La guerra de las salamandras, libro más emblemático de Karel Čapek, padre del término robot, es también uno de los más complicados. Experimento meta-literario, a la vez que sátira y parodia, es una burla sin escrúpulos hacia la humanidad.
Pocas novelas pueden presumir, a sus jóvenes ochenta años, de conservar la viveza y actualidad que irradia La guerra de las salamandras (1936, Gigamesh, 2003). Siempre existe cierto anacronismo, algo que, pese a ser una obra universal, te distancia del contexto, del estilo. Con el libro de Karel Čapek no es así. Si bien puede leerse como una mera historia humorística y de ciencia-ficción, una lectura atenta revela una radiografía que va más allá de una sátira del nazismo. Basta adentrarse en el ingenioso mundo que deriva del descubrimiento de las descendientes de Andrias Scheuchzeri (especie extinta de anfibio) para reconocer que tenemos entre las manos un proyecto más ambicioso. Es el estilo de vida occidental el que es parodiado. En el fondo, casi podría decirse que el título es irónico. Las salamandras poco tienen que ver con el destino de la humanidad. No son otra cosa que la causa y la consecuencia de una indirecta guerra de hombres contra hombres. Una guerra que, en nuestros días, no ha acabado.
Es imposible reproducir aquí, tan siquiera esbozar, la visión que Čapek tiene de la sociedad. No sólo ridiculiza a los altos estamentos, sino los detalles más íntimos del ser humano, esos pequeños detalles que, como dice Žižek, son los que muestran hasta qué punto se participa de una alienada inercia social. A diferencia de otras distopías, que parten de un mundo predefinido, tan artificial como una metáfora, para seguir hacia un ensayo sobre la libertad, el hombre, etcétera, Čapek desarrolla un universo a partir de un aparentemente ínfimo descubrimiento zoológico. Las consecuencias se siguen, y desfilan en las páginas desde las élites políticas a los dirigentes obreros, periodistas y empresarios, tribus sin civilización y una civilización poco más avanzada que una tribu. Čapek no deja títere con cabeza, nada escapa a su mordaz mirada.
Quizás habrá quien piense que exagero la agudeza y acidez de Čapek. Pero las dudas se despejan en su biografía. La guerra de las salamandras es la obra cumbre de un autor que tenía a sus espaldas grandes títulos como La fábrica del absoluto (1922), La krakatita (1923), y R.U.R. (conocida pieza de teatro en la que se introduce por primera vez el término robot). En todas ellas, el ser humano es mostrado con tal sordidez que parece casi necesario recurrir a la caricatura para que podamos reír en lugar de llorar. Hagan la prueba. La risa para Čapek nunca deja de ser una mueca de medio lado, pues siempre hay bajo la broma un aguijón que desmonta lo ridículo de nuestra existencia. Y, como no podría ser de otro modo, en las convulsas primeras décadas del siglo XX, en una Checoslovaquia que había sido regalada a la Alemania Nazi, esta indiscriminada crítica política pasaría factura al escritor checo. Fue considerado enemigo público número dos por los nazis, detrás de Masaryk, presidente de la República de Checoslovaquia y cercano amigo del escritor; y nunca recibiría el Nobel de Literatura, dada la afinidad del Suecia al régimen de Hitler (no deja de ser gracioso que la gente discutiese sobre si Bob Dylan era literato o no, cuando el debate debiera ser si el premio Nobel es en realidad un premio de literatura).
Pero, si por algo destaca La guerra de las salamandras, literariamente hablando, es por su estilo. Čapek deja de lado el tono severo, propio de las profecías, que tanto caracterizan a otras distopías, y recurre a la ironía, a la sátira. Su humor es tan absurdo como refinado, resulta mucho más demoledor de lo que a simple vista pueda parecer. Es indudable la influencia que ejerció sobre él su compatriota Jaroslav Hašek y su comicidad corrosiva, preñada de una denuncia política patente. Por otro lado, la estructura de la principal obra de Hašek, El buen soldado Švejk (1923), reduce en gran medida las posibilidades de hacer malabarismos con los contenidos y con el lenguaje como lo hace Čapek.
Antes de que la llamada “literatura posmoderna” experimentara con la forma de la novela, mezclara formatos, perspectivas y géneros, Čapek hacía complejos collages conformados por recortes de artículos inventados, ensayos de científicos inexistentes, panfletos de hilarantes pensamientos políticos, octavillas en idiomas ficticios que no se han traducido para el lector; todos ellos vertebrados por su propia narración, concisa y pulida. Aunque su forma de escribir es inconfundible, la versatilidad que el autor checo demuestra a la hora de cambiar el registro, de encajar a la perfección un fragmento con otro que poco tiene que ver, tanto en forma como en contenido, conduce a una conclusión: el estilo de Čapek es todos y ninguno; escribe como quiere. La guerra de las salamandras es una verdadera exhibición literaria, una difícil puesta en escena cuyos engranajes son difuminados por el autor para ofrecer una confortable lectura, sencilla y, a la vez, plagada de matices. La guerra de las salamandras es el infierno de todo editor; no sólo perdemos ese sabor que sólo puede dar la lengua materna de un escrito, también los distintos formatos tipográficos, los diseños de texto dispares… la maquetación, en resumidas cuentas, no ha sido reproducida con la debida eficacia; un detalle que muestra el control que Čapek ejerce sobre la novela.
Por supuesto, esto no es una innovación de Čapek. Este tipo de recursos estilísticos pueden rastrearse en autores románticos y, sobre todo, de una manera magistral, que roza lo divino, en Laurence Sterne. Sin embargo, es extremadamente difícil llevar a cabo esta técnica y que la novela no parezca un monstruo de Frankenstein literario. Čapek transforma esta técnica en un elemento narrativo en sí mismo; no es sino a través de este patchwork de estilos que la historia adquiere su fuerza expresiva, las pinceladas que hacen de La guerra de las salamandras un cuadro único, perfecto.
