El año pasado, con la publicación de su primera novela, Consumidos (2014; Anagrama, 2016), David Cronenberg (Toronto, 1943) cumplió uno de sus anhelos de juventud: ser escritor, lejos del cableado y los decorados de cine. Esta es su primera incursión en el mundo de la letra impresa, más allá de entrevistas y algún guion que pueda encontrarse. Por supuesto, no es noticia que un director de cine se interese por otros registros artísticos. Algunos, como Dalton Trumbo, tuvieron un gran éxito en la literatura (obtuvo el National Book Award en 1939). Otros, se han interesado por la música y las artes plásticas, como David Lynch. No obstante, como es habitual, la vida de una persona da para poco, y el trabajo que conlleva perfeccionar un arte, hasta destacar en este mundo de eterna competencia, quita tiempo para pulir otras disciplinas, que permanecen en el olvido como un detalle interesante o psicoanalítico de la biografía del artista (a no ser que, como Pier Paolo Pasolini, se sea un virtuoso y lo mismo te dé una pluma que una cámara). Ni Trumbo se hizo famoso por sus novelas, ni Lynch lo será por su música. Y tampoco Cronenberg se consagrará con su libro. Por otro lado, ser un polímata, aunque sea a pequeña escala, conlleva la amenaza de caer en el error de confundir pequeños contactos tangenciales entre los diversos registros y pensar que, al haber una confluencia de narración e imagen, el que sabe pintar o escribir puede hacer una película, o viceversa.
A pesar de que Cronenberg tiene algo que contar y no se limita a presentar personajes en “una trepidante aventura”, a diferencia de otros escritores noveles que sólo emulan pastiche; a pesar de la profundidad de la trama, elementos habituales como la relación entre el consumo de las tecnologías, el cuerpo y los insectos, el cine, la medicina, y tantas otras cosas; a pesar de la modestia y ambición de la que ha hecho gala el director, apostando siempre por un cine tan grandilocuente como sencillo, tan novedoso como clásico; a pesar de todo, Consumidos no deja de ser una novela primeriza. La impresión que uno tiene al leerla es que podría ser una película muy interesante, con imágenes potentes y diálogos bien construidos, pero que, al cambiar de formato, lo bueno que pudiera tener es sepultado bajo errores de novato. Podríamos incidir en varios fallos (la falta de ritmo, de dinamismo entre los personajes y otras dificultades técnicas propias de todo escritor novel), pero dos de ellos resultan particularmente molestos.
Preparar una novela requiere un esfuerzo teórico de gran amplitud. Uno debe documentarse sobre lo que va a hablar (tiene que pensar antes lo que quiere decir), desarrollar a partir de ahí una trama con la que mostrar esa idea, detallar los personajes hasta que resulten lo suficientemente tridimensionales, que evolucionen y sean coherentes, sin ser rígidos. Esta tremenda arquitectura, con frecuencia, embota la mente del escritor, quien cree que cuantos más detalles y referencias dé más profundidad adquirirá la novela y mejor opinión tendrán de su creación literaria. El resultado de esta estrategia queda patente y no es digno de halagos.
Imaginen que Velázquez no hubiera borrado en ningún momento los bocetos que hiciera sobre Las Meninas, que hubiera empleado el mismo lienzo para esbozar los contornos, mezclar y probar colores… Aunque el resultado final pudiera haber sido bueno, este estará empañado por líneas negras, de brazos que se bifurcarán, de capas de color contrapuestas unas encima de otras sin sentido alguno. En resumen, el cuadro no se vería (o sería propio de ARCO). Más o menos la misma impresión da cuando un escritor retrata a un personaje como una celebridad que le influyó (estigmatizando con ello el destino del personaje), cuando no ocurre nada y sólo discuten de filosofía, o cuando se ofusca con ciertos detalles, como los puñeteros objetivos de las cámaras Nikon de los protagonistas. Todo ello con el único fin, según parece, de forzar una atmósfera como consecuencia del horror vacui: trasluce a través del estilo todo el trabajo que ha hecho, y es tanto como ver los engranajes de una maquinaria, el truco del mago, la falsedad y la subjetividad de lo que está escrito. Considero fundamental para la tarea del escritor eliminar el rastro de sí mismo en el libro, de modo que trascienda de su creador, para que el lector pueda ver en él una visión que le genere una experiencia genuina de la realidad. Todo lo demás, es vanidad; porque incluso aceptando que alguien pudiera tener una técnica literaria perfecta (Cronenberg no la tiene), habría que preguntarse, fuera del estilismo, qué valor puede tener un libro que habla de alguien. Por suerte, Cronenberg no intenta mostrar su «mundo interior» o escribir un panfleto, sino reflexiones que pueden ser pertinentes y nada banales. Esto le salva, aunque no sepa convertir en el papel lo que escribe para el celuloide.
