Emmanuel Carrère nos regala en Bravura una novela que supone, en sí misma, un estudio teórico-literario alrededor de la interculturalidad del texto y el sentido que, en cada marco sociológico concreto, adquiere el pacto ficcional que es, en esencia, la literatura.

Villa Diodati en los tiempos de los Shelley, Polidori y Byron. Grabado de la Granger Collection/ Cordon Press

Pocas cosas, en esto de la literatura, generan tantos desconciertos como la extraña naturaleza de la voz narradora. ¿Quién es? ¿De dónde sale? ¿Qué pretende? Al lector no le queda otra que confiar en su mano, dejarse llevar por ella, ya que es quién conoce -de forma total o parcial, objetiva o subjetiva, interesada o desinteresada- la historia a la cual nos asomamos. Si queremos saber, no nos queda otra que acceder a este pacto no escrito por el cual nosotros, lectores, creemos lo que se nos cuenta o, por lo menos, aceptamos creer que tal narración pertenece a una realidad plausible en los términos que se nos propone. No obstante, la aceptación de dicho pacto es un salto sin red, un acto de fe exigido por el deseo (lector) de conocer, pues, aun así, no existe certeza alguna capaz de asegurar que se vaya a mantener por parte del «poder» ante el cual nos estamos plegando. La voz narradora ordena y manda… En este amplio margen discrecional es donde se encuentra el límite entre la literatura y la vida, entre la ficción y la realidad, entre lo posible y lo imposible.

Emmanuel Carrere en París (febrero de 2016). / AFP PHOTO / JOEL SAGET

Emmanuel Carrère (París, 1957) ha cimentado su trayectoria como escritor transitando, a lo largo de, por ahora, siete maravillosas novelas, por los extraños márgenes de este pacto. Ahora, su editorial en España, Anagrama, recupera una de las primeras novelas donde Carrère lleva a cabo este análisis: Bravura (2016, originalmente publicada en 1984). Un texto interesantísimo en el que ahonda en mayores profundidades que las superficialmente aparentes, a través de la metáfora y el juego escenográfico, por medio del personaje de Frankenstein y, en concreto, del momento en que monstruo e historia fueron concebidos: durante una extraña cena en la villa ginebrina de Diodati, en 1816, con cuatro extraordinarios comensales a la mesa: Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Mary Wollstonecraft Shelley y John William Polidori.

Precisamente es este último, Polidori, médico de talento y amplio conocedor de los estudios que en la época se hacían alrededor del galvanismo y su supuesta capacidad de insuflar vida a quien ya la había perdido, el responsable de darle a Mary Shelley las claves para la construcción de su legendaria novela. Y no sólo eso, sino que, en una apuesta fraguada alrededor de esa mesa, por la cual cada uno de los comensales debía iniciar una historia de terror capaz de sobrecoger a los demás, es como hoy podemos disfrutar tanto del personaje sobrehumano de Mary Shelley como del vampiro de Polidori -Byron y Shelley nunca llegaron a avanzar más que unas escasas líneas en verso, luego mal traducidas-. Asistimos no sólo al surgimiento del acto creador, sino también al testimonio fehaciente de su debilísima frontera de separación respecto a la vida misma.

Polidori acompañaba a Byron en su ruta por Europa en calidad de médico; confiaba lo bastante en sí mismo como para extender esas capacidades también a la literatura. Byron, sarcástico como pocos, de humor cruel y autoestima todavía más elevada que la del joven John William, aprovechaba sin embargo cada ocasión a su alcance para bajarle los humos a su acompañante. La acumulación de estas habituales discusiones soterradas creó entre ellos, con el tiempo, no pocos sinsabores, además de una agria relación que, en el caso de Polidori, podríamos decir que acabó por llevarlo a la tumba. Ello se debió a que, cuando apareció publicado El Vampiro (1819) sin su conocimiento, un rumor se extendió entre sus tan ansiosamente deseados cenáculos culturales y literarios londinenses, según el cual, aquel John William Polidori de la portada no era más que el enésimo seudónimo tras el cual se escondía Lord Byron -muy dado a juegos de dobles identidades, disfraces y engaños incluso para con sus amistades y conocidos más allegados-.

