La Atlántida soñada es un pozo de lava ardiente, como descubrirán Indiana Jones y Sophie Hapgood

Indiana Jones ha sido héroe en muchos medios. Además de sus celebradas adaptaciones cinematográficas, Indy ha recorrido mundo en pos de reliquias milenarias también en los videojuegos y el cómic. Hablamos de Las llaves de Atlantis (1991), de Dan Barry, un proyecto que corre parejo en estos dos últimos campos.

¡Cuántas vocaciones arqueológicas nacieron de un Fedora bien calado y de un látigo restallante! Indiana Jones marcó la batuta del cine de aventuras de los ochenta con sus expediciones maravillosas en pos de algunas de las reliquias más míticas -y místicas- de la humanidad, y se consagró, en sus tres búsquedas colosales, como una leyenda imperecedera, además de como el prototipo de moderno cazador de tesoros sofisticado, hombre de acción, galán y erudito a partes iguales. Una generación entera de soñadores cinéfilos intentó seguir sus huellas, con más romanticismo que realidad. Porque Indiana Jones fue el privilegiado hijo de un tiempo (ficcional) irrepetible.

El canon «oficial» de sus aventuras lo constituyen en lo audiovisual, hasta la fecha, cuatro películas, una serie que escarba en su juventud  (en las que el joven Indy era centro de todos los acontecimientos y amigo de todos los grandes personajes del momento) y al menos cuatro videojuegos. El más célebre de estos posiblemente sea Fate of Atlantis (1992), la peripecia que obligaba al aventurero a recorrer medio mundo en pos del continente perdido de la Atlántida: un juego que merece estar en un museo.

Érase una vez, hace exactamente 25 años, una compañia llamada LucasArts. Quizás hoy los arqueólogos del videojuego la recuerden como la «madre» de la saga Monkey Island, del Día del Tentáculo o de Full Throttle. LucasArts fue una fábrica de talentos y de ideas que legó a la cultura popular catorce juegos, en su mayoría obras maestras, entre 1987 y 2000. Hubo de todo: dramas espaciales escritos por Orson Scott Card (The Dig, 1995); noirs de humor cáustico y surrealista protagonizados por una pareja de detectives antropomorfos, según un cómic de Steve Purcell, artista en nómina de la compañía (Sam & Max: Hit the Road, 1993); thrillers ambientados en el Mundo de los Muertos mexicano (Grim Fandango, 1998), y cómo no, dos aventuras de Indiana Jones: la adaptación de La última cruzada (1989) y Fate of Atlantis. Sobre esta última vamos a detenernos por dos razones: primera, porque es una obra maestra en su campo, y segunda, porque empezó la moda de los cómics sobre el personaje.

Fate of Atlantis es la genial creación de los desarrolladores Hal Barwood y Noah Falstein; la única de las aventuras gráficas «autóctonas» previstas sobre Indiana Jones que logró ver la luz. Es un juego que puede terminarse de tres maneras distintas (en modo «solitario», «acompañado»o «puñetazo», puro arcade), plagado de situaciones de antología (como el tramo en globo aerostático, tal y como os mostramos en las imágenes), con una trama bien escrita, documentada y apasionante que pone a Indy tras los pasos de la Atlántida perdida, según las pistas dejadas por Platón en el Hermócrates, y plagada de personajes irrepetibles. El mejor de todos ellos es precisamente la mejor «chica Indiana Jones» del canon, la médium Sophia Hapgood.

Sophia tiene carácter, es rápida en sus réplicas, no se arredra ante nada ni nadie y posee el don de hablar con los espíritus. Tiene un pasado interesante, relacionado con la primera expedición de Indiana Jones, y un carisma muy superior al de Willie, Marion o Elsa. Barwood y Falstein lograron conciliar en ella los antitéticos extremos de la superstición y la ciencia. Por eso, quizás, recorrer el mundo de su mano («modo acompañado») es la experiencia definitiva para disfrutar Fate of Atlantis. Sin ella, parece como si la búsqueda planteada se quedara en un mero ajuste de cuentas con el pasado (de Indiana Jones), en una simple lucha por la supervivencia contra la maquinaria nazi y en una aburrida carrera contrarreloj contra el orgullo. Sophie Hapgood es el alma del viaje pixelado e ilustrado. Un personaje al que es un gusto provocar, incitar, entusiasmar y dibujar. Dan Barry (1923- 1997) captó su esencia en Indiana Jones y las llaves de Atlantis (Norma Editorial, 1991), el cómic en cuatro partes de 26 páginas cada una que publicó Dark Horse en 1991.

Las llaves de Atlantis (traducción libre del original que emplearemos para distinguir al cómic del juego) corrió en paralelo, y con independencia, de su alter ego pixelado. Por eso ambas versiones mantienen justas distancias y notables diferencias. Barwood y Falstein trabajaron los elementos lúdicos -los puzzles, la unidad de medida de los desafíos de una aventura gráfica- para que encajaran en la historia y en la acción; Dan Barry (que nada tiene que ver, más allá del nombre, con el seudónimo del actor trash español Joaquín Gómez Sainz, el «Conan español») no empleó más molde que el de su libertad creativa e imaginación (Barry no fue el único autor del cómic, pero sí el más destacado: el guión está firmado a cuatro manos con el reputado William Messner-Loeb; la tinta la puso Karl Kesel y el espléndido color es de Lurene Haines). Por eso, al conocedor del juego, envidiado espécimen, le resultará extraño el producto dibujado por el estadounidense, casi ajeno. Y eso a pesar de ser de factura notable.

