En El libro de las brujas, Casos de brujería en Inglaterra y en las colonias norteamericanas (1582-1813), Katherine Howe, heredera de tres brujas de Salem, advierte de los riesgos del fanatismo orientados hacia quienes alteran la «normalidad» de una comunidad o convivencia

El concepto de bruja ha perpetuado en nuestro imaginario manteniendo entre sus connotaciones «la repulsión a la feminidad», que ha evolucionado del rechazo mojigato al patriarcado religioso más psicópata con el que nació hasta otras formas de afirmación femenina como la Wicca. Imagen de archivo.

Descendiente de Elizabeth Howe, Elizabeth Proctor y Deliverance Dane, tres de las más de cien acusadas por brujería que “aterrorizaron” el pueblo de Salem en 1692, Katherine Howe (1977-Houston, Texas) cuenta la terrorífica realidad de las brujas anglosajonas en El libro de las brujas, Casos de brujería en Inglaterra y en las colonias norteamericanas (1582-1813) (Alba Editorial, 2016). En este volumen recoge toda una variedad de documentos relacionados con la presunta práctica de la brujería, desde crónicas de juicios a ensayos escritos por estudiosos de la materia, que abarcan desde finales del siglo XVI hasta principios del XIX, y con los que pretende arrojar un poco de luz a los terribles hechos que acontecieron en el pueblo y la ciudad de Salem (Massachusetts). El libro se divide en cuatro partes: «Antecedentes en Inglaterra», donde se estudian los precedentes intelectuales de las brujas y algunos de los primeros casos de brujería en Inglaterra; en «Las primeras colonias» se compilan una serie de documentos judiciales norteamericanos que sirvieron de preámbulo a Salem y que pueden ayudar a comprender la locura subsiguiente; el compendio sobre los juicios en Massachussetts se encuentra en el apartado «Salem»; finalmente, en «Después de Salem», se reúnen una serie de artículos y juicios posteriores a las condenas y que muestran cómo, en apenas cinco años, el pueblo terminó por tomar consciencia de su fatal error.

Alba Editorial

Katherine Howe se pregunta cómo es posible que los colonos ingleses, relativamente más cultos, reflexivos y autocríticos que el resto de europeos, pudieran creer en brujas y acabar con su vida. La brujería era una manera legítima de explicar la realidad, de comprender las desgracias que ocurrían a su alrededor, como la muerte del ganado, una mala cosecha o la enfermedad de los miembros de una familia. Además, implicaba importantes cuestiones sociales de género, clase, desigualdad y religión: prueba de ello es que la inmensa mayoría de los acusados por brujería eran mujeres problemáticas que vivían de la mendicidad y faltaban a los oficios religiosos. Las brujas representaban, en la sociedad inglesa de los siglos XVI y XVII, lo desconocido, lo que se oponía a la norma general de la sociedad y que perturbaba las intenciones del poder, fuera éste la Iglesia o un grupo poderoso.

Además, constituían la perversión de algunas costumbres “sagradas”, como la maternidad ─las brujas, al parecer, amamantaban con su sangre a través de una «teta de bruja», que podía aparecer en cualquier parte del cuerpo, a sus «espíritus de familia», es decir, a pequeños diablillos que utilizaban para infligir sufrimiento─, o los sacramentos cristianos ─los aquelarres son una perversión de las misas cristianas donde celebran una versión depravada del sacramento de la comunión-.

Eruditos en contra y a favor de la brujería

Cabría pensar que es en La Biblia donde se describe por primera vez a las brujas, en cuanto mayor, o más recurrente, fuente de sabiduría en aquella época. Sin embargo, en La Biblia del rey Jacobo (traducción inglesa autorizada de Las Escrituras, publicada originalmente en 1611) se nombra a las brujas menos de una docena de veces y no se las describe claramente en ningún pasaje, ni se ofrece ningún detalle distintivo sobre ellas. Lo único que queda claro es que la brujería es una práctica prohibida (Éxodo, 22, 18: «A la hechicera no dejarás que viva»; verso que justifica el castigo con la muerte de las brujas) y que se da una leve idea del conjunto de prácticas que pertenecen a la brujería (Deuteronomio, 18, 10-12: «No sea hallado en ti quien haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, ni quien practique adivinación, ni agorero, ni sortílego, ni hechicero, ni encantador, ni adivino, ni mago, ni quien consulte a los muertos […]»). Estas pequeñas descripciones bíblicas no fueron, sin embargo, más que palabras volátiles en manos de los numerosos teólogos ingleses de la Edad Moderna, entre los cuales había un gran número de «cazadores de brujas».

