Los niños tienen ceros, las niñas tienen unos
La trama principal del primer volumen del manga de Masamune Shirow Patrulla especial Ghost (1989-1991), plantea la eterna cuestión de si las inteligencias artificiales pueden llegar a tener consciencia, o mejor, si lo que entendemos por “vida” es algo tan cartesiano como sorprenderse a uno mismo reflexionando sobre su propia reflexión, o bien algo tan nietzschiano como asomarse al abismo de los arrojos pulsionales y los estremecimientos originarios de la carne.
Shirow nos presenta las estupendas aventuras policíacas (a pesar de lo precipitado de ciertas tramas o del gratuito humor colegial que a menudo arruina la tensión) de la Sección 9, unidad policial de élite en un Japón futurista en el que los cuerpos cyborgs y las inteligencias artificiales son parte de la vida cotidiana. El debate sobre la ética hacia las máquinas o la esencia de lo virtual fluctúa a lo largo de las páginas, pero sólo al final se aborda de manera directa; será el anime de Mamoru Oshii Ghost in the Shell, 1995) el que lo retome de una manera profunda y hermosa. La densa base filosófica de estas historias no es el miedo ante el posible despertar de la consciencia en los robots, sino cómo los humanos manejamos esa frontera que separa la vida del mero viviente (cuando la primera es asesinable sin cometer delito, se convierte en lo segundo: es la teoría del homo sacer, pero eso lo dejamos para otro artículo).
La mayor Motoko Kusanagi, un supercyborg de cuerpo acorazado, sentidos aumentados y camuflaje óptico, junto con unos compañeros asimismo protésicos (excepto uno) y un arsenal letal, deberá investigar la identidad de un peligroso hacker conocido como ‘el Titiritero’, capaz de infiltrarse en los bancos de datos institucionales o de piratear el cerebro electrónico de robots y cyborgs. La diferencia entre los primeros y los segundos es que, incluso si éstos cuentan con un cuerpo enteramente artificial, como Kusanagi, seguirán siendo tratados como humanos, poseerán consciencia de esa humanidad, libre albedrío, deseos e inconsciente o, como dicen ellos, poseerán un fantasma: un Ghost.
El ghost es el más allá del cuerpo cibernético, necesario para que éste sea considerado humano; el cuerpo, a su vez, es la prescindible apariencia del individuo, pudiéndose sacrificar si es necesario mientras permanezca intacta la placa madre que alberga el ghost. Éste puede navegar por el ciberespacio, comunicarse con otros ghosts, puede ser formateado por hackers o infectado por virus, descargar datos de la red o enchufarse a otras terminales a través de los puertos de su nuca. El planteamiento de nuestro artículo anterior parece ahora confirmarse: lo que hace humanos a estos cyborgs de hardwares reparables no es sólo hallar su reconocimiento en otros humanos, sino creerse que lo son, así que lo más singular y genuino que poseen, lo que desata sus pasiones, su sed de venganza, su pánico… es sólo una lámina imaginaria.
Empleo “lámina” adrede, como lo que Lacan en 1964 llamó lamelle: dicho muy fácil, el ingreso del individuo en el lenguaje, en el orden simbólico que le dice tú eres esto o aquello, tú eres niño, tú en cambio tienes vulva y por eso eres niña, instaura una falta en el sujeto. Siempre queda un resto sin encajar en el sujeto culturalmente sexuado, primero porque el reconocimiento de su identidad se cumple en un campo que no le pertenece, que le es exterior y estaba ya allí, que es el lenguaje; segundo porque la diferencia sexual lo aboca a la muerte individual con miras a la perpetuación de la especie.
