A continuación, podéis leer, por cortesía de Satori Ediciones, el capítulo introductorio del caso El asesinato de la cuesta D, desde hoy en librerías, primero de Los casos del detective Kogoro Akechi, el detective amateur creado en 1925 por Edogawa Rampo, y verdadero icono de la literatura policíaca japonesa: en esta recopilación, Akechi se enfrenta a misterios con un poso macabro y sobrenatural.

Cartel japonés para Los casos del detective Kogoro Akechi de Edogawa Rampo

Primera parte: Los hechos

Aquello ocurrió una noche de bochorno a principios de septiembre. Como de costumbre, yo estaba tomando un café con hielo en la cafetería Shiraumeken, situada a mitad de la Cuesta D. Por entonces acababa de graduarme en la universidad y aún no había encontrado empleo, así que pasaba los días ocioso leyendo en mi pensión y, cuando me cansaba de leer, salía a dar un paseo sin rumbo o me dedicaba a ir de cafetería en cafetería, entretenimiento que no me suponía mucho gasto. Como Shiraumeken quedaba cerca de mi pensión, además ser un lugar de paso hacia cualquier punto importante de la ciudad, frecuentaba esta cafetería más a menudo que ninguna otra. Pero tenía la mala costumbre de pasarme allí horas y horas sentado a la misma mesa. Fácilmente podía quedarme una o dos horas mientras tomaba unas tazas del café más barato sin pedir nada de comer porque soy de poco apetito, aunque, a decir verdad, también era porque andaba escaso de dinero. Que me pasara las horas muertas en la cafetería Shiraumeken, tampoco se debía a que me sintiera atraído por alguna camarera en particular ni para tontear con ellas. Simplemente me encontraba a gusto en ese ambiente alegre y relajado. Esa noche me senté a la mesa de siempre, junto a la ventana que daba a la avenida, y estuve mirando fuera distraídamente mientras me tomaba un café con hielo, deleitándome en esta simple ocupación unos diez minutos.

La Cuesta D en la que se hallaba la cafetería Shiraumeken había sido antaño un lugar de interés turístico porque albergaba una exposición de muñecas adornadas con crisantemos, muestra que se celebraba cada otoño[1]. Para acoger esta delicada exhibición, la Cuesta había sido ensanchada dentro del plan de renovación general de la ciudad durante las eras Meiji y Taisho. Así que la singular historia que me dispongo a relatar ocurrió cuando la Cuesta había sido recién ampliada y estaba mucho menos concurrida que ahora, y cuando aún quedaban descampados aquí y allá a ambos lados de la misma. Al otro lado de la Cuesta D, justo enfrente de Shiraumeken, había una librería de viejo. En realidad, esa noche había estado observando la librería durante un rato. A pesar de tratarse de un humilde local más de una zona de las afueras poco digno de atención, me sentía particularmente atraído por él. El motivo era un extraño hombre llamado Kogoro Akechi, al que había conocido hacía poco tiempo en la cafetería Shiraumeken. Cuanto más conversaba con él, más excéntrico me parecía, pero no se podía negar que era inteligente en grado sumo, e hice buenas migas con él porque era un gran aficionado a las novelas de detectives. Kogoro Akechi me había comentado unos días antes que la esposa del dueño de la librería había sido una amiga de su infancia. Según yo recordaba por haber comprado algunas veces en la librería, esa mujer era muy hermosa. Además emanaba un cierto encanto sensual que atraía a los hombres, pese a que no sabría definir en qué consistía exactamente. Como ella siempre se quedaba de guardia por las noches en la librería, por fuerza tenía que estar esa noche también. La busqué por todos los rincones del pequeño local de apenas cinco metros cuadrados, pero no había nadie. Entonces, convencido de que la hermosa mujer tendría que aparecer sin mucho tardar, la estuve esperando desde mi atalaya de la cafetería con los ojos bien abiertos y alerta.

