¿En qué consiste ese extraño ente que hemos dado en llamar “posmodernidad”? Esa ¿corriente? –ciertamente, la nebulosidad del término dificulta cualquier aproximación- común a todas las artes posteriores a las vanguardias artísticas y a los conflictos bélicos que les pusieron punto y final no se aviene fácilmente al consenso, ni mucho menos a mis capacidades taxonómicas.
Por ser común a más o menos todas sus manifestaciones en las diversas disciplinas, ¿es la nota característica de lo posmoderno la consciencia del artista sobre la materia prima con la que trabaja? Difícil sostener esta postura, pues sería tanto como afirmar que la rigurosa estructura numérica de la Divina Comedia o las dimensiones adaptadas a la perspectiva del David de Miguel Ángel son productos del azar, o peor aún, hazañas imprevistas de mentes infantiles.
¿Será entonces “posmoderno” un sinónimo de “descreído”, “falto de fe” o “escéptico”? A juzgar por la actitud predominantemente irónica de los autores posmodernos, según parece incapaces de apreciar la belleza sin aprontar el comentario jocoso, estoy por tomar esta definición como la única aceptable. Sin embargo, el resultado es cuanto menos descorazonador: si el arte de nuestro tiempo se caracteriza por la falta de convicción, entonces uno no sabe por qué ha de prestar atención siquiera a las creaciones de sus coetáneos. Porque, si no crees que ningún discurso vale la pena, ¿por qué empeñarte en reclamar la atención del público para difundir tu incredulidad?
¿No estará incurriendo el posmoderno en estéril egocentrismo? ¿No se estará limitando a intercambiar el “yo creo en ESTO” por el “YO no creo en nada”?
Estas cuestiones me asaltan tras leer El Levante (Impedimenta, 2015), del rumano Mircea Cărtărescu. Mi impresión general la resumo así: al llegar a la última página, sigo a la espera de que empiece la función. Se trata de una ¿novela? –aquí la dificultad del etiquetado responde en parte a la misma nebulosidad que envuelve a todo lo posmoderno, pero también a otras circunstancias: en origen se trata de un poema épico, que el autor prosificó para facilitar la traducción- para la que resulta difícil encontrar otra razón de ser que la necesidad de Cărtărescu por hallarle una justificación a su vida: escrita en plena dictadura de Ceaușescu (1967-1989) y en un evidente trance de angustia existencial, una constante necesidad de reafirmación vertebra todo el relato. El problema viene cuando se decide que una escritura íntima merece ser convertida en lectura pública.
Pero, ¿de qué va El Levante? Lo cierto es que es difícil precisarlo. Más o menos la mitad del texto está dedicada a la epopeya de un grupo de revolucionarios rumanos del siglo XIX, marineros en un Mediterráneo homérico en pos de una Bucarest donde sueñan con derrocar al sátrapa otomano para sustituirlo por un orden democrático. Pero ya digo que esta historia ocupa más o menos la mitad del libro; además, el lector tiene un trato más bien incompleto con la peripecia, sin que se le dé la posibilidad de empatizar con sus protagonistas ni tan siquiera de comprender sus motivaciones. Es más, por no saber, el lector realmente ni sabe lo que le están contando. Esto tiene mucho que ver con lo que ocupa la otra mitad del texto.
Y es justo aquí donde entra en juego lo posmoderno. No se me acuse de arbitrario o difamador: el propio autor adscribe su libro al posmodernismo. Lo hace en una de sus numerosas interrupciones de la trama antedicha, en las que Cărtărescu cree más importante recordarle al lector que lo que está presenciando no es más que un entramado de cuerdas y poleas, librándolo así de la temible caída en lo que Coleridge llamó “voluntaria suspensión de la incredulidad”. “¿Ves a estos intrépidos aventureros, dispuestos a acometer una empresa insensata?”, nos dice Cărtărescu, “pues bien, todo esto no es más que el producto de mi invención, tinta sobre papel”. Supongo que como lector me he de sentir agradecido por esta merced, y ojos para qué os quiero. Sin embargo, no siento tal agradecimiento. Y lo que es peor: las interrupciones de Cărtărescu no enriquecen la historia, ni sirven para darle una nueva perspectiva; lo único que consigue, en cambio, es cortarle las alas.
