Condottiero, óleo sobre Madera, de Hernando Sánchez Martinez
Álvaro Cunqueiro sigue en Vidas y fugas de Fanto Fantini un esquema similar al de su Merlín y familia y Las crónicas del Sochantre: escribir una biografía en la que priman las elipsis y en la que se enfatizan a los secundarios. Por supuesto, como en otras narraciones del autor gallego, es más preciso referirse a un «motivo» antes que a un argumento.
De Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911 – Vigo, 1981) ya hablamos otra vez en Fabulantes. En aquella ocasión escribimos sobre Las crónicas del Sochantre (1956), célebre obra de -relativa, pues ya había visto más de treinta inviernos- juventud escrita originalmente en gallego, lengua en la que un año antes había escrito la no más desconocida Merlín y familia (1955). El libro del que vamos a hablar hoy es Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca (editada en 1972 por Destino y reeditada en 2014 por Galaxia), de diario Vida y fugas de Fanto Fantini, abreviatura que adopto de aquí en adelante como me figuro que el lector no tendrá problema en aceptar.
Pues bien, estas Vida y fugas de Fanto Fantini reproducen puntualmente la estructura de aquellos otros dos títulos, a la que tanto partido le sacó Cunqueiro. Al igual que en los libros del Sochantre y Merlín, en el de Fanto también leemos la historia de un personaje reducida a sus momentos estelares, donde la elipsis es ley y lo referido abunda mucho más que lo presenciado por el lector. De nuevo como en aquellos dos libros de juventud, la breve biografía de Fanto Fantini se cierra de golpe para dar paso a unos apéndices en los que se ilustran las vidas de varios personajes secundarios, con un índice de caracteres incluido que ofrece un último pretexto a la imaginación del gallego para darse a la viñeta caprichosa.
Aunque áspera, esta descripción del orden del libro es necesaria, porque lo que en Cunqueiro se observa a gran escala se repite con minuciosidad en el detalle.
Empecemos por el argumento. Aunque, si he de ser sincero, no creo que en ninguna narración de Cunqueiro quepa hablar de “argumento”, sino más bien de motivo. Ni aun de “narración” propiamente dicha me atrevería a hablar. Porque, puestos a escribir un resumen, este es el triste saldo que obtendremos: tres cuartas partes nasciturus y una sola neonato, apenas asomada la coronilla al umbral materno, el bebé Fanto Fantini no acaba de darse a la luz cuando un rayo se cuela en el paritorio arrastrando consigo al naciente, tornando su greña tiznada en pelusa dorada e inaugurando una serie de fugas, todas ellas presididas por el signo de su fulguroso alumbramiento, a las que con el tiempo se unirán el criado Nito, el caballo políglota Lionfante y el fiel braco Remo (si la grafía etrusca con la que el chucho escribe su nombre en la arena es correcta).
El cuerpo central del libro – es decir: lo que hace a la vida y a las fugas de Fanto Fantini- está dividido en dos partes: la primera se ciñe con más propiedad a la aristotelada de la “unidad de acción”, pues cuenta la formación del joven Fanto junto al cavaliere Capovilla, un primo de su padre que lo adopta cuando se queda huérfano y que concilia en un solo ser las personalidades de don Quijote y del tío Toby, quien con sus continuas evocaciones de figuras heroicas alienta en el huidizo joven el deseo de abandonarlo todo para encontrar su propia personalidad; mientras que la segunda parte, mucho más fragmentada, es en verdad un florilegio de las más sonadas fugas de Fanto, a cada cual más fantasiosa.
Sin embargo, en cuanto a la vida del protagonista, apenas si hemos empezado a devanarla cuando de pronto su hilo queda interrumpido; del tapiz de sus fugas, por su parte, sólo vemos un par de retazos. Ya lo he dicho antes: no hay un “argumento” en el libro de Cunqueiro. Por no haber -también lo dije antes-, no hay ni un sentido narrativo, puesto que Vida y fugas de Fanto Fantini carece de cualquier tipo de acción o peripecia. A falta de una definición más o menos fiable de qué cosa sea una “novela”, me limito a afirmar que este libro es una prosa. Y puesto que en ella no hay argumento ni prácticamente narración -no, desde luego, la que cabe esperar en una biografía, por más que sea la de un hombre fabuloso-, es lógico y aun inevitable preguntarse cuál es la razón de ser de este libro. Vuelvo entonces por tercera vez a lo dicho antes, a aquello del motivo.
