Las aventuras sobre Baltimore, el «detetive de lo oculto» creado por Mike Mignola y Christopher Golden, son un buen recital terrorífico, que los lectores más puristas agradecerán. Las estampas y los motivos más reconocibles se dan cita en Los barcos de la plaga y Las campanas de la maldición, los dos primeros títulos de una larga saga en -por ahora- ocho volúmenes recopilatorios.
Es de noche y la lluvia cae sobre un pequeño pueblo francés llamado Villefranche. Un soldado, cargado de armas, pierna de madera clavándose en los charcos y con mirada de acero, se abre paso entre la oscuridad. Como veremos más adelante, su nombre es Lord Henry Baltimore. El año es 1916 y un sable empapado de agua y sangre se abre paso entre las costillas de un alemán pasado a mejor vida cuyo ejército es ahora el de los no-muertos. Baltimore no se detiene y sigue cazando. Los hijos de las sombras huyen entre calles marcadas con la palabra quarantaine y por una ventana se asoma un rostro comido por una extraña enfermedad. Ruedan cabezas, un gigantesco murciélago de torva mirada cae arponeado mientras un cuervo alza el vuelo a través de su boca y un dirigible arde en el cielo galo. Una gitana observa el caos interrogando al agua mientras nosotros hacemos lo propio con ella.
Esta sucesión de imágenes, que dan inicio a Los barcos de la plaga, (Norma Editorial, 2012) primer tomo recopilatorio de las historias de Lord Baltimore, convocan todo aquello que nos apasiona del terror de tal manera que es muy difícil sustraerse a su encanto. “¿Quién son estos Mike Mignola y Christopher Golden?”, podríamos decir, “¿quiénes son estas preclaras mentes que tan bien parecen saber pulsar las cuerdas de lo que de atávico hay en el terror?”. Tal es la fuerza con la que esta introducción irrumpe ante nuestros ojos. A Mignola ya le conocemos por razones que sobraría mencionar aquí; no tanto a Golden, escritor fajado en la fantasía y el suspense (principalmente en las adaptaciones literarias de Buffy: Cazavampiros) con una escueta participación en el mundo del cómic. Son ellos, junto a Ben Stenbeck a los pinceles (Mignola principalmente escribe y se limita a las portadas y algún que otro dibujo ocasional) y Dave Stewart al color quienes componen y a quienes hemos de agradecer el tapiz de las aventuras de este cazador de las tinieblas.
Este primer número nos pone en la pierna y media de Lord Henry Baltimore. Combatiente inglés en los lodazales de la Primera Guerra Mundial, víctima de la obstinación y estupidez de sus superiores «typical British», recuerdo ahora que me dijo un inglés al respecto). Un ataque nocturno que sale mal, ametralladoras de posición seccionando vidas y la pura imagen del horror en forma de vampiros succionando lo que queda de la vida de los compañeros masacrados. Uno de ellos se le aproxima y Baltimore, que apenas puede arrastrarse, amarra una bayoneta y cruza la cara del murciélago. “Nos contentábamos con alimentarnos de los muertos y los moribundos, pero tú has hecho de esto una guerra” le dirá Haigus, pues ése es su nombre. ¿No era suficiente con el káiser Guillermo? Y aún habrá otra cuestión que convierta este combate en una cuestión personal antes que escatológica, que dejo a desentrañar en vuestra lectura.
Puede sonar a gastado lo de “cazador de las tinieblas”, pero, digámoslo cuanto antes y quitémonos este peso de encima, ¿a quién le importa? En cuanto tal no es sino un arquetipo a través del cual armar una historia, una buena historia, tan vieja como la del combate entre la luz y la oscuridad, el poder de la sangre y la fina línea entre la venganza cabal y la locura. No es el qué, es el cómo. Las posibilidades están todas ellas reposando dentro de tal figura psicológica y literaria. Es cuestión de sabiduría extraer todo su potencial vivificante, de pasión en su más estricto sentido y de actualidad si no queremos caer en la mediocridad de los clichés mal usados. Este tebeo está muy lejos de lo segundo y bordea con elegante pulso lo primero. ¡Claro que es Ahab contra la ballena y su mixtura de obsesión y versos bíblicos! ¡Por supuesto que también es Solomon Kane, callado, conocedor de los caminos y con la mente fija en clavar la última estaca! ¿Y no resulta maravilloso que sea así?
