Culminación de su obra, en la que quedan reflejadas sus preocupaciones vitales e ideológicas, las Ideas negras nacen de una profunda desesperanza y depresión. La mirada de André Franquin, cruel y oscura, no se anda con contemplaciones. Muchas de sus denuncias siguen vigentes, para nuestra desgracia.
Harto del humor blanco y edulcorado que imperaba en la editorial Dupuis, y sumido en una depresión crónica que le aquejaba desde hace años -y que había dificultado la gestación de algunas de sus obras, como QRN en Bretzelburg (1966)-, André Franquin decidió rebelarse a los dictados editoriales al llevar a la imprenta las Ideas negras entre 1977 y 1983. Fueron publicadas primero en el semanario adulto de la revista Spirou Le Trombone Illustré, del que fue co-fundador junto con Yvan Delporte, y pasaron posteriormente a Fluide Glacial (Dolmen en 2003, y luego ECC Ediciones, en un formato más reducido en cartoné de 72 páginas, en 2015, las trajeron íntegras a España). Consideradas obras maestras del cómic satírico, y las más personales de la producción de su autor, son un conjunto de sketches de una página de extensión (de media), generalmente encabezados con proverbios irónicos, en los que el miembro más destacado de la Escuela de Marcinelle da rienda suelta a su visión pesimista de la humanidad.
Franquin no es nada complaciente en unas historias que abarcan varias de sus preocupaciones vitales e ideológicas. Arremete contra la hipocresía de la religión (en un par de gags: uno sobre la piedad y otro sobre la subida de Cristo al Gólgota), contra la corrupción de la política y los recortes, contra los cazadores furtivos, contra la pena de muerte y la violencia arbitraria… La vena más progresista de un dibujante comprometido aflora en estos episodios de una impactante crudeza visual.
A lo largo de su carrera anterior -las Ideas negras se publican en su etapa artística más madura- Franquin había demostrado su animalismo, su preocupación por el medio ambiente, su pasión por las nuevas tecnologías. Con la incorporación al universo de Spirou y Fantasio del conde de Champignac, pero también en varias de las desastrosas calamidades protagonizadas por Gastón el Gafe, había encontrado excusas para idear inventos punteros, ingenios de una fantasía portentosa y desbordante. En La máscara (1954), en unas páginas de antología, había demostrado su afición a los deportes (sobre todo al ciclismo). En El dictador y el champiñón (1953), y, de nuevo en QRN, salieron a flote sus sentimientos antimilitaristas. Las Ideas negras son el resumen, y la consecuencia, de su rutilante trayectoria.
El dibujante emplea en ellas una intensa tinta negra, que condiciona el tono de lo que plasma y el estado anímico subyacente. Con esta técnica, parece que el color se desborde de las páginas, que ensucie los bordes con salpicaduras de amargura. No es difícil que el lector tenga la impresión de mancharse en las más viscerales de estas historietas, aquellas en las que resuenan de forma más estruendosa el crujido de huesos, el desparramamiento de masa encefálica, el aplastamiento, el descuartizamiento. La crueldad de Franquin queda resaltada por su tinta, pero a la vez la elección cromática aplaca algo la repugnancia. La tinta de Franquin priva a sus imágenes de empatía. No hay calor humano.
Al autor le interesa dejar clara su baja impresión del prójimo, una manada egoísta, amargada, obsesionada con medrar, reaccionaria. La mayoría de sus viñetas comparten una crítica feroz. Hay una historia en la que un ministro fabula con todos los millones que va a ganar, a costa del erario público, y cómo termina siendo víctima de los recortes en los servicios públicos. En tan sólo tres viñetas de otra, se ríe de la fanfarronería de querer ganar dinero a expuertas en la industria aeronáutica, y cómo esta avaricia tiene consecuencias fatales. Pero no siempre es tan explícito: unos alienígenas, por ejemplo, se llevan el abrigo de piel de una señorona, de la que se desprenden en la atmósfera: valga el desprecio a quienes ven a los animales como trofeos o complementos. De hecho, las fieras quedan bien paradas en estas Ideas negras: son bastante más listas que los humanos. Se podría decir que en estos gags los animales aprovechan para vengarse del exterminio gratuito al que son sometidos por placer o por capricho. Nada extraño en unas planchas firmadas por el padre del Marsupilami, o por el creador de algunos cómics en los que elefantes (Tembo Tabú, 1959) , gorilas (La mina y el gorila, 1956) o rinocerontes (El cuerno del rinoceronte, 1952) son casi los personajes principales. (Por cierto: hay una secuencia que no gustará nada a los taurinos de pro).
Además, y como pasara con el último Goya, los sueños de su repulsión producen monstruos. En sentido literal: hay sombrías viñetas con seres amorfos, asquerosos. Unos vampiros recogen a un ciclista derrengado, último del pelotón, para alimentarse de su sangre. Una mujer cuida del marido y sus dos hijos víctimas de la radiación nuclear, otra de las constantes de las Ideas negras. Unas hormigas de aspecto monstruoso se han asentado en los restos óseos de una humanidad que se ha extinguido por su propia sinrazón. En la etapa final de Gastón el Gafe, pósters sobre criaturas espeluznantes adornaban las paredes de su oficina. Es fácil imaginarlos salidos de pesadillas que empapan sábanas y almohadas.
Lo más descorazonador de estas Ideas negras es que muchos, cuando no todos, los excesos y comportamientos que denuncia siguen vigentes actualmente. Incluso la mala praxis política, o el miedo a las dictaduras más sanguinarias, colean aún hoy en este mundo al borde del colapso. Leer Ideas negras es contemplar la actualidad, desnuda de de todas sus distracciones acarameladas o de la épica prefabricada desde los medios. No hay memes felices de cachorritos felinos: en su lugar, el planeta vomita asqueado (en una tira sobre sacrificios humanos aztecas). El destino del hombre queda reflejado en la historieta final, una especie de anverso sin esperanza del colofón a las aventuras de Calvin y Hobbes, en la que un sonriente muchacho profiere un enérgico «¡Vamos! Quien me quiera que me siga«, y es acompañado por un solitario buitre. Para Franquin, la humanidad es pura carroña.