En La muerta enamorada Théophile Gautier crea a una de las vampiresas más célebres de la literatura, poniendo el énfasis en cómo el monstruo ha sido representado, en su versión femenina, como símbolo de voluptuosidad y de condenación (castradora)

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Sol ardiente de junio (1895), óleo sobre lienzo de Frederic Leighton (1830-1896)

Corre el año 1836. La narrativa gótica todavía lanza sus pútridos tentáculos por el mundo y su influencia es aún preponderante en la vida literaria de las grandes metrópolis. En los oscuros fumaderos de opio de París, muchos bien llamados “malditos” se sumergen en tristes y voluptuosas ensoñaciones. Charles Baudelaire prepara lo que sería su experiencia de vida al plantar las semillas de Las Flores del Mal (1857), mientras Théophile Gautier, su amigo personal, aún escribe a la manera heredada por el Romanticismo, cultivando un gusto por las costumbres de ciertas regiones ignotas, con especial énfasis en lo fantástico y lo irreal.

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Retrato de Théophile Gautier aparecido en 1869 en la revista francesa L’ Illustration. Grabado de M. Bertali

Théophile Gautier (Tarbes, 1811- Neuilly-sur-Seine, 1872) fue un vanguardista para su época. Amigo personal también de Honoré de Balzac y Víctor Hugo, pronto rechazó sus postulados románticos y se internó en la búsqueda de nuevas formas. Junto a Leconte de Lisle fundó el Parnasianismo, desde donde posteriormente también nacerá el Simbolismo. Gran admirador de Hoffmann, Gautier escribe acerca de la extravagancia de la misma manera que lo hiciera el autor de El hombre de arena (1817). No abandonará jamás su interés por lo oscuro y voluptuoso, contante de toda su creación, que mezclará con las leyendas índigenas de tierras ricas en monstruos y ghoules.

De esta forma, las oscuras narraciones sobre bestias necrófagas y vampíricas, ingresan, de mano de autores como Gautier, en las ciudades para quedarse de forma definitiva. El primer relato en el cual aparece una vampiresa, No despertéis a los muertos (conocido también como Deja a los muertos en paz, y atribuido durante muchos años a Ludwig Tieck, aunque escrito por Ernst Raupach[1]) fue publicado en 1823, cuando aún faltaba mucho para su consolidación victoriana en Carmilla de Le Fanu (1872). La muerta enamorada ve por aquel entonces su luz, específicamente el 23 y el 26 de junio de 1836[2] en la revista La Chronique de Paris. A día de hoy sigue siendo un clásico indiscutible del género vampírico.

Asegura Lovecraft: “[en] Gautier es donde nos parece encontrar por primera vez un auténtico sentido francés del mundo irreal”[3]. En La muerta enamorada leemos la narración típica del monje seducido por la belleza autodestructiva de una mujer. Ya hemos visto cómo ese motivo hoffmannesco aparece en campos británicos con El Monje de Matthew G. Lewis (1796) y viaja también a América de la mano de Ambrose Bierce con El Monje y la Hija del Verdugo (1892; Libros del Zorro Rojo, 2011). Francia no va a ser ajena a esta tendencia: Víctor Hugo publicará en 1831 la corrupta y fascinante Nuestra Señora de París. Gautier admiró al autor, pero terminó distanciándose de sus postulados: si en las obras románticas todavía existía un cuestionable sentido social, Gautier se desligará totalmente para ofrecer una obra de índole esteticista[4], nacida con la intención directa de estremecer al lector y de nada más.

La muerta enamorada es la historia de Romualdo, quien, ya viejo, decide rememorar un idilio juvenil que casi le cuesta la vida. La tentación toma el nombre de Clarimonda, una oscura cortesana. Una fatídica noche, Romualdo da la extremaunción a una dama que mora en un horrible palacio, y que resultará ser la propia Clarimonda. El sacerdote la revive de un beso y así queda sellado su amor; la malvada criatura lo visitará todas las noches, hasta llevarlo a Venecia, donde vivirán en la voluptuosidad y en la sangre.

