Detalle de El triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo, (1562)

Con un retraso inexplicable en su publicación, Alamut Ediciones ha decidido publicar, por fin, Lux Perpetua (2006), novela excelente, además de tercer y último volumen de la Trilogía de las Guerras Husitas de Andrzej Sapkowski (Lodz, Polonia, 1948). Estamos ante la mejor novela de la serie; un libro que pone un cierre preciso a todos los hilos narrativos presentados en Narrenturm (Alamut, 2009; originalmente publicada en 2002) y Los guerreros de Dios (Alamut, 2012; originalmente publicada en 2004). El estilo de Sapkowski alcanza su estado más puro y pulido hasta la fecha; maravillados, podemos identificar ese equilibrio fino y conseguidísimo, tan propio de su pluma, entre elementos aparentemente antitéticos (la exhaustividad, el rigor históricos, el discurso sociopolítico de actualidad contemporánea), por un lado, o la profundidad en la elaboración psicológica de los personajes y la visualidad en las escenas de contenido más plástico, por otro.

En esta novela nuestro protagonista, Reinmar de Bielau, vulgarmente conocido como Reynevan, deja todo a un lado, incluida su seguridad e instinto de supervivencia, para rescatar a su amada, Jutta de Apolda. Moverá cielo y tierra, hará todo lo necesario, irá a donde sea preciso. Todo ello mientras sus muchos enemigos se ufanan en perseguirlo para darle caza… y sus amigos se esfuerzan por impedirlo. La mayor dificultad está en que nadie parece saber qué ha sido de la muchacha: desde que fuera secuestrada por la Inquisición, su rastro se ha perdido por completo. Ni los mayores espías, chivatos o traidores de las tierras de Bohemia, situados bien del lado del Cáliz o bien del de los Husitas, consigue averiguar nada.

Este proceso de búsqueda, y el subsiguiente proceso de caza del renegado, traidor y excomulgado Reynevan, supone el principal motor de la trama. Los más relevantes personajes de esta Guerra Husita, por motivos muy diversos, acaban inmiscuidos también en los problemas sentimentales de Reinmar de Bielau. El desenlace de ambas circunstancias se teje, enlaza y anuda con máxima credibilidad, coherencia y conveniencia, sin que nada parezca fuera de lugar. Todas las piezas encajan a la perfección, y nos dan la oportunidad de recorrer de arriba abajo estas tierras en guerra durante los años decisivos de 1429 a 1434, en apariencia por el siempre noble motivo de amañar el mal de amor de un hombre. Realmente, por la malsana curiosidad de quien quiere conocer las iniquidades y miserias escondidas tras el telón de esta guerra.

Y es que en Lux perpetua la guerra nos permite observar cómo la política ha devorado, y en cierto sentido relativizado y desmitificado, a la religión. Hasta los personajes más próximos a cada uno de los dos bandos, cáliz o husitas, ceden una y otra vez en sus supuestamente superiores valores morales frente a la sed de poder, a la avaricia o al miedo. En no pocas ocasiones los veremos recurrir a la magia y las artes oscuras para intentar conseguir aquello que la invocación del poder celestial no llega a alcanzar. En sus entornos reinan los pactos cambiantes, los silencios torvos y las traiciones. En su nombre se acometen las acciones más flagrantes, las vilezas más innombrables o las maldades más espantosas. Una sensación de falsedad moral, de cinismo calculado y de mentira pactada que se multiplica cuando llegan las escenas de violencia, en las que Sapkowski echa su majestuosa pluma a volar en la descripción precisa y preciosa de lances con giros, tiros y estocadas. Son escenas tan vívidas que nos hacen llegar a valorar estos embates como una guerra más.

La potencia de este mensaje cala a fondo en la construcción de los personajes. Hasta tal punto que, incluso, nuestro Reynevan de Bielau decide declararse en varias ocasiones como un idealista renegado, adscrito ahora al bando de los pragmáticos. Frente a la lucha por sus ideales, superpone ahora el interés por su supervivencia junto a su amada Jutta de Apolda.