A través de una cuidada planificación de las imágenes, Los barcos de la plaga nos sitúa en el remolino de venganza de lord Baltimore en un mundo realmente turbio y más allá del borde del colapso (¿será ese nombre, por cierto, un posible guiño a Sir Lord Baltimore? Si no lo es no importa, es una banda a la que deberíais prestarle atención). La Primera Guerra Mundial se deshace entre jirones de carne dejando paso a una extraña plaga que come con pústulas repugnantes la cara de los vivos y los transforma en muertos vivientes, contagio que no hace sino agravarse cuando Haigus decreta la guerra contra la raza humana. Los cuerpos se amontonan en las calles para ser quemados o son cargados en barcos que arden mediante idéntico fuego purificador. Cuarentena, cuarentena. No sólo física, sino también espiritual, la del alma. “Su carne arde, pero la criatura no perece hasta que el alma del vampiro muere también” le susurra un monje a Baltimore. Ha tenido una visión, es la Muerte Roja (Poe no podía faltar) y “Dios os ha llamado a las armas contra ella”. A lo que, todo sea dicho, Baltimore responde con sorna: “si Dios tiene otra misión para mí, que se busque sus propios soldados”. Y aún falta por hacer acto de aparición el juez Duvic, nuestro Matthew Hopkins particular, el que decide quién confraterniza con demonios y quién no, como así demuestra vivamente en las páginas finales de este primer tomo.
A este pastiche, esta acumulación de lugares comunes a mayor gloria del género de terror (nada en contra, todo lo contrario, si logra, y vaya si lo hace, la muy loable misión del entretenimiento por el entretenimiento), Mignola et alii logran añadir su personal visión tejiendo así un mundo propio que se va hilando mediante sugerentes y potentes ideas e imágenes-fuerza. Observemos, si no, ese saludo más o menos sutil al símbolo del paraíso perdido en forma de comentarios y vidrieras policromadas, ese adentrarse entre las medusas espectrales y hodgsonianas, detalles como los soldados de plomo caídos en la casa solariega de Baltimore o la lucha contra los boches steampunk submarinos (y sí, queda tan bien como suena).
Y si en Los barcos de la plaga dábamos los primeros pasos dentro de este universo, la vorágine devocional por la parte más oscura del género fantástico se desata en el siguiente número, Las campanas de la malcición (Norma Editorial, 2013), en el que, siguiendo las huellas de Haigus, lord Baltimore llega a Lucerna. Lo que allí encuentra es una escalera de abominación para mayor disfrute del público lector. Una escalera que, no lo vamos a negar, tiene algún que otro tramo metido con calzador que nada aporta a la trama ni amplía la proyección de los personajes, pero que, por otra parte, nos regala de nuevo, y no es aventurado decir que ésa era simplemente la intención, ilustraciones de vocación icónica. Allí, entre Lucerna y el pueblito de Bludeschtag (guiño, guiño), se va concatenando una serie de elementos, algunos tópicos y otros no tanto, que destilan ese cariño y calor del crucifijo en llamas y el cáliz rebosante de sangre: la taberna hammeriana hundida en el sopor, el miedo y el alcohol (¡la mención a Peter Cushing y la aparición de Ingrid Pitt no eran en vano!) Y toda su intención tiene también el gesto hacia Bernie Wrightson (¿es posible que la vampira rubia a la izquierda de “Ingrid Pitt” en su primera aparición sea Madeline Smith?); el estúpido y presuntuoso Hodges como contrapunto a Baltimore, el siempre bienvenido esoterismo nazi de andar por casa, la serpiente y la cruz, “nuestro amo huyó de este mundo a otro, y cayó en un profundo sueño. De vez en cuando, sus sueños creaban nuevos monstruos en el mundo”, el juez Duvic purificando el mal a base de tenazas hendiendo la carne, el convento maldito, un ejército de esclavos para dominar a la humanidad, la atmósfera a base de tonos sombríos y rojos, los relieves macabros y grotescos…
Es Baltimore un título que aúlla con todo su corazón en nuestras estanterías coronadas por un busto de Palas Atenea y que trae a nuestro cuerpo el mismo juego de sensaciones que cuando vemos por enésima vez The Curse of the Werewolf, leemos el nombre de Vincent Price en un Quatermass o escuchamos el November Coming Fire de Samhain… si es que verdaderamente somos hijos de la noche. La luna llena se yergue sobre los cadáveres abandonados en un convento y un viejo órgano resuena entre los muros de piedra. La caza continúa.