Sin embargo, ella no aparecía. Cuando ya me hube cansado de la infructuosa espera e iba a desviar la vista hacia la relojería de al lado, me percaté de que las rendijas de la puerta corredera que separaba la librería del interior de la vivienda se cerraron de golpe. Esa puerta de separación tradicional, que los artesanos en la materia llaman musō, era de doble celosía, y las rendijas de un centímetro y medio de ancho también podían abrirse y cerrarse para ventilar el local y dejar pasar la luz. Pero había algo de lo más extraño. Un negocio como una librería, que está muy expuesto a los hurtos, es imprescindible vigilarlo desde el interior de la vivienda a través de los intersticios de la puerta corredera cuando la librería se queda desierta. Así pues, es absurdo e imprudente dejar cerrados esos intersticios. Para empezar, no era normal que no solo las rendijas, sino la propia puerta permanecieran cerradas una noche de tanto calor a principios de septiembre; si hubiéramos estado en invierno, no hubiera resultado tan extraño. Al reflexionar sobre este particular, me pareció que algo podía estar sucediendo en el interior de la vivienda y por ello no aparté la vista de la puerta.

Respecto a la esposa del librero, había escuchado alguna que otra vez rumores extraños en boca de las camareras de la cafetería. Parecía tratarse de la continuación de una serie cotilleos realizados entre las mujeres cuando se encontraban en los baños públicos. En una ocasión una de las camareras había comentado:

—La señora de la librería de viejo es muy guapa, pero tiene el cuerpo lleno de moratones. Seguro que son marcas de golpes y pellizcos. Qué raro, ¿verdad?, porque no parece para nada que se lleve mal con su marido.

En respuesta a ese comentario, otra camarera añadió:

—La señora del restaurante de fideos soba Asahiya, que está al mismo lado de la calle, también tiene marcas de golpes.

En ese momento, no presté demasiada atención a esos rumores y concluí lisa y llanamente que sus maridos respectivos las maltrataban. No obstante, queridos lectores, no se trataba solo de lo que yo pensaba. Más tarde salió a la luz que esos rumores en apariencia tan triviales tuvieron gran implicación en esta historia.

En todo caso, yo seguí con la vista clavada en el mismo lugar durante casi media hora. Podría decirse que abrigaba un presentimiento; inexplicablemente me daba la sensación de que algo iba a suceder de un momento a otro, por lo que no podía apartar la mirada de la librería. Fue en ese instante cuando Kogoro Akechi, al que he mencionado antes, vestido con un quimono ligero de algodón estampado con rayas verticales anchas, se acercó caminando con su característico balanceo de hombros hasta la ventana donde yo estaba. Cuando advirtió mi presencia, me saludó con una reverencia y entró en la cafetería. Pidió un café con hielo y se sentó a mi lado mirando hacia la ventana igual que yo. Y, al darse cuenta de que yo tenía los ojos clavados en un punto, siguió mi mirada y se fijó en la librería de enfrente. Curiosamente, también él comenzó a observar ese punto con gran interés.

De esa manera, mientras observábamos el mismo punto como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, intercambiamos una retahíla de palabras insustanciales. Ya no me acuerdo de nuestra conversación, lo que, por otra parte, tampoco tiene que ver demasiado con esta historia, así que voy a resumir nuestra charla de esa noche, que giró principalmente en torno a crímenes y detectives. A modo de ejemplo he aquí un comentario de Akechi:

—¿Sería absolutamente imposible cometer el crimen perfecto? Estoy convencido de que el crimen perfecto existe. Por ejemplo, pensemos en el relato de Junichiro Tanizaki A medio camino[2]. Estoy más que seguro de que un crimen de ese tipo no puede ser descubierto jamás en la vida real. Aunque el detective sí lo descubre en la novela, el éxito de su investigación se debe a la extraordinaria imaginación del autor.

