Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar

El castillo de los Cárpatos no es una de las mejores novelas de Jules Verne, aunque sí una de sus preferidas y de las más raras. Fue escrita en un periodo de la vida del escritor particularmente complejo y parece anticipar el Drácula de Bram Stoker… si bien, la novela de Verne presenta una explicación racional.

Geografías esotéricas, leyendas de vampiros y estriges, presencias intuidas entre las salvajes estribaciones de Transilvania, pálidos barones que nos recuerdan a los temibles personajes de otras novelas también escenificadas en esos parajes… Y, sin embargo, ahí está la ciencia para explicarlo todo, para dominar con portentos eléctricos y filigranas ópticas las coceaduras de la imaginación más desbocada. El castillo de los Cárpatos (Valdemar, 2016) adelanta en sus primeras páginas terrores y pesadillas, pero, según avanza su lectura, da paso al Jules Verne de siempre, con los pies muy firmes en las explicaciones racionales, sólo dispuesto a ceder ante la siempre fascinante anticipación tecnológica.

Publicado en 1892, en la revista Magasin d’Education et de Récréation de la editorial Hetzel, el libro El castillo de los Cárpatos pertenece a la época creativa más pesimista de Jules Verne (1828-1905), en la que el afán de la aventura geográfica y científica había dejado paso a temáticas más diversas, no exentas de ciertas concesiones románticas y aparentemente sobrenaturales, pero siempre perfiladas por las precisiones históricas y tecnológicas.

Ya sólo el título trae la esencia de otra obra cumbre de la literatura europea, el Drácula de Bram Stoker, y, aunque los críticos literarios se niegan a ver una inspiración del autor irlandés en la novelita de Verne, quizá habría que hacer algunas precisiones al respecto, especialmente en lo que se refiere al marco legendario y geográfico en que ambos escritos se desenvuelven e incluso en torno a los personajes, como veremos más adelante. La huella de determinados ambientes esotéricos propios de la época en la que vivieron ambos escritores, que coquetearon sin ambages con círculos rosacruces y de la Golden Dawn, es también palpable en los dos libros y tampoco parece ser fruto del azar.

Aunque El castillo de los Cárpatos fue publicada, como se ha indicado, en 1892, lo cierto es que Verne había terminado de escribirla unos tres años antes, y había trabajado sobre la idea desde hacía un lustro, en un periodo un tanto difícil de su vida profesional y personal. La segunda mitad de la década de 1880 había sido una etapa muy oscura para el escritor de Nantes. Los arrebatos de locura de su hijo Michel; el atentado que sufrió por parte de su sobrino Gaston, que en 1886 le disparó e hirió en una pierna; la muerte, en el siguiente año, de su madre y de su editor y amigo, Pierre-Jules Hetzel (el gran impulsor de su obra); su entrada en la política en 1888 como concejal del Ayuntamiento de Amiens, y los numerosos problemas de salud, con repetidas parálisis faciales y los primeros síntomas de la diabetes que acabaría en 1905 con su vida, sumieron a Verne en un estado de confusión y duda, que se reflejó en el carácter sombrío de buena parte de los libros que escribió a partir de entonces.

Ilustración de León Bennet para el
El castillo en los Cárpatos

Ilustración de León Bennet para el El castillo en los Cárpatos

Atrás quedaba el optimismo y la fuerza narrativa de obras magnas como Veinte mil leguas de viaje submarino (1868-70), La vuelta al mundo en ochenta días (1873), La isla misteriosa (1883) o Miguel Strogoff (1876). No obstante, durante esa década oscura, y en los años noventa del siglo XIX, aparecieron títulos realmente curiosos y cargados de dobles significados y velados enigmas en sus páginas como, por ejemplo, Robur el conquistador (1886), una de las novelas con más claves extraliterarias de toda la obra de Verne, o las Maravillosas aventuras de Antifer (1894), Ante la bandera y Los viajes de Clovis Dardentor (ambas de 1896), por citar sólo unos pocos ejemplos.

Al final de la década de los años 1890, Verne recuperó parte de la exuberancia creativa que había caracterizado los productivos años en que escribió los libros sobre «viajes extraordinarios», aunque la sombra de la década ominosa no acabara de retirarse de su pluma por completo. De 1896 es también El soberbio Orinco y de 1897 La esfinge de los hielos, uno de los mejores episodios narrativos de toda su carrera, plagado de las referencias enigmáticas propias de toda su creación literaria y que exacerbó en esa etapa de escritura “desencantada”.

Si un lector avezado examinara comparativamente estos dos libros, La esfinge de los hielos y el que nos atañe, podría advertir las notables diferencias de estilo a la hora de encarar los respectivos temas de estas obras. Parecería como si Verne, en el libro que sigue las huellas en la Antártida del Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, aun conservando el aire de acertijo y el pesimismo de El castillo de los Cárpatos, tomara aire de nuevo y quisiera tapar con una cataplasma de aventura y exploración la amargura de los años más dolorosos. Ya ese esfuerzo se notó apenas pasado un año de la publicación de El castillo de los Cárpatos, cuando apareció Claudio Bombarnac, una novela de viajes sin mayores pretensiones, y de mucho menor alcance y misterio que la obra que ahora nos ocupa.