Desde cuando inicia el proceso de tentación en Romualdo, el sueño juega un rol principal. El joven sacerdote vive en una constante duermevela en la cual el lector no sabe si todo es soñado o vivido. “Yo[5], un mísero sacerdote de provincias, viví en sueños, noche tras noche (¡y quiera Dios que sólo fue un sueño!) una vida disipada, una vida mundana, una vida de Sardanápalo[6]. La incapacidad de Romualdo para discernir lo que es sueño de lo que no lo es le lleva a confundir constantemente la narración: “A veces creía ser un sacerdote que cada noche soñaba que se convertía en un gentilhombre, y otras creía ser un gentilhombre que cada noche soñaba ser un sacerdote”. Clarimonda funciona también como una dualidad en la propia mente de Romualdo.

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La esmeralda (circa 1900), de Alfonse Mucha. Esta litografía a color forma parte de su serie «Las piedras preciosas»

¿Qué es peor, que Clarimonda sea real o que sea sólo un sueño? Ambas perspectivas arrojan conclusiones siniestras. En el primer caso, si Clarimonda fuera real, sería una súcubo, un demonio que se presenta en los sueños del sacerdote. El abad Serapione, superior de Romualdo (prototipo de Abraham Van Helsing)  insinuará (al referirse a los comentarios sobre la continua muerte y resurrección de la cortesana): “Se ha rumoreado que era una ghoul, una mujer vampiro; pero yo creo que era el propio Belcebú en persona”. Si, por otra parte, Clarimonda fuera real, sería el triunfo de la “mujer diabólica” sobre Dios, y representaría la clara inclinación de Romualdo por los placeres de la carne. Esta mujer necrófaga es un estereotipo decimonónico típico de la mujer. De hecho, el súcubo “es un ser depredador e insaciable que requiere de la fuerza seminal del macho para sobrellevar las pérdidas vitales que su propio organismo padece con las funciones reproductoras (la menstruación)” [7]; por ende, Clarimonda, además de ser una representación sensual de la mujer, será contrariamente, la más grande de las imágenes misóginas del siglo XIX.

No es extraño ver siempre la figura de la vampira relacionada con una misoginia imperante. La tradición victoriana nos ha legado un tratamiento bastante inferior de la mujer en muchas de sus narraciones. La muerta enamorada hace especial hincapié en esa belleza autodestructiva de la mujer vampiro. La vinculación del sexo con lo antinatural hace de la mujer una “mantis religiosa” que se acerca al hombre para su castración (más ligada al miedo a la muerte) psíquica y física. Clarimonda, con su pulsión erótica, rebasa la propia personalidad de un rendido Romualdo.

Pero si Clarimonda fuera una creación de la propia mente del sacerdote, estaríamos ante una idealización de la mujer. Romualdo desconoce, antes de verla, todo lo relacionado con el sexo opuesto. Su descripción de la primera vez que la ve deja entrever algo de idealización: “Era alta, con un talle y un porte dignos de una diosa; sus cabellos, delicadamente rubios, se deslizaban por sobre sus sienes como si fuesen ríos de oro: parecía una reina con su diadema; su frente, con su traslúcida y azulada palidez, se extendía de forma serena y apacible sobre el arco de sus cejas castañas, en una característica que lograba acentuar el efecto de sus ojos verde mar, de una vivacidad y esplendor sencillamente insondables.” Es tanta la fascinación que ejerce la mujer sobre él que éste, al mirarla, es capaz de imaginar lo que dice, interpretando su mirada (tampoco queda claro si existe la posesión psíquica del sacerdote o es sólo producto de su imaginación). Sólo una cosa está clara: “Una mirada le había bastado para trastornarme e imponerme su voluntad”.

Por tanto, una de las cuestiones implícitas en el cuento son las terribles dudas vocacionales que atacan al seminarista antes de tomar sus votos. Clarimonda puede haber sido cualquier mujer, pero para Romualdo es la mujer más bella que conoce y eso ocasiona la explosión de los deseos ocultos tras su puritana moral: “La vida, como un lago interior en ebullición, luchaba con furia en mis arterias, y mi juventud, tanto tiempo reprimida, estalló inesperadamente como el áloe [8], que tarda un siglo en florecer y después irrumpe con estruendo”.

