Robert Louis Stevenson reconstruyó en el relato El ladrón de cadáveres con su elegante pluma una de las realidades más sórdidas del siglo XIX: la práctica del resurreccionismo, de los salteadores de tumbas que aprovisionaban a doctores para sus experimentos anatómicos. Basado en siniestros hechos reales, Stevenson imprime a su cuento un viraje terrorífico.
Fue la decimonónica una era de profundas transformaciones, tan oscura como insólita. Por las briosas y bullentes ciudades iluminadas convivían las ideas con rancias supersticiones y trabajaban, curiosamente, por un bien común. Pero, bajo este velo de comunión, entre la niebla espesa difuminada por los rayos de los faroles de gas de Edimburgo, Londres o Dublín (póngase el ejemplo que el lector desee en la época victoriana) aparecen aquellas figuras malformadas con ropa elegante y sombrero de copa que habitan en lo extraño. No se confunda el lector, pues no hablaré de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886); al contrario, la figura que nos convoca es más perversa, un personaje que habitó en lugares mucho más contagiosos y estuvo siempre en contacto con lo más corrupto de la humanidad.
El gran escritor escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894) dejó un abundante legado de novelas y cuentos para la posteridad. Sus narraciones de terror son obras maestras que abordan la temática que siempre obsesionó a su autor: la dualidad. Es en cuentos como Markheim (1887) o El extraño caso de doctor Jekyll y Mr. Hyde donde se manifiestan las ambigüedades identitarias y las disociaciones tan características en su prosa. Pero, por otro lado, existen cuentos mucho más olvidados, en los cuales los recursos del autor se basan de forma autónoma en la investigación histórica mezclada con el talento de su ficción. Es El ladrón de cadáveres (1884, publicado por Valdemar en, por ejemplo, la antología Historias escocesas, 2007) una de aquellas excepciones que acostumbran a hacer los autores geniales, y que causan regocijo de sólo ver la maestría con que son tratadas.
Stevenson aborda en esta obra una realidad histórica que asoló las grandes urbes europeas de la época: los resurrecionistas. Amparados en un vacío legal que dejaba sin propiedad un cuerpo muerto, estos tipos profanaban las tumbas y se llevaban su contenido a una mesa de disección médica en la cual desaparecían para siempre. Mucho antes de la Inglaterra victoriana, el oscuro oficio de resurreccionista ya había alcanzado su máxima popularidad entre 1790 y 1832 aproximadamente. Cuando Mary Shelley publica en 1818 su Frankenstein o el moderno Prometeo deja patente la existencia de estos sujetos que buscaban cadáveres frescos para suministrar a las escuelas de anatomía.
Estos forajidos, profanadores y a la vez servidores de la ciencia, escarbaban los cementerios buscando cuerpos para los médicos y cirujanos reconocidos que necesitaban de ellos con apuro. La autora argentina Esther Cross, en su libro La mujer que escribió Frankenstein (Emecé, 2012) repasa de forma exhaustiva el Londres de Shelley, Stevenson y sus influencias posteriores. Cross habla de cómo Sir Astley Cooper (1768- 1841) médico personal de Jorge IV, Guillermo IV y la reina Victoria, confesó en muchos casos que estaba obligado a sucumbir ante los servicios de estos profanadores: tal era la fama que tenían. En Londres, así como en Edimburgo, existían mafias organizadas que regulaban la tarifa básica en cada ciudad, aunque si se establece un parámetro entre los documentos que se conocen, un cuerpo normal podía valer entre 8 y 10 libras de la época.
Para entender las motivaciones de estos salteadores de tumbas es preciso hacer una breve contextualización histórica: la medicina conoce en el siglo XIX un avance espectacular, hasta el punto de que ésta se convierte, de hecho, en ciencia. Pero la ciencia necesita para desarrollarse de experimentación, de un componente empírico en el que no basta sólo el talento o la imaginación; he aquí que surgen no pocos problemas, debido a que ciencia y política (y también moral) no siguen caminos paralelos. En el área de la anatomía, éstos son particularmente retorcidos: los profesores necesitan diseccionar en sus aulas cadáveres con los que poder así brindar formación práctica a unos alumnos, futuros médicos, que no pueden aprender todo de los libros. No obstante, en Escocia, la legislación es tajante: los únicos cadáveres permitidos por la ley para la práctica anatómica son los de los ajusticiados bajo la pena capital. El problema es que la ley que sancionaba los delitos de muerte había sufrido en 1823 una revisión que había reducido drásticamente el número de crímenes merecedores del castigo mortal. Tan eficaz fue aquella moratoria que en 1827 a las clases de anatomía de la reputada universidad de Edimburgo llegaban unos dos o tres cadáveres al año que tenían que servir para formar a una ingente cantidad de doctores.