No voy a revelar nada del contenido del libro, pues creo que merece la pena que quien decida hincarle el diente a esta gran novela lo haga lo menos influido posible por mi opinión. Querría, no obstante, añadir una cierta lectura que puede complementar a cualquier otra y que, en cierto sentido, no afecta a la trama del libro, pero sí quizás a su sentido y valor.
No será hasta el final que el lector se percate, no deja de tener gracia, que lo que ha leído es una novela, y no la historia en recortes de prensa del destino de la humanidad. Existe una mirada oblicua que adopta Čapek respecto de sí mismo, un giro en el cual el autor ofrece un desplazamiento de la continuidad, ya de primeras, bastante fragmentaria. Este cambio de rumbo es una distancia cargada de significado: La guerra de las salamandras puede ser leída como una metanovela, es decir, como una novela que trata sobre una novela, La guerra de las salamandras. Una vuelta de tuerca, que algunos han querido ver como un elemento secundario del escritor, y que me parece una óptica que ofrece muchas posibilidades a la novela, una polisemia que la encumbra como obra maestra.
El lector es testigo, no de una novela, sino de un experimento que se articula sólo desde Čapek, quien no cesa de introducirse indirectamente en la narración, como como un guía (gesto que ya implica esa distancia respecto de una trama que, habitualmente, se presentaría como presupuesta por el lector). La guerra de las salamandras no está escrita, se construye; y finalmente, se ponen en duda los acontecimientos que describe. Hay gran interés político en defender un distinto final, un punto de partida distinto, una evolución concreta. Sin embargo, Čapek advierte que no ha narrado más que las consecuencias de la anomalía, las salamandras. La novela habla por sí misma, y a pesar de las réplicas recíprocas que se hace, debe reconocer que, por descorazonador que parezca, la conclusión era inevitable. Se puede rastrear en sus aspectos más formales cómo, en cuanto novela, somos lectores de un libro de historia. De ahí que la verosimilitud esté tan lograda, y dé la impresión de que, por así decirlo, Čapek no tiene nada que ver con su libro. Pero este efecto es logrado a través de una falsa frontera, muy endeble y porosa, con puentes que cruzan la ficción y la realidad.
La esperanza de una redención o de un final reconfortante para nuestro ego, como se da en La guerra de los mundos de Wells, es una quimera cuando la distopía no surge, como suele ocurrir, como una abstracción impuesta por el sujeto de la novela. Los personajes no son lanzados al infierno, el universo que contextualiza el declive del hombre no es una premisa. Como señalé antes, las salamandras son instrumentos y no son, en realidad, responsables del fin de la humanidad. La guerra de las salamandras se convierte, cuando el telón cae, en el intento de un escritor por salvar a la humanidad con todas las herramientas posibles. Él es quien quiere las salamandras, pero a la vez advierte en un artículo del peligro. Sus personajes no le hacen caso, pues no es más que un escritor y todos quieren aprovecharse de las salamandras. Se pone al servicio de un periódico literario; uno de sus protagonistas guarda el documento en su hemeroteca sobre el mundo de las salamandras. No llega a más.
Sabiendo esto, la pregunta es cómo mantener la coherencia, sin dar un quiebro que descomponga una narrativa precisa y afinada; hasta qué punto el escritor puede controlar la concatenación de escenas e imágenes en una novela. La aparente objetividad que ofrecen esos recortes de prensa y textos ensayísticos para el desarrollo de La guerra de las salamandras, ¿no es en sí mismo un símbolo de la vorágine de información que construye nuestra experiencia cotidiana y, en la novela, un elemento que enlaza con nuestra realidad? Y, por supuesto, ¿cuál es el papel del escritor en un libro que no puede controlar?
Dejando de lado esta divertida travesura de metaficción, que puede pasar por un chiste más del autor, La guerra de las salamandras puede ser entendida como un fenómeno en sí mismo; un arma arrojadiza que lanza Čapek contra una Europa al borde de una segunda guerra, cuya vivencia será tan difícil de dotar de sentido como la primera. La consistencia de una narración lineal, sin rupturas, cae en el olvido. Como diría Walter Benjamin, los jóvenes iban a la guerra y volvían silenciados: no había ninguna gesta que contar. La información mundial de un día se recoge en treinta minutos de telediario, lo “irrelevante” queda fuera de la pantalla sin existir. La historia de la humanidad abandona la épica y se escribe en recortes de prensa.
La guerra de las salamandras, en tanto que novela desbocada y fuera de sí misma, pone en tela de juicio la misma capacidad del ser humano de desarrollar una experiencia con sentido, una historia que no esté abocada al absurdo. Y pocas veces un escritor ha hecho uso de tanto ingenio para crear esta parábola que atraviesa la narración y bombardea nuestras convicciones. La libertad de escribir una novela es casi tan limitada como la vida, con la diferencia de que mientras en un caso, abusar de ella es un insulto literario, en el otro es casi un deber superar la barrera que imponen los acontecimientos. Čapek da, así, cuenta del descalabro del hombre, el cual participa en la novela sólo como un agente descriptivo, pero con autonomía narrativa.
Todo lo dicho parece la sobreinterpretación de un crítico. No obstante, no será hasta que el lector le hinque el diente que pueda valorar mi punto de vista y contraponerlo, si lo considera oportuno, con la interpretación que él haga de este clásico imprescindible, que no deja indiferente.