Ambas oportunidades perdidas, un éxito regalado y otro robado, supusieron para el joven médico una prueba excesivamente dura para su frágil carácter y su ya muy herido amor propio. De tal forma que, durante los meses siguientes, huiría del mundo, escondiéndose en una casa de mala muerte, viviendo con una prostituta buena que ejercería de pareja y benefactora, hasta su suicidio en 1921. Con todo, ni muerto descansaría en paz. Su familia, avergonzada sobremanera por la elección en la forma de irse de este mundo, intentaría borrar los indicios con tanto ahínco que acabaría, incluso, por borrar sus méritos. Una injusticia parcialmente reparada, aunque de forma tardía, con el impacto de su relato tanto en la obra vampírica posterior como en el cine. Polidori es un personaje riquísimo en matices, esencialmente sombrío y repleto de claroscuros, que le sirve a Carrère como excusa para hilar un ambicioso juego de espejos, metáforas y dobles sentidos.

Retrato de John Polidori, por F. G. Gainsford. Será a él a quien Tim Powers convierta en terrible vampiro en La fuerza de su mirada y secuela.

De todo este juego, quizás la parte más interesante sea la que concierne a los personajes. Pues, aunque todos los hechos y circunstancias hasta aquí referidos se ajustan a la verdad conocida sobre el nacimiento del Frankenstein de Shelley y del Vampiro de Polidori, quienes los protagonizan no dejan de ser elementos pertenecientes al pacto ficcional subscrito entre autor y lector. El principal juego de espejos es el más grande de todos: aunque todo lo narrado aquí se ajusta a la verdad, nada de ello es real. Lejos de creer aclarados los términos, en lo que atañe a la diferencia entre verdad y realidad, la novela se esfuerza sobremanera en insistir en ello, echando mano de otros contextos donde la ambivalencia se ve igualmente declarada: en un juego de sociedad de inspiración novelesca desarrollado durante el fin de semana; en las cartas donde un “yo” presente se dirige a un “yo” futuro; en los manuscritos o los textos alternativos donde se encuentran escritos otros desarrollos distintos al publicado y por todos conocido; en el juego de disfraces con que Byron y Polidori deleitan a sus invitados o huéspedes representando a otras identidades distintas a las suyas; en la mano traviesa que juega constantemente con los lugares y con las fechas (y que cierra la novela situándola en “Les Marenaudons, mayo de 1984”)…

De esta ambivalencia se desprende la siguiente moraleja: la vida es un juego de máscaras en constante desarrollo y cambio, del que este pacto ficcional es únicamente otra forma más de manifestarse. Ergo, no hay más diferencia entre la literatura y la vida que la diferencia existente entre la verdad y la realidad, entre el “yo” que somos y el “rol” que representamos (multiplicado al infinito a través de los muchos instantes que componen una vida o una novela).

Un contenido analítico y expositivo brillantísimo, una elección de la trama sumamente interesante, y unos personajes ricos en matices, no impiden, sin embargo, tener relevantes bajones en cuanto a la coherencia general y al ritmo narrativo. Cuando, por sí solos, Mary Shelley y John William Polidori se muestran como personajes de inmensa fuerza y capacidad de desarrollo, se interrumpe el texto con un brusco cambio de tercio que, llegados al final de la novela, no aporta más que desconcierto. Sí, está bien hilado, pero no guarda una relación significativa con la trama ni con el arco argumental principales, limitándose a redundar en lo ya visto, y desconectándose respecto al conjunto de la novela, pareciendo más un pastiche que un elemento constitutivo del texto. Se disfruta la lectura, pero difícilmente se observa su conveniencia. Con todo, no es tan grave si, desde otra perspectiva posible, lo entendemos como un insistir en la presencia de la mano narradora.

Emmanuel Carrère nos regala una novela que supone, en sí misma, un estudio teórico-literario alrededor de la interculturalidad del texto y el sentido que, en cada marco sociológico concreto, adquiere el pacto ficcional que es, en esencia, la literatura. Cada uno podemos acercarnos al mismo texto y suscribir el pacto que se nos propone desde claves totalmente distintas. Por supuesto, esto transforma la experiencia de la lectura y también su interpretación, mostrándonos así a la literatura como lo que es, una proyección de la vida, un arte viva y dinámica. Un mensaje potente que Carrère ha repetido en sus posteriores y mejores obras, pero que aquí conserva el carácter básico y esencial del autor maravilloso en que ha llegado a convertirse.