H. P. Lovecraft murió hace 80 años, pero su legado sigue muy presente en sus cuentos y en su influencia hacia otros autores en muy diversos medios. Honramos su memoria con la reseña de uno de sus mejores cuentos, El horror de Dunwich.
Las imágenes de este artículo pertenecen a la edición ilustrada de Libros del Zorro Rojo (2008), realizadas por el dibujante argentino Santiago Caruso, y publicadas con permiso de la editorial.
Aunque Howard Phillips Lovecraft no fue autor de una única obra, un único relato puede resumir toda su producción literaria. El Solitario de Providence escribió El horror de Dunwich en 1928, ya en plena madurez creativa (había debutado en 1917), cotizado como negro y corrector de autores más mediocres que él, admirado por una plétora de seguidores con los que mantendría una larga y reverencial correspondencia y que le retribuirían, a su muerte en 1937, con los honores de la gloria eterna al impedir que sus cuentos y novelas cayeran en el olvido. El relato se publicó en 1929 en Weird Tales, la publicación de cabecera del más célebre escritor de nueva Inglaterra. En orden cronológico, fue su siguiente producto tras El caso de Charles Dexter Ward, con el que guarda varios puntos en común.
Dentro de la artificial mitología de Cthulhu (artificial en el medida en que responde a un cánon impuesto por sus seguidores, sobre todo por August Derleth), ocupa el sexto lugar por orden de prelación de los trece cuentos que constituyen el censo sobre entidades primigenias que acechan a la humanidad y conspiran para destruirla. Lovecraft está verdaderamente inspirado en Dunwich; no sólo redactará uno de sus mejores cuentos, sino también uno de los más terroríficos.
“El día era agradable, pero incluso bajo la más brillante luz del sol, una especie de quieto temor y presagio parecía cernirse sobre las colinas […] y los barrancos profundos y sombríos de la desolada región”
Para generar miedo, dispone de la manera más efectiva algunos de sus procedimientos más recurrentes. Por ejemplo, ya desde su impecable introducción nos presenta una región extraña y sórdida, recelosa y a su vez celosa de sus costumbres y de sus lugares. Tan vívidas son sus descripciones -más contenidas esta vez de lo que suele ser habitual en un amigo tan destacado por los epítetos recargados y abrumadores- que el lector pasea por los alrededores de Dunwich en tensión y constante alerta.
Los graznidos de los chotacabras suenan a carcajadas siniestras y resuenan como augurios fatales; los ruidos en las colinas donde despuntan los túmulos obligan a acelerar el paso; los olores fétidos de los monolitos dedicados a antiguos cultos hacen que los visitantes se lo piensen dos veces antes de pararse a curiosear; las granjas aisladas no son cálidas ni acogedoras.
Lovecraft logra ya desde el inicio que el lector se sienta extraño y fuera de lugar en este paraje, intruso impertinente en las vidas de las «figuras solitarias y arrugadas, silenciosas y furtivas», quizás por influencia del paisaje, que habitan desde hace siglos por el área. «La gente del lugar -escribe- ha caído en una decadencia repulsiva, avanzando sin tregua por el camino de la regresión«. En Dunwich no moran esos seres semiacuáticos que sí perviven en Innsmouth, pero la endogamia hace mella en rasgos similares, en apellidos idénticos, en el poder de la sangre. Dunwich es un sitio «ridículamente viejo» cuya construcción más moderna data de más de un siglo. Lovecraft convertirá esta degeneración en el punto de partida del catastrófico suceso que separará a la comarca de la civilización y de los mapas.