El castillo de los Cárpatos, publicado entre enero y diciembre de 1892 en la citada revista con ilustraciones a color de Leon Benett, comienza como un relato con pintorescos aires góticos, pasa a convertirse en una tragedia romántica y es finalmente resuelto con un desenlace cientificista que, como señala con acierto Herbert Lottman, biógrafo de Verne, de alguna forma “merma el hechizo del libro”. Es el propio Verne quien, al comenzar la historia, advierte sobre el objetivo de la misma y lanza un acertijo: “Esta historia no es fantástica, sólo novelesca. Dada su inverosimilitud ¿hay que concluir que no es verdadera? Sería un error. Somos de una época en que ocurre todo; casi tenemos derecho a decir: en que todo ha ocurrido. Si nuestro relato no es hoy totalmente verosímil, puede serlo mañana gracias a los recursos científicos que son patrimonio del porvenir, y a nadie se le ocurriría incluirlo en el género de leyendas”.

Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar

Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar

El relato arranca en un paraje montañoso de Transilvania, donde el pastor Frik descubre que un castillo que se creía en ruinas de pronto parece habitado, pues de entre sus almenas surge una humareda. Verne muestra toda su habilidad a la hora de recrear el estado de estupefacción de las gentes de la aldea de Werst, así como el creciente y fulminante temor que se apodera de ellas, fruto de la superstición y de su falta de educación científica. Cuando el pastor Frik les refiere su tenebroso hallazgo, los aldeanos no dudan en explicar el misterio con la irrebatible presencia de vampiros, fantasmas o de cualquier otro ente sobrenatural y legendario entre los muros del castillo, un lugar que “difundía en torno suyo un espanto epidérmico, como una ciénaga insalubre expande miasmas pestilenciales. Sólo acercarse un cuarto de milla hubiera sido arriesgar la vida en este mundo y la salvación en el otro”.

Verne emplea las descripciones de la geografía de la comarca transilvana, su historia y, sobre todo, sus leyendas, para dejarle claro al lector que el relato no se desarrolla en un espacio anodino sino en un ámbito hierofántico. Incluso aunque este carácter mágico sea sólo el fruto maduro de la superstición y el miedo. En su ensayo La tierra de Jules Verne (Fórcola Ediciones, 2014), el escritor Eduardo Martínez de Pisón habla de que hay “literaturas inspiradas en historias y geografías malditas, y hay historias y geografías teñidas por literaturas malditas”. Transilvania –“el país de más allá de los bosques”- y los montes Cárpatos participan de ambas acepciones.

Julio Verne no fue el primero en advertir, o en recibir información muy específica y privilegiada, sobre el carácter “maldito” de ese territorio hoy día perteneciente a Rumanía y que en el pasado fue frontera de imperios, escenario de violentos sucesos de la historia y de más violentos si cabe relatos literarios. Ya antes lo hizo, por ejemplo, Alexandre Dumas en Los mil y un fantasmas (1853). Ahora, Verne elige esta “geografía maldita” con un sentido en apariencia velado en una primera lectura, pero persistente en un análisis más pormenorizado: un lugar donde los muertos pueden ser invocados, convocados por aquellos que les temen y también por quienes los aman. Y todo ello, a pesar de que la conclusión de la novela reciba una aliviadora explicación racional y científica de la aparición de esos fantasmas, en concreto de La Stylla, esa diva protagonista de la historia, muerta, pero resucitada en su propia voz.

En este sentido, Verne habla de Transilvania, como el lugar “donde el marco de los Cárpatos se presta de modo tan natural a todas las evocaciones psicagógicas”. El vocablo “psicagógico” alude al arte de educar y guiar a las almas. En realidad, la palabra del griego antiguo de la que se ha tomado su moderna acepción significa “evocación de las almas de los muertos” y puede tener una referencia directa a “aquél que evoca los espíritus”, esto es, a un nigromante. El enfrentamiento entre los otros dos protagonistas principales del libro, ambos nobles rumanos, se produce como consecuencia de su diferente interpretación y aceptación de la muerte de la mujer amada.

Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar

El esoterismo del relato es evidente y buscado con toda intención por Verne desde un principio, antes de que el enfoque cientificista lo reduzca a polvo. El pueblo de Werst fue advertido de la presencia de “algo” en el castillo por el pastor Frik, esto es, un convocador de los espíritus de quien la novela dice que es “mirado como una bruja, como un evocador de apariciones fantásticas”. Y el propio Frik sólo pudo percibir que había una humareda en el bastión gracias al telescopio que le vendió otro hierofante, un buhonero judío ambulante cargado de termómetros, barómetros y otros utensilios científicos desconocidos en esa comarca salvaje. El comerciante participa, según Verne, de “ese aspecto hoffmanesco”, propio de su oficio, de quienes: “venden el tiempo en todas sus formas: el tiempo que transcurre, el que hace, el que hará”. Alguien, pues, capaz de trascender la mortalidad a través de la ciencia rudimentaria, aunque para los campesinos ésta sea sólo una clase de magia desconocida.

