. El lenguaje ideal de Tolkien sería entonces aquel que surge de acuerdo con un propósito original, entero y acabado de una sola vez, y no como un largo proceso comprendido en ese otro más amplio de la evolución de la especie. En este ideal la Historia se confunde con el Mito, satisfaciendo así el íntimo anhelo que mueve la obra entera de Tolkien.

Es justo en ese sentido, y en tanto que monumentos verbales, que siente admiración por la poesía épica, por el mundo heroico que refleja, por sus valores morales. A decir del propio Tolkien, la formación del lenguaje y la de la mitología son «fenómenos homólogos, contemporáneos y congénitos». Es decir, para Tolkien la formación de los valores morales de un pueblo se corresponde con la del patrimonio verbal que lo expresa: el espíritu está ligado al idioma.

Ilustración cedida por Jordi Solano a Fabulantes

Ilustración realizada por Jordi Solano para Fabulantes

Pero tanto la formación de una determinada mitología como la del lenguaje que la relata son procesos impuros, están viciados por las interferencias de agentes extraños. Así, la forma transitoria de un idioma en un momento dado se explica, por un lado, por tendencias derivadas de la propia lógica interna de su sistema, pero también, por otro lado, por la acción externa de factores diversos: el contacto con otras lenguas, los lances de la Historia o la acumulación de anécdotas en torno a ciertos conceptos. En cuanto al entramado mitológico reflejado en los poemas épicos, con independencia del mayor o menor grado de cohesión narrativa de cada uno, todos ellos representan por igual el punto culminante de un largo proceso en el que múltiples episodios, personajes y motivos se han mezclado y remezclado en las encrucijadas de la tradición oral.

Esta es la razón de ser de la Tierra Media, aquí nace el impulso creativo de Tolkien. Tal y como confesó en A secret vice, la elaboración de su mitología es la respuesta a una necesidad que, a su juicio, se impone en la elaboración de un idioma, una consecuencia inevitable de la creación lingüística. Así pues, en el origen de Frodo, Sauron, el Anillo Único y hasta en el del pan de lembas, está la acuñación de palabras. De hecho, la parte preferida del lingüista Tolkien era la fonética, la selección y armonización de los sonidos para dar lugar a conjuntos sonoros de acuerdo con un criterio eminentemente estético. Puesto que se trata de idiomas de laboratorio, engendrados en condiciones asépticas al dictado de una sola voluntad, el sonido de su vocabulario no es, como en los idiomas naturales o históricos, el fruto arbitrario de una confusión de accidentes, sino el producto racional de un propósito original, es decir, un arte.

Por muy reconocida –y reconocible- que esté la dimensión espiritual del imaginario tolkieniano, lo cierto es que la material ocupa un rango análogo en su jerarquía. Para Tolkien el sonido de las palabras reviste una importancia capital, puesto que de su correcta conformación depende el placer estético de la obra que con ellas se escriba. En la armonización de los sonidos que integran un vocablo Tolkien encuentra dos fuentes de placer: en primer lugar, el que proporciona su musicalidad; en segundo lugar, el de la feliz unión de un sonido bello con un concepto determinado. A nadie se le escapará entonces que la pauta que gobierna esa armonización depende en última instancia del criterio de su creador, es decir, se trata del producto de una mentalidad particular: he ahí el nexo indisoluble entre la materia lingüística y la moral. Pero no cabe concluir que Tolkien pecase de soberbio al confundir sus gustos personales con un ideal universal: precisamente a la consciencia de ese elemento subjetivo responden las «preferencias lingüísticas innatas» que cité unos párrafos más arriba.

