La caza del Carualo es la última traducción del poema en ocho actos de Lewis Carroll The Hunting of the Snark, su tercera pieza literaria y paradigma del sinsentido en lengua inglesa
Las imágenes de Tove Jansson que ilustran este artículo han sido cedidas por Nórdica Libros, y publicadas con su permiso
Para él, las palabras fueron siempre un juego muy serio. Quizás debido a sus limitaciones físicas –era sordo de un oído y tartamudo–, Charles Lutwidge Dodgson (1832- 1898) hizo de las palabras, del lenguaje, un pasatiempo con el que expresar un fino sentido del humor y una visión extravagante de la vida. Hasta su nombre de batalla fue fruto de su pasión morfológica: tradujo del latín su nombre (Carolus Ludovicus), lo traspuso y lo retradujo al inglés para formar un seudónimo imperecedero: Lewis Carroll.
Las sopas de letras y los trabalenguas afloraron en su obra para enraizar con fuerza. En el segundo libro de su inmortal Alicia, A través del espejo (1871), inventó el poema del Jabberwocky, una de las cumbres del sinsentido en lengua inglesa (en inglés, hoy se utiliza el término para definir algo que representa un absurdo). En Jabberwocky, al que una traducción española de 1984 rebautizó como Fablistanón, imperan los neologismos de invención propia o de fusión entre palabras. Años más tarde, prosiguió con su juego: en 1875 (o 76, según la fuente) dio a luz a un poema largo con entidad de libro: The Hunting of the Snark (An Agony in Eight Fits), o La caza del Carualo, si atendemos a la reciente traducción con la que Nórdica volvió a publicarlo en septiembre de 2016.
Jordi Doce, el traductor de esta edición, da cuenta del divertido, y exigente, disparate que constituye traducir un texto así al ser preguntado por Fabulantes: «El traductor de Carroll tiene que hacer caso de los azares y guiños creativos que le salen al paso; es preciso que haya un elemento de frescura y casi de improvisación en el trabajo si no queremos caer en la rutina y el aburrimiento». Tiene sobrada razón Doce: Carroll desafía las normas del lenguaje, y se diría que también sus limitaciones, en este poema «breve pero edificante» (de acuerdo a lo expresado por el autor en el prefacio a su obra), de «intenso propósito moral» que no queda claro, o mejor dicho, que queda a la interpretación de cada cual. Porque si bien las reglas de su juego morfológico y hasta fonético resultan claras (entre otras razones porque serían apuntadas por el propio Carroll), abstrusas e indefinidas son las finalidades que mueven sus palabras y que no nos molestaremos en anticipar aquí; principalmente, porque no son necesarias: en La caza del Carualo importa la forma, no el fondo.
Esa indefinición, como de algo que se queda a medias, o como de secreto negado con picardía o enigma no descifrado, da corporeidad a los diez personajes absurdos que persiguen, sin que medie más razón que la de tener que hacerlo, a un carualo, una criatura imaginada a partir de la unión de los términos snail (caracol) más shark (tiburón). Jordi Doce apostó por carualo en vez de por el más fácil carabón porque –como nos confiesa– «me parecía un término más dócil o manejable dentro del cauce impuesto por los versos endecasílabos». A la caza del carualo parten un Heraldo, un Apuntador, un Panadero, un Castor, un Carnicero, un Banquero, un Abogado, un Corredor «versado en fletes«, un Botones y un Bonetero. Profesionales, o criaturas, cuyos nombres, en la versión original, empiezan todos por «b». Cuando el pintor prerrafaelista Henry Holiday, autor de las ilustraciones de la primera versión, inquirió a Carroll por esa curiosa particularidad, la respuesta del escritor estuvo acorde con el sentido de su propio poema: «¿Por qué no?»
La caza del Carualo es un tremendo ¿por qué no?, en el que parece que sucede lo primero que acude a la mente de Carroll. Pero como esa mente estaba muy bien amueblada, en el poema impera la férrea lógica de una métrica impecable, que tintinea traviesa en inglés (se puede constatar en la edición bilingüe de Nórdica) y que resuena bromista en castellano. Que el lector abandone, por favor, toda visión despectiva de estos términos. Es preferible que los interprete a la luz, y con la luz, de una óptica alegre, positiva, agradable, como la arrojada por estos versos.
Unos versos, por cierto, en los que cobran, en la presente edición, tanta importancia las imágenes como el texto. Nórdica la ha incluido, con razón, en el catálogo de sus libros ilustrados; La caza del Carualo rescata las ilustraciones –y el dibujo de portada– que Tove Jansson (1914- 2001), madre de los mummins, realizara para la edición sueca de 1959. Sus dibujos son más conceptuales y geométricos que los muy realistas, pero satíricos, del perdido y extrañado Holiday. Jansson transmite a sus figuras un sentido del absurdo que se ajusta muy bien al tono extravagante del poema. Su plumilla se interna, a través de los blancos y negros de sus líneas deliberadamente imperfectas, por los vericuetos de la imaginación más desaforada: ahí tenemos a sus monstruitos de hocicos redondeados y picos como tenazas o a ese castor que parece un perro o un paraguas (un peraguas). Jansson acompasa escenas y criaturas al aire misterioso y extraño que rodea la narración. Seguramente Carroll hubiese disfrutado con estos dibujos y hubiese participado de su absurdo.
Afrontar la lectura de La caza del Carualo es someterse al desafío casi impuesto de intentar buscarle un sentido a versos o situaciones. Jordi Doce arrojó alguna pista al respecto: «El poema es un cuento infantil algo perverso, un relato burlesco que parodia los libros de viajes de su tiempo, un ensayo metafísico y una especie de crucigrama narrativo con enigmas que han despertado toda clase de interpretaciones». En los ocho actos, o golpes, que dan cuerpo a este sinsentido maravilloso, los cazadores de carualos trazan su destino en mapas vacíos: «Comprado había [el Heraldo] un gran mapa marino/ sin la menor señal de tierra firme:/ y estaban todos de lo más contento,/ pues era un mapa claro y comprensible«. Y afrontan su periplo lleno de circunloquios con esta advertencia rítmica, que casi puede cantarse como un himno de batalla: «Buscadlo con dedales y cuidado,/ cazadlo con afán y tenedores,/ emboscadlo con bonos del Estado,/ hechizadlo con guiños y jabones«.
En La caza del Carualo todo es próspido, sin grejas. Según cuenta la leyenda, Carroll lo concibió durante un paseo, mientras se repetía «For The Snark was a Boogum, you see ([…] que era un Boblo el carualo, sin más cuento)», la frase, o el trabalenguas, que cierra el poema y a partir del cual se compuso el resto. Para Lewis Carroll tenía lógica empezar de los pies a la cabeza. Bien mirado, ¿por qué no?