William Burke y William Hare seguramente no serían los primeros en lucrarse con esta práctica, pero sí que fueron los más conocidos. Tras desempeñar por separado diversos oficios, ambos se conocerían en la hospedería que regentaba la mujer de Hare en la capital escocesa. La muerte natural de uno de un inquilino enfermo les llevará a trabar contacto con el doctor Robert Knox (1791- 1862), un famoso anatomista que no dudaba en pagar –y bien- por cuerpos para sus clases. Burke y Hare comprendieron que allí había un filón, y no tardaron en proporcionar al doctor Knox nuevos sujetos para sus experimentos. Claro que desenterrar cadáveres de cementerios era una empresa costosa y no exenta de riesgos, que además se perseguía severamente. Por ello, los dos compinches idearon un plan de acción tan sistemático que convirtió el asesinato casi en un proceso industrial. Por la hostería de los Hare pasaron la mayoría de sus víctimas, pobres diablos solitarios o con escasa familia, que eran emborrachados y luego asfixiados por la pareja. El método que seguían para matar consistía en dejar sin respiración a estos incautos, tapándoles la nariz y ejerciendo una gran presión sobre su pecho. Hoy en día existe una palabra inglesa, que deriva de aquel entonces, para esta acción: burked.
Al ser descubiertos en 1829, tras asesinar a 17 personas, Burke sería ahorcado por los crímenes que Hare le adjudicó (su cuerpo acabó en la mesa de disección). Knox, por ser médico prestigioso, fue exonerado. Los aspectos más destacados de este suceso inspirarían a Stevenson para elaborar su relato; de hecho, el doctor K. que guiará y exigirá cada vez más cadáveres a los ficticios (resurrecionistas) Fettes y Macfarlane no es otro que el trasunto de Robert Knox.
La figura del médico, al igual que la del resurrecionista, no gozaba de una fama positiva durante los años de la reina Victoria, ya fuere sir Astley Cooper (miembro de la prestigiosa Medical and Chirurgical Society of London) o cualquier otro con menos prestigio. A pesar de que luchaban contra la muerte cara a cara, se enfrentaban a su vez con la creencia y la pacatería de una sociedad sumamente escrupulosa. ¿Cómo iba pues -decían los más críticos moralistas- a levantarse en el Día del Juicio el cuerpo del ser querido si no existía dicho cuerpo?
Los médicos abrían los cuerpos e investigaban las fórmulas fisiológicas que controlaban la vida humana. Muchos de los tópicos que la literatura hará famosos sobre los mad doctors comienzan con Macfarlane, Jekyll y con el ya citado doctor Frankenstein. Pero también Moreau, Herbert West, o Griffin de El hombre invisible, por citar tan sólo algunos casos, son herederos de esa fantasía delirante por conocer más. La curiosidad en sí no es un tema reprochable, sino que serán los métodos -y el terrible acompañamiento de los personajes siniestros que los secundarán en sus experimentos- los que los delimitarán como parias sociales, o como transgresores de toda norma natural. Como Prometeo, al final suelen ser castigados por su error.
El ladrón de cadáveres es un cuento rápido; la historia entretiene, desde un principio el tema mórbido atrapa al lector: un arruinado y borracho Fettes se encuentra en una taberna de mala muerte con un viejo doctor londinense muy reputado de apellido Macfarlane y allí ambos recuerdan las circunstancia en que se conocieron. Fettes fue un alumno destacado del doctor K., instruido para ser su segundo auxiliar de prácticas en cirugías. Como ayudante, tuvo que anfrentarse a la realidad nocturna y a negociar con hombres sin escrúpulos; así trabará amistad con el cruel Wolfe Macfarlane, quien le inducirá a guardar un terrible secreto: los resurreccionistas asesinan para llevar cadáveres frescos a las mesas de cirugía. El horror se desencadenará cuando un tal Gray atormente a Macfarlane con un oscuro enigma del pasado y éste decida deshacerse de él para siempre. A partir de este punto, Fettes y Macfarlane se verán envueltos en un torbellino provocado por la figura del muerto, que funciona como una conciencia que los persigue hasta el final, cuando deciden profanar ellos mismos otras tumbas para llenar su stock.
El cuento tuvo una amplia repercusión posterior. En el año 1943, un joven Robert Wise filma la película homónima, con la actuación estelar de Boris Karloff -posiblemente la mejor de su dilatada carrera- como el profanador Gray, además de contar con un fantástico Henry Daniell como el temido Macfarlane. El ambiente de la película, muy acorde con la atmósfera oscura posterior a la Segunda Guerra Mundial (y sobre todo en la productora R.K.O.), hacen de ella una buena adaptación, capaz de generar bastante más miedo que el original literario. Mucho debe el éxito de la producción a la magnífica actuación de Karloff como un siniestro Gray. Su voz profunda, además de su expresión característica, dotan al personaje de una oscuridad notable e inimitable. Además, es importante recalcar que compartió escenas con Béla Lugosi, quien fuera el inmortal Drácula en la película de Tod Browning (1931).
Robert Louis Stevenson nos entrega un cuento que ha quedado un tanto diluido entre su magnífica producción novelesca. Siempre es posible redescubrirlo, pues es innegable el valor que tiene como documento histórico, además de ser una narración increíble y capaz de generar una incomodidad terrible. El autor es elegante hasta en el último trazo, nunca prorrumpe en escenografías burdas ni detalles escabrosos, pues deja abierta a la imaginación del lector lo insinuado para lograr su cometido. No puede dejarse de lado tampoco la ayuda que le brindó el cine para hacer masiva su imagen en el inconsciente colectivo. Aún pone los pelos de punta la voz de Karloff gritando: “¡Nunca te librarás de mí!” en la noche tormentosa y oscura.