Smaug
Ilustración de John Howe

Smaug Ilustración de John Howe

Un orden ideal

Tenemos entonces que el objetivo de Tolkien, su propósito –palabra que considero más adecuada al hablar de creación, y que el propio autor utilizó en varias ocasiones-, es crear un conjunto idiomático y mitológico sometido a un orden idealii, en el que los hechos morales se corresponden con los hechos materiales, y viceversa. Remedando el ideal clásico, en su obra la belleza equivale a la virtud, mientras que lo amorfo y lo caótico es la representación del mal. Pero, como digo, del mismo modo que Tolkien tiene claro el ideal lingüístico que persigue en tanto que demiurgo, asimismo es plenamente consciente de su condición de parte inmersa en el todo del mundo real. Así pues, no pretende omitir la inevitable influencia que su experiencia vital ejerce en su labor creadora. Sin embargo, al mismo tiempo que acepta tal influjo, lo somete al principio rector de su ideal, lo subordina a su propósito: del mismo modo que selecciona los sonidos que más le agradan en la conformación de su fonética, asimismo selecciona qué elementos del acervo cultural adquirido entrarán a formar parte de su cosmos. En resumidas cuentas, cualquier concepto proveniente de la tradición común encontrará acomodo en la Tierra Media siempre y cuando se avenga a desempeñar en ella una función orgánica, es decir, siempre y cuando se asimile al conjunto de la obra en lugar de cumplir un papel meramente ornamental. Como dice en su ensayo Sir Gawain and the Green Knight, lo que importa no son los materiales con los que ha construido su obra, sino lo que ha hecho con ellosiii.

Y es aquí donde volvemos a los dragones.

Como ya he avanzado, son dos los ejemplares de esta especie que aparecen en el universo de Tolkien con una entidad propia: Smaug, el célebre dragón rojo de El Hobbit (1937), y Glaurung, el Padre de todos los dragones y emisario del hado de Túrin Turambar en Los hijos de Húrin (2007; edición póstuma a cargo de Christopher, hijo del autor).

¿Qué piensa Tolkien sobre los dragones? Pues más o menos lo que todos nosotros: «es una poderosa creación de la imaginación de los hombres, más valiosa en significados que el oro de su cubil». Ahora bien, en su recuento de los distintos dragones que ha dado la literatura, el juicio de Tolkien es implacable: «los dragones, los verdaderos dragones, esenciales tanto para el funcionamiento de un poema o un relato como para su tema, son ciertamente infrecuentes» iv. Sin embargo, cuando se cumple esa integración de la criatura en la contextura del poema, entonces alcanza un poder de fascinación insuperable: «la fascinación del gusano»the fascination of the worm»). ¿Y qué características ha de reunir el dragón ideal? Muy sencillo: deberá ser capaz de simbolizar los poderes del mal al tiempo que se mantiene como un morador mortal del mundo material, «in it and of it». De nuevo, al igual que las palabras de su lenguaje ideal, el elemento material es tan importante como el simbólico. Volviendo a Sir Gawain and the Green Knight: «no existe un medio mejor para la enseñanza moral que el cuento de hadas (con lo que me estoy refiriendo a un cuento de pura cepa, contado como tal cosa, y no bajo el pobre disfraz de la alegoría moral)».

Glaurung y Nineor Ilustración de John Howe

El dragón de todos nosotros y el dragón de Tolkien

En cuanto a sus dos dragones, hay entre ambos una diferencia de grado, precisamente en la medida en que Smaug no alcanza la perfección del ideal descrito que sí logra cumplir Glaurung. Veamos.

Smaug, con todo el carisma de su vanidad y de su gusto por los juegos de palabras, responde todavía a la imagen tradicional del dragón: una criatura humeante que custodia un tesoro de incalculable valor con una codicia monstruosa. Incluso el motivo del ladrón infiltrado en el cubil del gusano está sacado de la tradición, ya que otro tanto acontece en Beowulf. Bien es cierto que en el hecho de que Tolkien le confiera a Smaug una voz y, hasta cierto punto, una personalidad propias, se advierte ya su intención de armonizar la criatura simbólica con el animal de carne y hueso, por más que ambos elementos estén hechos de polvo de hadas. Sin embargo, como le sucede a El Hobbit mismo en relación con el conjunto de la mitología tolkieniana, Smaug surge en una etapa demasiado temprana, cuando Tolkien todavía no había dado con su tono y estilo definitivos: cualquiera que haya leído el libro recordará ese ligero zumbido que se deja escuchar entre sus renglones, como de cierta incoherencia entre la ligereza jocosa de su narración y la solemnidad épica del resto de historias de la Tierra Media.