Pues bien, esa lámina es vida en bruto, al margen de su determinación por el género, la historia y la identidad, y sólo es pensable no como pulsión orgánica, sin-tiempo e inmortal, sino como la sombra que nos separa de la muerte y el deterioro. Nos existe como la imagen virtual de lo que no somos, de nuestro origen antes de ser quienes somos, la posibilidad de aún-no ser: es el motor de deseos, sueños y fantasías, o lo que impulsa a Kusanagi a preguntarse qué le hace seguir llamándose humana. En otras palabras, en la identidad cultural (tú tienes pene, eres un niño) hay un agujero de sentido (¿por qué me decís que soy un niño? Porque tienes pene) que sólo puede ser pensado como una forma virtual que se vuelve la única verdad que el sujeto puede decir suya (yo tengo pene, me decís que soy niño, pero mirad bien: soy niña). Si por fin defendemos lo virtual como lo que está más acá de nuestro cuerpo, imaginado en su afuera del lenguaje, entonces la Mayor Kusanagi podrá ser “ella” a pesar de tener otras apariencias, ser un hombre, o ser Scarlett Johansson.
Ciberespacio eres tú
‘El Titiritero’ realiza una especie de coito virtual con Kusanagi, ambos sin cuerpo, para alumbrar una nueva forma de vida ajena a la biología, de apariencia masculina y con el ghost femenino de la Mayor, que habitará “la inmensidad de las redes”. ‘El Titiritero’ cree que copulando, y no copiándose cual programa informático, podrá coquetear con la aleatoriedad y la catástrofe y sentirse un eslabón más de una especie cuyo éxito depende de que sus individuos estén destinados a morir. Él vive si, a pesar de la imposibilidad intrínseca de su naturaleza sintética, puede componer la imagen de su muerte, pero sólo si antes se creerá sexuado: una fantasía húmeda con efectos de verdad.
Wintermute, por su parte, se da a ver a Case como hombre y como mujer; más tarde su condición no-humana le hará conectar con inteligencias artifíciales de sistemas solares extraterrestres. Entonces ¿con quién hace el amor Case cuando lo hace con Linda? ¿Con una entidad-sin-identidad? ¿O que esa entidad se revele como la antigua novia implica que ese momento es la verdad, que para Case ella es Linda, al margen de lo que vaya a ser más tarde?
Esto me recuerda a la famosa escena de Demolition Man en la que un Stallone que despierta en el futuro asiste con horror a que el amor se hace por medio de unos electrodos conectados a la cabeza, los dos amantes sentados frente a frente. Stallone quiere sexo de verdad, con sudor, posturas, etécetera, así que al final le descubre a ella lo mucho que se estaba perdiendo. Si bien la moraleja pueda ser simpática, para los productores de la película sólo el sexo con penetración es el auténtico: el sexo es dejarse embestir por el cuerpo ciclado de Stallone. Y es que olvidan que siempre intervienen las fantasías, siempre hay un revestimiento imaginario que hace posible toda experiencia real (¿cómo hablar de “posturas” si no?), una distancia virtual respecto al otro cuerpo para gestionar desde el placer sexual lo que sería, en cambio, simplemente, un coito. Tal vez para ella sea más verdadero y placentero un rato de onanismo con la imagen de un Stallone de celuloide, a la que dota de virtudes que puede que sean falsas, invirtiendo los roles por ejemplo, antes que soportar las enseñanzas del American Stallon en vivo y en directo…
Pero ¿y el amor? El amor es ese entramado de imágenes que abarca todos los tiempos del sujeto y se pone en marcha en cada ocasión para justificar, retroactivamente, que se está enamorado. El amor es sincero porque siempre es virtual, es lo más verdadero para el sujeto porque es lo que trepana su lugar y tiempo históricos y lo arroja al sotobosque exuberante de memorias, identificaciones, proyecciones, deseos y fantasmas que se agitan de un modo u otro en cada actualidad. Enamorándonos, nos perdemos en el encuentro de la superficie fenoménica del otro sujeto, vibrante a su vez de su deseo, con la carga inconsciente que le adjudicamos y que creemos le pertenece desde siempre: por eso, porque cada momento de amor se causa hacia atrás, no dura muchos años. Pero, se dirá, todo depende de cómo se reinventen las situaciones.