Una muestra del dinamismo de las viñetas de Barry: pelea y «fuera de marco»

Dan Barry distaba mucho de ser un desconocido cuando en el último tramo de su vida entra en nómina de Dark Horse para dibujar cómics sobre Indiana Jones o Predator. Mucho antes, en la década de los cuarenta y cincuenta, se había distinguido por revitalizar las tiras semanales sobre Tarzán o Flash Gordon; fue un gran nombre en la industria, pero quedó eclipsado por la alargada sombra de Jack Kirby. Aún así, supo enseñarle varios trucos del oficio a Frank Frazetta (1928-2010), artista que, como él, tenía una concepción del cómic muy dinámica y enérgica. De su etapa como ilustrador de Flash Gordon o Tarzán, Barry adquirió un estilo vívido: sus viñetas están siempre en movimiento incluso cuando sus personajes estan en reposo; experimenta con las perspectivas, con los puntos de vista, con los márgenes (como vemos, los objetos suelen desbordarlos, dando a entender que su constreñimiento se debe simplemente a unas limitaciones espaciales concretas a las que son indiferentes: hay toda una «vida» más allá de esas fronteras). Su conocimiento del lenguaje del cómic se plasma en la toma de decisiones correctas para dinamizar lo leído y contemplado. Sus páginas pueden ser peores o mejores (casi siempre son sobresalientes), pero nunca resultan aburridas: es uno de esos autores con el increíble don de revalorizar incluso los instantes-bisagra de cada argumento, aquellos en los que se debe imponer una pausa precisa que no sature al lector.

Las llaves de Atlantis debe leerse como un complemento a las partidas en pos de la Atlántida. Claro que hay orichalcum, ese material con una devastadora potencia atómica, y ruinas atlantes. Por supuesto que Indy —y Sophie— viajan a la jungla mexicana, a Islandia, Marruecos, Creta o Thera, y ponen en riesgo su pellejo a la vuelta de cada esquina. Naturalmente, hay viajes submarinos, en globo, en hidroavión, coche o caballo. Y por supuesto, hay nazis como el coronel Klaus Kerner o el mad doctor Ubermann, a los que el destino depara un final a la altura de su maldad o megalomanía. Las llaves de Atlantis deja meridianamente claro que los nazis son mejores villanos que los soviéticos, porque dan más cancha por sus delirios esotéricos y porque representan un mal y una amenaza mayores. Kerner y Ubermann salen muchas veces milagrosamente intactos, sólo magullados, de situaciones en las que otros como ellos salen peor parados, ya sea en tanques voladores o decapitados por hélices de aviones incontrolables.

Uno de los momentos cumbre de Fate of Atlantis: el viaje en globo aerostático

A la trama, eso sí, le sienta a veces bien un poco de freno. Indy y Sophie viajan demasiado, y demasiado rápido, entre volúmenes. Barry da la cara en las frenéticas escenas de acción, deudoras de Flash Gordon, de The Phantom, con multiplicación de escorzos, y se las ingenia para ir por libre al plasmar enfrentamientos simultáneos que dan al lector/espectador una visión global y de conjunto a escenas que, a ratos, parecen tridimensionales. La autoridad creativa del ilustrador le permite también imaginarse a un Indiana Jones de rasgos alternativos, que se ajusta muy precisamente a los hechos que se presentan. Éste es mi Indiana Jones, nos quiere decir Barry, es respetuoso con el modelo original pero tiene su propia consistencia, su propia personalidad, su ritmo, tono y hasta se diría que su propia voz. Las llaves de Atlantis no es Fate of Atlantis entre otras cuestiones por el márchamo autoral.

Y sin embargo, hay momentos en que Barry recuerda al Edgar P. Jacobs de El enigma de la Atlántida (1955), sobre todo en lo que respecta a la reconstrucción «fantástica» de la civilización perdida. Sería una osadía establecer una comparación intencionada entre dos autores con estilos tan marcados, aunque los puntos en común sean evidentes; quizás el hermanamiento se deba a que ambos fueron dibujantes de Flash Gordon y trasladaron a sus modus operandi las deformaciones profesionales de esos encargos longevos, que tanto consentían ahondar en lo fantástico, en lo sobrenatural. Barry es un poco Jacobs y un poco Alex Raymond en el cuarto tomo, el más virtuoso y el que parece haber sido más anhelado. Curiosamente, cuanto más Jacobs y más Raymond es Barry, más es él mismo. Por esta razón, el colofón a esta cuarta verdadera aventura de Indiana Jones es sencillamente extraordinario. A la altura de sus personajes y de su épica.

Indiana Jones y Sophie Hapgood. El collar de ella es la clave del misterio.