Para llegar a comprender la mentalidad de los colonos ingleses no sólo es necesario estudiar los hechos que quedaron registrados, sino también acudir a los ensayos y libros que publicaron los eruditos y teólogos de la época. Katherine Howe aporta al libro una serie de fragmentos escritos por diferentes estudiosos del siglo XVI, como Reginald Scot (1538-1599), la voz escéptica y racional de su tiempo, autor de El descubrimiento de la brujería (1584). Scot, furibundo detractor del monje alemán Jakob Sprenger (1435- 1495), uno de los dos siniestros firmantes de El martillo de las brujas (o Malleus Maleficarum), se muestra horrorizado por las acusaciones que se hacían sobre brujería, especialmente en el Medievo, y por los castigos impuestos a las acusadas, a quienes creía merecedoras de la compasión y caridad cristiana en cuanto que eran siempre mujeres pobres que vivían de la mendicidad. Además, hacía hincapié en el pecado de fe que cometían aquellos que otorgaban a las brujas poderes que eran reservados sólo a Dios, como las tormentas, las plagas y las enfermedades, y condenaba también a quienes acudían a las “maestras en astucias”—que representaban otra forma de brujería, pero con magia blanca— en busca de solución y consuelo a sus desgracias, o a quienes quemaban objetos consagrados para protegerse del Diablo: todo entraba dentro de la categoría de «brujería».

El juicio de George Jacobs en Salem 1692, a cargo del pintor de temas históricos, patrióticos y religiosos estadounidense Tompkins H. Matteson (1813-1884)

La película La Bruja (The Witch, Robert Eggers, 20015) ha traído conceptos cláicos al «género de brujas» de Norteamérica. Poster de la película por Vance Kelly

Por otro lado, el rey Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (1566- 1625), hijo de María Estuardo, redactó una Demonología en 1597 con la que pretendía refutar a los escépticos, y se basó en La Biblia para describir los aquelarres y las habilidades de las brujas. Explicaba los motivos por los que éstas eran mujeres: eran más frágiles y débiles de carácter que los hombres, por lo que al Diablo le resultaba más fácil introducir en ellas la envidia y la codicia. El monarca negaba con rotundidad también que aquellas que se confesaban brujas lo hicieran a causa de «un humor natural melancólico»: eran personas con tendencias depresivas, pues entre las condenadas por brujería también se encontraban personas alegres, que buscaban siempre la compañía y el placer. Jacobo I razonó sobre los motivos que llevaron a Dios permitir que el Diablo atormentase a los creyentes, y dio tres posibles casos en los que Lo permitía: el Diablo podía angustiar a los malvados, a los hombres piadosos que caían en pecados graves o enfermedades y flaqueza de fe ─y con esto quiere condenar a las maestras en astucias y a los que acuden a ellas─, o incluso a los mejores cristianos, para probar sus fuerzas y su fe.

Discurso del arte maldito de la brujería (1608), de William Perkins (1558-1602), marcó las pautas de los juicios por brujería de las colonias norteamericanas. Perkins fue el primero en defender la necesidad de emprender acciones legales contra la brujería, pues consideraba que era un problema no sólo religioso, sino social.

Fue pionero también en sugerir que la acusación por brujería de una bruja confesa era una prueba irrefutable de que la acusada era bruja también ─el pánico por una posible conspiración brujeresca en Salem comenzó con la confesión de la india Tituba de que había un grupo de nueve hechiceras atormentando a Abigail Williams, Anna Putnam y Elizabeth Hubbard─. A diferencia de Jacobo I y de Reginald Scot, no consideraba a las brujas unas pobres mujeres débiles, sino que reconocía que para dominar la brujería era necesaria cierta habilidad y conocimiento sobre sus reglas; para él, las brujas eran criaturas creadas creadas por el Diablo a partir de la corrupción del poder de Dios. Perkins sostenía que la verdadera causa de su propagación se debió al descontento del ser humano, que, al intentar imitar a Dios, cambia las virtudes y los defectos de los que le ha dotado en la Creación.

Una retractación tardía

La brujería en Nueva Inglaterra surgió como enemigo común de un pueblo debilitado que luchaba por adaptarse a una tierra desconocida y hostil, dividido por las rivalidades internas y enfrentado a los indios en las fronteras, y culminó en los procesos judiciales de Salem, un lastre que todavía atormenta a la sociedad norteamericana. De ello ya fueron conscientes sus ciudadanos desde prácticamente el mismo año en el que tuvieron lugar las bochornosas condenas: en 1697 uno de los jueces, Samuel Sewall, y algunos de los miembros del jurado, muy beligerantes con la cuestión tan sólo cinco años antes, emitieron sus disculpas públicas por su participación en los juicios. Así, la brujería fue alejándose a lo largo del siglo XVIII del ámbito jurídico, aunque permaneció en la superstición de la gente y siguió siendo motivo de marginación social. Ya en 1741 se acuñó la expresión «caza de brujas» para designar cualquier persecución y condena de un grupo social como culpables de todos los problemas que desequilibran la forma de vida de un pueblo.

El libro de las brujas, aparte de proporcionar un amplio abanico de documentos de la época de las brujas, nos hace reflexionar sobre lo necesarias que son las “brujas” para una sociedad humana necesitada de encontrar un enemigo común para poder seguir adelante. Cinco siglos después de Salem, la caza de brujas continúa.

Foto con la que se presentó Katherine Howe en Reddit. I’m a bestselling author and Salem witch trial expert.