Creo que ni siquiera al propio escritor le convencía la personalidad de Smaug. No hay más que considerar el hecho de que, siendo el pretexto con el que se inicia la aventura de Bilbo Bolsón, cuando el dragón muere todavía le quedan unos cuantos cartuchos más al relato. En mi opinión, esto se debe justamente a que Smaug no forma parte orgánica de la Tierra Media, sino que más bien pasa por allí como un turista proveniente del mundo real, con todos sus dejes y maneras, sin llegar a integrarse nunca en el cosmos tolkieniano. Si uno se para a pensar en la función que cumple Smaug en El Hobbit, probablemente sólo sea capaz de dar una respuesta tautológica: es un dragón que cumple la función de… ser un dragón. Se trata, en fin, del dragón de todos nosotros, no del dragón de Tolkien.

Ese dragón particular es Glaurung. En su caso también apreciamos algunos reflejos del dragón común: después de asolar las cavernas de la fortaleza élfica de Nargothrond, Glaurung se echa a dormir sobre el botín saqueado. Sin embargo, en esta ocasión no se trata de una imposición del modelo tradicional, sino de una selección del autor, de una admisión de esa faceta pública en su mundo privado por tratarse de una de las «preferencias innatas» con que lo construye. La codicia tradicional del monstruo tiene aquí cabida por cuanto contribuye al retrato de Glaurung, un atributo más de su vileza, como también lo es la crueldad con la que paraliza a Túrin para que asista impotente a sus desmanes, o la saña con que se ceba en su destino. A diferencia de Smaug, Glaurung tiene una personalidad propia perfectamente integrada en el conjunto de la mitología tolkieniana. Tanto es así, que incluso se permite una salida irónica sin por ello suscitar la antedicha sensación de incomodidad que producía la jocosidad de El Hobbit: me refiero al «Salve, hijo de Húrin. ¡Feliz encuentro!» con que recibe a Túrin en su primer enfrentamiento.

Pero además, al tiempo que tiene una materialidad inconfundible, Glaurung cumple una función simbólica precisa en el orden moral del que participa. Frente a los elfos y los humanos, criaturas de luz nacidas del amor de las fuerzas del Bien, Glaurung, primero de la estirpe de los dragones, es el engendro surgido de la mente de Morgoth, el antagonista supremo, el Señor Oscuro de Arda. Como tal, encarna la vileza y la destrucción puras, el mal supremo, y es por ello que su papel consiste en cumplir la maldición que su creador lanzó contra los hijos de Húrin: en un exceso de crueldad difícilmente superable, Glaurung borra la memoria de Niënor, la hermana de Túrin a la que este no conoce, propiciando así el amor incestuoso entre ambos y su inevitable desenlace trágico. Glaurung, pues, reúne los requisitos del dragón ideal descrito por Tolkien: simboliza a la perfección los poderes del mal, sin por ello dejar de ser un «morador mortal del mundo material». Como las palabras del lenguaje ideal, Glaurung armoniza una entidad simbólica y una entidad física.

Chrysophylax Ilustración de Alan Lee

Chrysophylax Ilustración de Alan Lee

Apéndice

Resta tan sólo una última cuestión.

Apunté antes a lo llamativo que resulta la circunstancia de que, si bien las ficciones seminales del imaginario de Tolkien son los poemas épicos de la tradición oral, su acceso a los mismo se produjo por medio de la lectura, es decir, en su condición de testimonios documentales de un patrimonio arqueológico. Esa condición arcaica de las epopeyas de la antigüedad no hacía sino aumentar el placer que el joven Tolkien encontraba en su lectura, del mismo modo que las lenguas muertas le proporcionaban un placer mayor que las vivas por el hecho de que, al haber desaparecido sus hablantes y por tanto al ser imposible saber con exactitud cómo sonaban sus palabrasv, estas están a salvo del debilitamiento en la degustación estética de su forma que acarrea su comercio cotidiano.