En origen, El Levante se escribió en verso. A falta de un criterio más riguroso para decidir qué es Poesía, si tomamos como el mínimo común denominador al verso –mínimo común denominador falso, pero con suficiente arraigo en el imaginario colectivo-, podemos aceptar entonces que El Levante es un poema. Siendo esto así, está claro que, aun cuando se trate de un poema épico, y por lo tanto narrativo, su intención trasciende el mero hecho de contar una historia, aspirando, entiendo, a una más alta finalidad estética. Sea lo que sea la Estética. En cualquier caso, esa génesis poética justifica los variados párrafos en los que Cărtărescu se entrega a la efusión lírica, componiendo imágenes realmente hermosas de diamantino fulgor gongorino (la de los barcos como peines dorados del cabello marino, o la comparación del vaivén de las olas con la vida del hombre, por ejemplo, alcanzan una plasticidad realmente admirable). Sin embargo, no en vano elijo el adjetivo “gongorino”: el propio autor, pródigo en alusiones librescas, nombra al poeta cordobés entre sus modelos, y el lector español siente entre tanto fulgor metafórico, pese al doble distanciamiento que impone la prosificación y posterior traducción del original –a la que, eso sí, la traductora Marian Ochoa de Eribe ha dado una apariencia loable-, que está recorriendo un camino mil veces pateado.
Intuyo entonces que esta es una de las razones por las que Cărtărescu decide meterse de patas en el plato para señalar sus ingredientes. Una manera de desinflar el tono solemne del poema, bajándolo de su pedestal al señalar que, al fin y al cabo, incluso el templo de Salomón no es otra cosa que un montón de piedras ordenadas a capricho. Una parodia, vamos.
Bien, no dudo que esta desacralización sea saludable; es más, lo creo. Mis pegas empiezan cuando intento desentrañar el objeto de ese juego de elevación y derrumbe.
Pienso que la parodia de un discurso, de cualquier discurso, es un remedio eficacísimo y deseable contra todo fanatismo. Sin embargo, también creo que en toda parodia hay un componente no desdeñable de oportunidad ligado a su eficacia: a nadie se le ocurriría ponerse hoy a remedar los tópicos del amor cortés, o no al menos con la intención de agitar el debate público contemporáneo. De la misma manera, difícilmente puede uno ponerse hoy a parodiar los modos y maneras de la poesía barroca culterana y pretender soliviantar los ánimos de nadie a esta orilla del Estigia. No tengo entonces otra opción que descartar la finalidad paródica de El Levante.
Así pues, ¿qué otra motivación pueden tener las constantes interpolaciones del autor en su obra? Pues no se limita a comentar este o aquel aspecto concreto de la narración, sino que no son pocas las ocasiones en las que directamente se arranca con consideraciones sobre su situación personal y sus inseguridades como escritor. Interrumpe pues una historia de aventuras para reconducir nuestra atención sobre su persona, y, puesto que todo escritor pone en su obra sólo aquello que considera necesario para dar forma a su intención, es forzoso concluir que esas intromisiones están ahí porque Cărtărescu considera que él es más importante para el lector que su historia.
Es esta una decisión arriesgada: las circunstancias personales de un hombre corriente y moliente tienden a ser, por norma general, menos interesantes a priori que las peripecias de un grupo fantástico de aventureros románticos. En El Levante se corre este riesgo y se cumple el más funesto de los pronósticos: la historia apenas está contada con cuatro pinceladas, los personajes no tienen el mínimo desarrollo –quizá identificamos a Manoil como el protagonista por ser el que más atención recibe del narrador, pero esto sólo sucede en un par de ocasiones y apenas sirve para que descuelle entre la masa indistinta del resto de caracteres-, y el hilo discursivo es tan tenue que resulta imposible de seguir, cuando no se trata de que directamente está deshilachado.
Leyendo las continuas intervenciones del autor en El Levante me acuerdo de otra novela, digamos, disruptiva: Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (Laurence Sterne, 1759- 1767; Alfaguara, 2006). Tras darle vueltas, llego a la conclusión de que la diferencia fundamental entre ambas obras es que, mientras que en la novela de Sterne el narrador interrumpe la historia de su personajes para valorarla desde la simpatía, es decir, mientras que juega con la materia narrativa sin dejar de ser asimismo narrador, lo que hace Cărtărescu es sustituir al narrador por el autor y comentar la obra desde esa perspectiva exterior, como el profesional que analiza los pormenores de su oficio en vez de como el mago que se admira ante el prodigio de su truco.
En lugar de profundizar en la personalidad de sus criaturas, en lugar de hacer progresar de forma orgánica una serie de episodios, Cărtărescu decide alternar pasajes de incuestionable hermosura pictórica, con otros autocontemplativos del estilo:
“… pero, ¿qué es la poesía y qué es solo lo anecdótico: el pegado de las asas y de las florituras en la copa dorada? ¿Cuánto del ancho mundo, cuánto de las estrellas y cuánto del cerebro, de lo real y del sueño puedo recorrer? ¿Cuánto del infierno y cuánto del paraíso, cuánto deseo y cuánta pasión, cuánto de lo que ha sido escrito alguna vez con carcajadas y con lágrimas puedo volver a escribir yo, inclinado sobre estas hojas llenas de afecto?”