Por otro lado, al dejar patentes tanto las influencias como la información, además de la tosquedad que supone que el lector te reconozca las intenciones en cada página, existe el problema narrativo de querer contarlo todo (y, como digo, de la forma más obvia posible). Así ocurre que Consumidos está repleto de sub-tramas que, aunque bien hiladas y con sentido, sólo tiene un ápice de confluencia al término de la novela. Son pequeñas historias paralelas que pueden tener un valor significativo en cuanto a lo que quiere representar Cronenberg, pero que son paja las más de las veces. En una entrevista literaria, Cronenberg confesaba que, desde su punto de vista, el orden y el caos van de la mano. Pero, quien vea una película de Cronenberg, se dará cuenta de que ese caos está más soterrado y es más sutil. En La mosca (1986), por tomar un ejemplo, la trama posee un número limitado de personajes, que actúan en principio con normalidad; la mutación conduce a que el organismo completo que constituye la película se modifique, el caos reina en el sistema, y a partir de él, los personajes cambian, adoptan un rol y desembocan en un final catártico. En Consumidos, la vorágine de personajes y sub-tramas, a pesar de no ser un galimatías incoherente, se le escapa de las manos, se nota forzado y afecta al ritmo de la novela, que en ocasiones se hace francamente pesado. Bombardea con escenas predecibles y demasiado parecidas (sexo, mutilaciones, e identificaciones freudianas); y el lector no tiene más remedio que aburrirse. Quizás esa repetición quiera ser un recurso para incidir en la misma alienación de los personajes, así como en sus obsesiones. Sin embargo, una técnica semejante (que puede verse maravillosamente expresada en Kafka) requiere de gran maestría para llevarlo a cabo. Nuevamente, el problema de Cronenberg es no comprender que el cine y la literatura no siguen las mismas reglas del juego.
Sin eludir estos defectos en su forma, Consumidos tiene un interesante contenido. Cronenberg no es un artista sin nada que aportar; tiene mucha inventiva y capacidad para crear complejas y retorcidas historias, todo ello agitado con los tópicos que han hecho su filmografía de culto. Insectos, enfermedades venéreas y sexo alienante, transformaciones corporales como tumores y mutilaciones, y esa peculiar forma de presentar una sociedad obsesionada «por su miedo enfermizo por la carne» (en palabras de Seth Brundle) a través de un contacto insaciable y estéril que es incapaz de generar una experiencia real sobre uno mismo. Estos elementos le sirven a Cronenberg para reflexionar sobre la identidad de uno mismo a través de un elemento bastante difícil de categorizar: el cuerpo. Este gesto le honra, pues es casi imposible encontrar a un autor que haya especulado tanto sobre esta cuestión como él. Se ha interesado siempre por los progresos en biología, y lo demuestra cuando evita, en cierto sentido, esa dicotomía cuerpo-mente. Para él, el organismo es un conjunto de células que pueden transformarse a sí mismas o por un impulso del mismo organismo (Cromosoma 3, 1979) o de la tecnología (Videodrome, 1983). Esta concepción que reta, artísticamente, a la ciencia en lo que respecta a la rigidez de los cuerpos, a su afán de conservación, es la que representa el término que acuñó y con el que más se le suele asociar: «Nueva Carne».
Consumidos no cuenta nada nuevo para quien ya ha visto su obra cinematográfica. Es precisamente por esto que no me explayaré sobre el mensaje o la filosofía que vertebra el libro. Para ello sería mucho mejor ver sus películas. Ahora bien, en Consumidos confluyen un Cronenberg más clásico, aquel de las grandes historias de terror venéreo, y el director que en estos últimos años ha llevado sus propias reflexiones a un terreno más realista, con películas como Una historia de violencia (2005) o Cosmópolis (2012), aunque igualmente emponzoñado en sus raíces por la enfermedad y dominado por los mismos significados. De ahí que posea características de ciencia-ficción y, sobre todo, de terror, pero que quedan como anomalías de un trasfondo cotidiano (por otro lado, siempre presente en sus películas, ya que los protagonistas no dejan de ser «tipos normales» a los que una anomalía les conduce a una catarsis).
Consumidos es, pues, una novela de principiante hecha por un cineasta de culto. Muchas veces se le ha achacado intelectualizar el terror y el cine gore, hasta conceder al género una profundidad que, hipotéticamente, según los críticos, no tiene. Creo un error desprestigiar los géneros, tanto como convertirlos en un mero cliché. Es agradable comprobar que Cronenberg es un artista que se ha interesado más que de ver películas y hacer guiños autorreferenciales (ha tenido que ser un principiante en tierra ajena para cometer tal desfachatez, que otros hacen en su propio terreno amparados por su grosera «genialidad»). Tiene su marca personal, quizás muy sobrexplotada; pero ello no quita que su fondo teórico es envidiable y que se ha interesado por unir el imaginario popular con la ciencia-ficción más realista posible. Desde el principio hace alarde de un vivo interés por transmitir a un público sin pretensiones un contenido inteligente y rompedor, y su libro no es una excepción. No deja, con todo de ser dudoso que una novela así, si hubiera sido escrita por otro cualquiera sin renombre, hubiera sido publicada. En el mejor de los casos, cabe la esperanza de que, en una exhibición de egolatría y patetismo, adapte su propia novela. Así podremos disfrutar mucho más del contenido del mismo y, a su vez, saltarnos por primera vez el libro para ver sólo la película.