El golpe de timón de la novela se produce cuando otros dos habitantes del pueblo, un joven valeroso llamado Nic Desk y el cobarde doctor Patak (más un matasanos que un médico) viajan al castillo para averiguar qué sucede. Su peripecia termina de mala manera, con el pobre Nic casi muerto por una descarga producida por una fuerza desconocida que lo derriba de la muralla y Patak aterrorizado por los infernales sonidos que surgen del interior de la fortaleza. Es en este punto cuando el lector habitual de Verne sonríe y empieza a sospechar de que ha llegado el momento en el que la presunta novela de terror empieza a ser desplazada por la novela de ciencia-ficción.

Es entonces cuando, en un magistral giro, Verne introduce a los protagonistas reales de la historia: la cantante de ópera La Stylla, el enamorado conde Franz de Telek y el misterioso y maléfico barón Rodolfo de Gortz, también pretendiente de la bella diva desde la sombra. La muerte de La Stylla por el terror que le produce el barón de Gortz hace, con el tiempo, confluir a los dos contendientes al castillo de los Cárpatos, hacia el “científico” y anticipador desenlace propuesto por Verne. Anticipador, porque entre los cachivaches que pone en escena aparecen un proyector de holografías y un artefacto capaz de reproducir la voz humana con una calidad que ya quisiera la tecnología de audio de nuestros tiempos. Como señala Herbert Lottman, tales explicaciones científicas tan poco románticas eran necesarias, pues “había que adaptar el cuento gótico a fin de convertirlo en un relato apropiado para las sencillas mentes de las familias que leían la publicación de Hetzel”.

Ilustración de León Bennet para el
El castillo en los Cárpatos

Ilustración de León Bennet para el El castillo en los Cárpatos

El castillo de los Cárpatos no es una de las mejores novelas de Jules Verne, aunque sí una de sus preferidas. Casi se podría categorizar como una de sus obras “raras”, por su temática, por el momento en que fue escrita y por el estilo que en ella desarrolla. El estilo se explaya en un costumbrismo casi más simpático que terrorífico. Parece que asistimos, en la primera parte del relato, a las crónicas que envía un reportero audaz de ocio en los Cárpatos. Y, cuando se trata de describir los milagros tecnológicos que refutan los fenómenos sobrenaturales a lo largo de la historia y especialmente en la conclusión de la misma, tenemos al mejor Verne anticipador científico.

Sobre el momento en el fue escrita esta novela, algunos críticos no se limitan a señalar las dificultades por las que pasaba Verne en esa década de los años ochenta del siglo XIX. Hay quienes citan incluso la posibilidad de que la inspiración para La Stylla bebió en una relación extraconyugal que años atrás habría tenido Verne, y cuya otra protagonista fue Estelle Henin, fallecida en 1865 y quien, según otros críticos lenguaraces, pudo haber traído al mundo una hija nacida de su relación adúltera con el escritor. El dolor por la pérdida de Estelle (hay que remarcar el parecido de su nombre con el de la protagonista de El castillo de los Cárpatos) se habría reflejado con fuerza en esa necesidad que sienten los dos hombres enfrentados por el amor de La Stylla para recuperarla de entre las sombras de la muerte, aunque sea de manera ficticia y por medio de un gramófono casi steampunk y un aparato reproductor de hologramas.

Hay un espinoso tema relacionado con el ambiente oscuro que destila de El castillo de los Cárpatos que quizá convenga esbozar para terminar estas líneas. Se trata de la eventual influencia que esta obra de Verne podría haber tenido en la obra maestra de Bram Stoker. Como se ha indicado, la mayor parte de los críticos se niega a ver semejante reflejo, ni en el trazado de la historia ni en la evolución y manejo de los personajes (mucho más cuidados y profundos en Drácula). Y sin embargo, son inquietantes cuanto menos los paralelismos entre la novela de Verne, recordemos, publicada en 1892, y la de Stoker, que salió a la luz en 1897, como para suponer de partida que el escritor irlandés no leyera al francés cuando tejía las urdimbres de Drácula. Esas coincidencias se extienden no sólo al ámbito geográfico de ambas obras (incluso en la descripción de los respectivos castillos y el lugar donde se alzaban), sino a la esencia de los personajes, bastante evidente al comparar la figura del joven conde Telek con el Jonathan Harker de Stoker; la diva Stylla con Mina Harker; o el barón Gortz, de blanca y repulsiva faz, y quien no parece envejecer, con el propio conde Drácula. Pero es sobre todo, y aquí los críticos no parecen haber ahondado mucho, en la similitud entre el ayudante de Rodolfo Gortz, el repelente Orfanik, y la figura de Renfield, el acólito de Drácula, donde los paralelismos se terminan cruzando. De Orfanik, narra Verne en El castillo de los Cárpatos: “Durante sus solitarios paseos, gesticulaba como si hablase con algún ser invisible que le escuchaba sin responderle jamás”. Si recordamos el personaje de Renfield, poco habría que añadir al respecto.

Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar

Ilustración de Santiago Caruso para la edición de El castillo en los Cárpatos de Valdemar