Trinity enamorada. Un canto a la post-verdad
Para concluir, destaco el detalle tal vez más problemático de la saga Matrix (sin temor de spoilear, a estas alturas todos la hemos visto). En la maravillosa primera entrega, cuando Neo muere en el mundo virtual, regresa a la vida tras un beso de Trinity en el mundo real: puede que sea sólo efecto del montaje, pero así lo parece. En la segunda entrega la que muere en el mundo virtual es Trinity, y Neo, sin salir de Matrix, la hace revivir manipulando su proyección mental; si moría la mente, moría el cuerpo, así que ella revive también en el mundo real. Alma-cuerpo, psique-carne. La moraleja del Oráculo es la de todo oráculo: se invita al individuo a edificar no ya su propio destino, algo un tanto indecoroso, pero sí a ser responsable en cada momento de su hacer. Así, Trinity y Neo, para salvarse respectivamente en cada ocasión, se conducen contra toda posibilidad (¡revivir a los muertos!): ambos se aman, se aman tanto que siguen juntos aunque puede que hayan muerto ya desde la primera película, porque se amarán en imágenes de deseo a las que vuelven verdades, lo harán como fantasmas gracias (aquí está la clave) al mundo virtual de Matrix.
En Neuromante el plan maestro que reúne al equipo de Case, Molly, los rastafaris, Riviera y Armitage, pretende salvar a una inteligencia artificial autoconsciente que trasciende el lenguaje de su propia programación. De la palabra clave que la define y, nombrándola, la liberaría, dice:
Podría decirse que lo que yo soy se define por el hecho de que no lo sé, porque no puedo saberlo. Yo soy aquello que no conoce la palabra. Si tú la conocieses, y me la dijeras, yo no podría conocerla. Estoy construido así. Es otra persona quien tiene que aprenderla y traerla hasta aquí […].
Su esencia está entre la palabra que la identifica pero que no le pertenece, y la profunda falta que eso conlleva, que hace que siempre quede un vacío por rellenar. Se rellenará con una imagen que será verdadera porque es anhelo, es idea de pasado, de felicidad, de muerte, de aún-no del nombre, de libertad. Por eso el amor imposible de Neo y Trinity será verdad, porque abren imaginariamente la posibilidad de amarse.
Entonces ¿todo vale? Cualquiera puede componer imágenes, ¿todas ellas serán eficaces de cara a la realidad del individuo? ¿Cómo manejar esto? Voces como Matteo Renzi, el grupo Prisa o The Economist, lo llaman con preocupación la era de la “post-verdad”, en la que lo que importa no es que las sentencias de unos u otros tengan relación con los supuestos hechos objetivos, sino los efectos de verdad que produzcan. Tal vez no podamos salir del imperio de las verdades que construyen, por ejemplo, los partidos de Marine Le Pen o Albert Rivera sobre los inmigrantes, el Partido Popular sobre los crímenes del franquismo, o el grupo Prisa sobre la izquierda latinoamericana, aunque sean infames e injustas, porque están ahí, generan una serie de contenidos, asociaciones y repercusiones históricas, conmueven unos afectos y unas memorias, y tienen nefastas ramificaciones a nivel político y cultural. Tal vez la actitud a adoptar no sea negarlas ni rechazarlas como falsas, sino abrumarnos de post-verdad, de mentira, de fantaseos, de fantasmas, y admitir que toda imagen es verdad porque es lo que se expone a sí misma, como diría Benjamin, en el momento de su revelación histórica.
Como frente al Oráculo, nuestra responsabilidad ante las imágenes es saber cómo se ocasionan e instauran en tanto que verdades, cuáles son las condiciones que las hacen posibles y las construyen como si desde siempre soportaran su identidad. Se podrá así abrir el tiempo para otras verdades, imágenes igualmente efectivas, igualmente políticas, o saber manejar las coyunturas y adelantarse a que en otros momentos, otros sujetos hagan posible la imagen, por ejemplo, del transexual como aberración biológica. Y aquí volvemos a nuestro punto de partida.
¿Qué era verdad, la identidad legal de Manning cuando fue detenida, o la identidad por entonces aún virtual de su realidad de género? Como nos lo demuestran las hermanas Wachowsky, que dirigieron Matrix (1999) cuando todavía no habían iniciado su transición, la verdad más íntima y compleja de un sujeto es algo virtual, que etimológicamente se refiere tanto a lo que va a ser pero aún no (una reverberación de imagen que justifica su pasado desde un futuro de posibilidad), como a lo que le es más propio, sus atributos, sus virtudes.