—No, no estoy de acuerdo. En la práctica, podría ser que por azar un crimen quedara sin solución, pero en teoría no hay ningún crimen imposible de descubrirse. Se trata simplemente de que no existe en la vida real un gran detective como el personaje de A medio camino —rebatí.

Eso fue de lo que estuvimos hablando grosso modo. Sin embargo, en un momento dado, nos quedamos en silencio porque nos dimos cuenta de que algo curioso estaba pasando en el interior de la librería de la que, por otra parte, no habíamos apartado la mirada durante nuestra charla.

—Parece que también te has dado cuenta, ¿verdad? ―murmuré yo.

Akechi me contestó de inmediato:

―También te parece que están robando libros, ¿no? Es de lo más raro. Me he estado fijando desde que me senté aquí. Acaba de entrar una cuarta persona.

―Hace apenas media hora que llegaste y ya han entrado hasta cuatro personas. Resulta un poco extraño. He estado observando desde antes de que llegaras. Fíjate en la puerta interior; hace una hora vi como cerraban las rendijas de aquella parte de la celosía y no he dejado de prestar atención desde entonces.

―¿No será sencillamente que los dueños de la librería están fuera?

―Pero aquella puerta no se ha abierto ni una vez. Supongo que pueden haber salido de la casa por la puerta trasera… De todos modos es muy raro que no se haya quedado nadie vigilando la tienda durante más de media hora. ¿Por qué no nos acercamos a ver? ―sugerí.

―Pues sí. Aunque no haya sucedido nada grave dentro, es probable que esté pasado algo.

Salimos de la cafetería. En cierto modo me ilusionaba pensar que se trataba de un crimen. Sin duda, Akechi imaginaba lo mismo porque lo notaba más que entusiasmado.

La vulgar librería de viejo tenía el suelo entarimado y estanterías en tres paredes, la del fondo y las laterales. Las estanterías, que llegaban desde el suelo hasta el techo, tenían en su base una mesa expositora en la que se apilaban los libros. En el centro del local, una mesa rectangular para exponer y apilar libros estaba instalada como una isla. Y la puerta de celosía en cuestión, de casi un metro de ancho, se situaba en el lado derecho de la estantería del fondo para dar paso a la vivienda. Habitualmente el propietario —o su esposa— estaba sentado en el suelo de tatami del local, de poco más de un metro cuadrado, para atender el negocio.

Akechi y yo nos adentramos hasta el suelo de tatami y llamamos en voz alta hacia el interior de la vivienda, pero no obtuvimos respuesta. Tal como habíamos supuesto, parecía no haber nadie en la casa. Cuando me atreví a descorrer un poco la puerta y atisbé el interior, pude comprobar que estaba completamente oscuro, pero distinguí una sombra humana desplomada en un rincón. Receloso, le dirigí unas palabras, pero tampoco respondió.

―No importa. Entremos.

Pasamos al interior ruidosamente. Akechi encendió la luz. «¡Ah!», en ese instante gritamos asustados al mismo tiempo. En un rincón de la habitación iluminada yacía el cadáver de una mujer.

―Es la señora de la casa ―articulé a duras penas―. Parece que la han estrangulado, ¿verdad?

Akechi se acercó al cuerpo y lo examinó.

―Ya no hay esperanza de reanimarla. Avisemos sin falta a la policía. Me acerco yo al teléfono público. Tú, quédate aquí. Será mejor que no digamos nada al vecindario para que no se pierda ninguna pista ―dijo Akechi en tono imperativo, y se fue corriendo al teléfono público que había a unos cincuenta metros de allí.

Notas

[1]
El origen de la exposición se debe a los numerosos viveros que se ubicaban en ese lugar a las afueras de Edo, la actual Tokio, durante la era homónima. Los muñecos a tamaño real adornados de crisantemos eran creados por los jardineros del lugar y representaban, por ejemplo, escenas de teatro kabuki.

[2] Rampo elogió este relato como obra pionera de las novelas de detectives de Japón.