Como se comentaba, la vampiresa tiene mucho de “mantis religiosa” en su oralidad agresiva. Su boca bermeja es tan atrayente como peligrosa: “Las vampiresas representan la fatalidad más tenebrosa, al encarnar la amenaza inminente de una muerte violenta [castración]; pero aun así todas las victimas parecen caer rendidas ante el irresistible magnetismo de su hechizo sexual[9] Clarimonda (y en general todo vampiro) ofrece la inmortalidad del cuerpo sobre la muerte. La vampiresa se posiciona en la misma situación de ofrecimiento que Dios frente a Romualdo, ya que, si Dios promete la inmortalidad del espíritu, ella ofrece la continuidad de la vida carnal sobre el fin de la existencia. Su boca es la entrada a la discontinuidad dada por la muerte, pero una muerte escindida por la vida, que acaba convirtiendo al ser mordido en un “andrógino del mundo espectral”, a un ser que “pertenece (…) a un estado intermedio entre la vida y la muerte”[10]; por eso, la vampiresa representa un temor a la muerte fatal para cualquier hombre, pero también una vía hacia otra dimensión de la vida.

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Ilustración a la primera edición de Carmilla, de J. S. Le Fanu, de 1814 (grabado de David Henry Frinston)

Jamás se podrá alejar a la vampiresa de lo que Rafael Llopis llamaría “el instinto de la muerte”. Es decir, ese resabio primitivo que nos impulsa a sentir placer junto al dolor, a ese ir y venir entre la continuidad de la vida prometida por el cristianismo, y la voluptuosa continuidad que nos ofrece la no-muerta mediante su mordida fatal. Así es como La muerta enamorada representa todo lo que será posteriormente un icono del vampiro femenino en la literatura. Con su porte fantasmagórico y seductor provoca una dualidad aún hoy y un sinnúmero de sensaciones en el ser masculino que es atacado.

NOTAS:

[1] “Por qué hay tantas <Damas de la Noche>”, Charles G. Waugh. Introducción a Vampiras, Antología de relatos sobre mujeres vampiro, Valdemar, 2011.

[2] El 20 de marzo de 1850 aparece también en la revista Revue Pittoresque bajo el título de “Clarimonde, La morte amoureuse”

[3] El horror sobrenatural en la literatura y otros escritos teóricos y autobiográficos, traducción de Juan Antonio Molina Foix, Valdemar Gótica, 2010.

[4] Me permito esta digresión cronológica sólo para explicar la forma por la cual Gautier planteará su l´art pour l´art. En el prefacio a su novela Madmoiselle de Maupin (1835), Gautier escribe “Nada de lo que es bello es indispensable para la vida (…) ¿No hay nada verdaderamente bello que lo que no sirve para nada en el aspecto utilitario? Todo lo que es útil suele ser feo, pues es la expresión de alguna necesidad”. Tiempo después, Oscar Wilde se apropiará de estos postulados para crear una doctrina estética similar a la de Gautier, por lo cual se considera al francés como un precursor del Esteticismo como tal.

[5] Para este artículo, me remito a la edición de Vampiras, Antología de relatos sobre mujeres vampiro (Valdemar, 2011, traducción de Pablo González), aunque también he consultado la edición de Vampiros (Random House Mondadori, 2011, traducción de Marta Giné) que incluye las hermosas ilustraciones de Meritxell Ribas.

[6] Sardanápalo, último emperador asirio sentado en el trono de Nínive (siglo IX a. C.), es asimismo una figura mitológica que simboliza el desenfreno y el hedonismo. Sardanápalo, al verse traicionado por sus generales y sacerdotes, se inmoló en su palacio con su amante Myrrha. Lord Byron publicó en 1821 una obra de teatro en versos con este motivo (a Francia llegaría traducido en 1822). La leyenda se hizo tan popular que el pintor Eugéne Delacroix (1798-1863) pintó en 1827 La mort de Sardanapale. Por lo tanto, es muy posible que Gautier conociera la leyenda e incluso viera el cuadro.

[7] Gloria Jaramillo, De sangre, voluptuosidad y deseo. Un acercamiento a lo vampírico y su configuración en la estética de lo monstruoso. Colección Tesis. Programa de Magíster en Teoría e Historia del Arte, Universidad de Chile, 2008.

[8] Áloe, planta suculenta generalmente empleada para fines médicos. No se debe dejar de lado su simbolismo con respecto al deseo desenfrenado. La inflorescencia de la planta nace del centro de la misma y se alza en forma fálica. La planta es semejante a una “cabeza de Gorgona” como diría Freud, con largas hojas espinadas, muy similar a una vagina dentada, lo que hace explicita la mención a Clarimonda.

[9] Jacobo Siruela, “Algunas consideraciones Vampirológicas”, prólogo de Vampiros (Ediciones Atalanta, 2010)

[10] Ibídem.

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Ofelia (1899), del pintor prerrafaelita italo-británico John William Waterhouse (1849-1917)