El triunfo de la Muerte de Pieter Brueghel el Viejo, (1562)

La centralidad de este discurso se transforma o adquiere, a lo largo de la novela, distintas formas. Pues si los ideales son unos pocos en relación a quienes los reclaman, el interés tiene más de un nombre por cada persona: el ser algo en la vida a través de un cargo u otra prebenda, el sentirse necesario en los círculos de poder donde se toman las decisiones, estar en el bando ganador con cada nuevo giro de los acontecimientos, las montañas de dinero concedido por ricos o poderosos, vivir con la amada la dicha y la felicidad… El interés se individualiza y personaliza. Y el discurso sobre su primacía se reitera hasta resultar, en algunos momentos de la novela, excesivamente repetitivo. Nos ha quedado meridianamente clara cada una de las veces que, en diálogos entre personajes, o durante la participación de la voz narradora omnisciente, se vuelve a insistir en este punto: las cosas no son lo que eran, los tiempos han cambiado, somos más individualistas y egoístas. Y este cambio tiene unas terribles consecuencias.

Aquí, en desentrañar estas consecuencias, es donde Lux perpetua muestra con mayor claridad todas sus virtudes. La reflexión sobre cómo nos ha afectado este cambio psicológico, individual y colectivo, exige adentrarse en la definición de los personajes.

Esta novela es un ejercicio magistral de construcción de personajes. Especialmente, en lo relativo a su madurez interior, a cómo se definen las aristas de sus personalidades, a cómo todo lo sucedido en las dos entregas anteriores los ha cambiado interiormente, profundamente, decisivamente. Reynevan es ahora más áspero, más complejo, más oscuro. Sus amigos Scharley o Sansón Mieles también han experimentado cambios drásticos. Los personajes más negros o negativos, con especial interés en la personalidad complejísima y apasionante de Treparriscos, presentan un sobresaliente trabajo de definición y gozan de un mayor rango de grises: destaca su sentido del humor, su contexto social o la historia que condiciona con lógica su comportamiento. La razón de ser de este comportamiento exige unos personajes más vivos y mejor definidos, y aquí tenemos una legión de ellos con los que disfrutar a cada instante de lectura.

Andrzej Sapkowski

El espacio juega aquí también una función complementaria como personaje. Las Guerras Husitas fueron una lucha entre pueblos eslavos y germánicos en un afán por dominar Europa; ya entonces parecían existir voluntades explícitas de los pueblos germánicos para ejercer el control sobre sus vecinos. Esta relación se definió a partir de un sentimiento de superioridad de los unos respecto de los otros: estamos hablando de un discurso culturalista, incluso racista, de definición psicológica colectiva de los territorios, de los pueblos y de las naciones, donde los personajes individuales deben encajar -y encajan- con perfecta coherencia y comprensibilidad.

Sapkowski acomete en Lux perpetua la mayor exhibición literaria de su carrera. Un tour de force creativo no visto hasta ahora en ninguna de sus obras anteriores. Esta novela supone un broche de oro no sólo a su trilogía histórica sobre las Guerras Husitas, sino a toda su narrativa. Aquí tenemos reunidos todos sus temas principales, sus habilidades creativas más destacadas, elevadas hasta lo más alto. De forma tal que llegamos a percibir en cada página lo pensado de la serie, lo meditado de la disposición de cada uno de sus elementos, el cariño y el mimo con que el autor ha intentado elaborarla en cada uno de sus aspectos; además, conviene insistir en ello, se trata de una obra ejemplar respecto a la construcción equilibrada de personajes. Pero no es una novela perfecta. El equilibrio entre lo histórico y lo creativo se pierde a veces, en ciertos momentos el discurso desvirtúa el sentido de la trama, o algunos saltos temporales o espaciales rompen el ritmo y el sentido de un hilo argumental hasta entonces embriagadoramente cautivador.

Aunque, posiblemente, tampoco hace falta que sea perfecta. No en vano, estamos ante el mejor Sapkowski que se pueda leer y ante una trilogía ambiciosa que quedará en la memoria como el ejemplo más destacado escrito hasta hoy de fantasía-histórica. Superarlo se antoja, ciertamente, casi una misión imposible.