“Ahora Armitage creyó captar la presencia cercana de cierta parte terrible del horror invasor y vislumbrar un infernal avance en los negros dominios de una pesadilla antigua y, en otros tiempos, pasiva”
En una de esas granjas aisladas nacerá de una mujer albina, hija de un Whateley con ascendencias mágicas (conviene señalar que parte de los antiguos fundadores procedieron de Salem), un muchacho llamado Wilbur, negro como la pez, de rostro caprino, dotado de una constitución anómala: a los siete meses ya será capaz de caminar por su cuenta, y antes de cumplir el año, de hablar. Wilbur crecerá sin pausa hasta su violenta muerte a los 15 años, mientras intenta asaltar una biblioteca para hacerse con el Necronomicon. La vertiginosa descomposición de su cuerpo es digna de ser leída a oscuras; la escena es tan gráfica que se percibe su influencia en John Carpenter y en tantos otros cineastas con pedigrí terrorífico de los sesenta y los tardo-ochenta.
Antes de que Dunwich celebre la muerte de esta «gárgola morena y cabría», habrá tenido que sufrir la reclusión del «niño» y de su abuelo con la peor fama de hechicero; la desaparición repentina y nocturna de la madre albina; las escaladas extemporáneas, cual cabra, del joven hacia los túmulos indios; la merma infinita del ganado que los Whateley compran sin pausa, los gritos, el coro de los siniestras chotacabras. Wilbur y su abuelo son vecinos temidos e indeseables, pero sobre los que el resto de habitantes no muestra un gran interés inicial: sus rarezas, con todo, encajan incluso con la «normalidad» anhelada por los moradores de estos páramos. De hecho, «la gente de Dunwich era reacia a llamar la atención del mundo exterior sobre ellos mismos.»
Será la muerte de Wilbur, lejos de su Dunwich natal, la que atraerá a los extraños mentecatos y metomentodo que, paradójicamente, salvarán la región de una amenaza mayor que las extravagancias formales de nieto y abuelo.
A partir del fallecimiento de Wilbur empieza el verdadero horror de Dunwich. Es probable que Lovecraft leyera al Bram Stoker de La guarida del gusano blanco, porque se intuyen algunas de sus aportaciones e ideas en el desarrollo de su cuento. Olores, ruidos y sombras adquieren ahora materialización, dejan de ser elementos puntuales para convertirse en la banda sonora del terror más profundo, visceral y despiadado. Marean y asfixian. Juntos y revueltos, unidos a una tormenta casi de cataclismo y a una presencia que arrasa la región con ferocidad destructora, sacarán a los habitantes de Dunwich de su letargo y de sus rutinas para combatirla. Sus reticencias hacia los extraños quedarán aparcadas cuando los doctores Armitage, Morgan y Rice se planten en Dunwich para evitar la destrucción total de la humanidad.
En los compases finales del drama, crecerá la admiración del lector por el instinto y el talento de Lovecraft. Por ejemplo, la luz diurna y los teléfonos servirán al Solitario de Providence para construir dos de las escenas más espectaculares que haya dado el género: los segundos servirán como vehículo de la agonía de una familia y de la impotencia de sus vecinos al no poder salvarlos; la luz, por su parte, tendrá como objetivo que no se nos escape, ni tampoco a los habitantes de Dunwich, la lucha desesperada, desigual, contra la entidad monstruosa que emprenderán Armitage, Morgan y Rice.
Para lograr los efectos pretendidos, y ampliamente logrados, Lovecraft abandonará la primera persona tan querida, y eficaz, de la mayoría de sus narraciones. De manera casi excepcional, diluirá el protagonismo, que será coral. En El horror de Dunwich no hay mayor protagonista que esa región esquiva, arcaica, atrasada y repulsiva. Es lo único que pervivirá cuando la humanidad sea, como esperan esas monstruosidades astrales, una ínfima mota de polvo en las pesadillas del cosmos.
“-Ygnaiih… ygnaiih… thflthkh’ngha… Yog-Shothoth…-resonaba el horrendo graznido caído del cielo-. Y’bthnk…h’ehye n’grkdl’h…”
Joaquín, después de leer tu artículo voy a tener que releer a Lovecraft.
Un abrazo,
Roberto