Sin embargo, por muy aisladas en un pasado irrecuperable que queden las epopeyas y las lenguas muertas, al autor no se le escapaba el hecho de que ambas surgieron como puntos culminantes de sendos procesos evolutivos, en los que la historia y la acción de incontables usuarios han determinado una forma contraria a todo propósito. Es esa misma consciencia la que lo lleva a dar el paso definitivo, la razón por la que crea un lenguaje y una mitología cuyo aislamiento del mundo real va más allá de los azares del tiempo: un lenguaje con un solo hablante y una mitología para una cultura unipersonal. Lo que hizo Tolkien fue dar forma a su intimidad.

Entonces, ¿por qué nos gusta Tolkien? ¿Cómo es posible que hayamos convertido a un escritor fundamentalmente egotista en el arquetipo de un género literario? ¿Es posible hacer una lectura de su obra tan tergiversada como para ver en su orbe cerrado un camino transitable para los demás? Cuanto más leo su obra, más me persuado de que el valor de Tolkien está en el triunfo con el que consiguió dar cuerpo a su ideal. De su triunfo, de su convicción, así como de sus ideas sobre el lenguaje y sobre la creación, no me cabe ninguna duda de que podemos sacar muchas enseñanzas. Sin embargo, en lo que hace a los pormenores de su técnica y de su estilo, esa singularidad de creador de un mundo privado que muchos han tomado como modelo del género fantástico, dudo sinceramente que ahí haya un camino que se pueda recorrer mucho tiempo sin chocar antes o después contra un muro.

Pues el caso es que, después de leerlo y releerlo durante años, uno no acaba de tener claro hasta qué punto el lector forma parte del propósito creativo de Tolkien. Por fortuna, no es esta la ocasión de abordar dicho asunto.

Ilustración de
J.R.R. Tolkien

Ilustración de  J.R.R.Tolkien

NOTAS:

i Hay un tercer dragón, Chrysophylax Dives, en Egidio, el granjero de Ham. Sin embargo, por reducirse este cuento a un chiste de índole filológica, apenas un paréntesis en la obra de Tolkien, he decidido dejar fuera al epónimo dragón domado de Thame.

ii Cabría preguntarse aquí por qué entonces Tolkien no escribió su obra en élfico. Creo que la respuesta es bastante evidente: porque un idioma inventado de golpe y con un solo hablante carece de las ventajas de un idioma compartido, como pueden ser el poder evocador de ciertas palabras comunes (colina, mar, cielo, etcétera) o la flexibilidad expresiva que proporciona la connotación de un léxico trillado. A lo más que llegó fue a escribir poemas, en los que la significación quedaba relegada a un segundo plano frente a la musicalidad de los sonidos y a su distribución cuantitativa en el verso. Sin embargo, como se puede observar en la historia de todos y cada uno de los idiomas de la humanidad, para poder escribir una prosa narrativa es preciso recorrer primero un largo camino en el que el lenguaje gana en extensión y profundidad, para lo cual se requieren incontables generaciones de hablantes y avatares históricos. La narrativa, y más que la narrativa, la novela, es el triunfo más alto de toda una civilización.

iii En efecto, los ensayos de Tolkien sobre la poesía épica y las lenguas antiguas constituyen una inapreciable fuente de información sobre su propia visión del arte literario. De hecho, quedarse con sus ficciones e ignorar sus ensayos es tanto como quedarse en el umbral de su obra: pocos autores habrá que hayan dejado las claves para su comprensión tan a la vista.

iv No sé hasta qué punto se trata de una casualidad, pero, al igual que en su obra sólo Smaug y Glaurung merecen nuestra consideración, según Tolkien tan sólo hay dos dragones en la mitología nórdica con entidad propia: el gusano de Beowulf y Fafnir, cuya sangre sella el hado del héroe Sigurd en la Saga de los volsungos (texto islandés de finales del siglo XIII).

v De entre todas las lenguas romances, decía preferir el español por ser la que mejor conservaba el sentimiento y el estilo del Latín.