Creo sinceramente que Cărtărescu es honesto cuando afirma sentir “afecto” por su obra, como creo sinceramente que su intención es honesta al escribirla. Sin embargo, no me parece compatible hacer afirmaciones como la que cierra el párrafo citado, o como esta otra:
“Todo ello es para que tú, querido lector, entres en trance. Todo, todo son efectos largamente planeados para que te enrosques en ellos como la bombilla en su casquillo o para que no distingas ya qué es sueño y qué realidad… Tú no podrás salir solo de este enigma. Vamos, olvídate de ti… Venga, penetra en mi sueño, ven, acércate más, en estos momentos soy el dueño tenebroso de tu mente… Duerme…, duérmete…, respira tranquilo…” con el descuido –y aun el abandono- de la historia y los personajes a los que atribuye tales efectos.
Porque, en verdad, los párrafos dedicados exclusivamente a la historia de Manoil y compañía son pasajes estáticos, más pictóricos o escultóricos que narrativos propiamente dicho (“Si fuera pintor (y este poema revela mi sueño de llenar mis páginas con miniaturas heladas”, confiesa el propio autor), y cuando por fin toca dinamizar una escena, cuando ya no se trata de enumerar palancas y engranajes cuanto de encajarlos para hacerlos funcionar, Cărtărescu opta por soluciones que pretenden pasar por ingeniosas, pero que al lector se le antojan confesiones de impotencia o de desgana narrativa. “Yo no puedo describirte cómo se abrazaron Manoil y Zotalis al reencontrarse: la pluma es un trapo, el sentimiento está por encima de ella”, escribe en sustitución de una escena emotiva. “Ya está, acabo aquí otro capítulo”, añade en otro momento, en una peculiar celebración que da apariencia de pesado deber a lo que debería transmitir el placer de contar; esto me parece, cuanto menos, un gesto poco considerado del autor para con su lector.
Pero hay una de esas confidencias de Cărtărescu que me parece esclarecedora sobre la razón de ser de tanta interrupción.
“Ay, poeta, soñador, Señor, por qué me habré puesto a escribir esta historia, en qué estaría yo pensando, cuando todos están locos por la actualidad, cuando se escribe poesía de la realidad, la poesía que baja a la calle, cuando (…) todo el mundo se ha cansado de metáforas, de imágenes, del estilo recargado, de adornos, filigranas, arañas, diablos, sólo me hacía falta una epopeya oriental que me tenga paralizado dos años y que (…), sí, que me reportará, si se publica algún día, sólo comentarios irónicos…” “Sólo comentarios irónicos”. He ahí, pienso, la clave.
Lo que mueve a Cărtărescu a escribir una epopeya sin épica no es su falta de fe en la épica misma, sino en la respuesta que puede encontrar en el público, en la que él cree que va a encontrar. Resulta obvio que hoy en día tiene poco sentido escribir una parodia del género épico: como se ha insistido tantas veces, son los nuestros malos tiempos para adargas y lorigas. No es entonces el propósito de Cărtărescu poner los pies en la tierra a una fórmula cultural sacralizada. Su recurso a la ironía, la necesidad que parece sentir de romper enseguida con la narración pura para acreditar su membresía posmoderna, se debe no a esta o aquella convicción, sino justamente a una falta de fe. Para más inri: a una falta de fe en su época.
Sólo por temor a la reacción de sus contemporáneos ante un texto escrito desde el “afecto” y la convicción más profunda, Cărtărescu renuncia a armar una historia sólida y prefiere alternar la vaguedad metafórica con generosas dosis de lo que E. M. Forster llamó “parloteo de taberna”, intimaciones del artista sobre las miserias de su oficio.
Ante esta perspectiva, uno no puede sino lamentar la resignación de un gran poeta –porque Cărtărescu da sobradas muestras de serlo- ante las dificultades de su tiempo. Estoy persuadido de que la vuelta a la cordura que impusieron las dos Guerras Mundiales, de las cuales surge principalmente el espíritu posmoderno, tuvo –tiene- efectos balsámicos sobre una humanidad borracha de romanticismo. Pero igualmente estoy firmemente convencido de que una visión serena del mundo no implica la renuncia a unos ideales, ni una prudencia rayana en la cobardía a la hora de defenderlos ante el público. Sereno, razonable, uno desea ver al artista contemporáneo enfrentándose a su tiempo con la apostura del contemplador del mar de nubes de Friedrich.
Leído El Levante, y habiendo disfrutado de sus bellas imágenes de cristalina –aunque también dulcemente anacrónica- poesía, son los versos de otro poeta los que acuden a mi mente. Unos versos tal vez ya desgastados de tan citados y en los que también se expresa desazón, cierto, pero en los que, a diferencia de los de Cărtărescu, quien escribe es un hombre con fe:
The best lack all conviction, while the worst
Are full of passionate intensity.