¿No es acaso la prosopografía, en el sentido tradicional -y por tradicional quiero decir “el más acostumbrado”- del término, un procedimiento mediante el cual el narrador, describiendo el exterior de un personaje, aprovecha para caracterizar de forma sutil su interior? Si el lector conviene en esto, también estará de acuerdo conmigo en que esta técnica está sujeta a una idea de finalidad. Pues bien, en ese caso, me pregunto cuál puede ser la finalidad de este fragmento:
“Tenía ya Fanto trece años, y dominaba a Donatus y Euclides, sabía encaperuzar el azor, todo de armas y caballo, ordo lunatus y marcha flanqueando en lo que toca a campaña, y voces venecianas y griegas. Iba para alto, la cabellera sin perder de su oro, los ojos celestes con el mérito de unas largas pestañas oscuras, y siempre la sonrisa en la boca. El cuello largo y la cintura estrecha confirmaban su esbeltez, y por el ejercicio de armas, se le alargaban los antebrazos y se le redondeaban las piernas, en las que lucía el fino tobillo heredado de donna Becca. La palabra gentileza valía para decir la estampa del aprendiz de capitán, que el signor Capovilla no dudaba de que lo sería y famoso. Fanto tenía la voz alegre y la mirada amiga, y un buen corazón.”
Un párrafo hermoso, qué duda cabe, pero del cual no se desprende la idea de un ser humano. Más bien, evoca la imagen de un ser admirable; y más que evocar una imagen, suscita una impresión. He ahí una primera clave.
Si atendemos ahora al lenguaje, advertiremos las señas características del estilo cunqueiriano: el regusto arcaizante de su léxico, la orfebrería barroca de su sintaxis, la adjetivación inusitada (“y la mirada amiga”), la aposición pictórica, la ternura que siente hacia sus criaturas -no compasiva como la de Cervantes, sino fraternal-, la perspectiva provinciana -por lo humilde, que no por lo humillado- con que aborda el universo entero y una luz otoñal filtrándose siempre por entre sus renglones. Ni siquiera al lector más distraído se le pasa por alto lo logrado de su preciosismo: a thing of beauty is a joy for ever, ya se sabe. Pero hay más, algo que se oculta bajo el follaje dorado. “La palabra gentileza valía para decir la estampa del aprendiz de capitán”. Hay una búsqueda de la palabra justa, que no ha de ser la más verdadera, sino la más hermosa.
Geoffrey Chaucer en la corte de Eduardo III. Obra de Ford Madox Brown
Lo que mueve a Fanto a la fuga es “la viva necesidad de la libertad, de beber el vino que le placía, de soñar los sueños de Fanto”. Y nunca halla reposo para su espíritu de fugitivo, porque allá donde vaya lo persigue “esa tristeza pacífica de la soledad insondable de los prisioneros”. Esa misma tristeza pacífica que sintió toda su vida el propio Álvaro Cunqueiro, a la que, si los hay quienes le dan el nombre de “melancolía”, él, tan gallego por lo demás, prefería llamarla con un nombre de flébil dama portuguesa: saudade, soledad, añoranza de lo que ni se tiene, ni se tuvo, ni se tendrá jamás.
Hay un momento, al principio del libro, en el que el cavaliere Capovilla le dice a Fanto: “que Isolda ha muerto y ha muerto Beatrice, y que quién te acariciará ahora el corazón…” No hace sino expresar el mismo sentimiento del que habla Cunqueiro en cierto poema: “No niño novo do vento hai unha pomba dourada, meu amigo! Quén poidera namorala!”. No es la amada que falta, sino la falta misma, la ausencia. El motivo es la saudade.
¿Pero en qué consiste esta saudade? En padecer por una ausencia, sin que por ello haya concreción que la remedie. Cuando Fanto se enamora de la difunta que, con la luna llena, se le aparece en el espejo de una torre derruida, afirma que, aunque ella fuera un fantasma, “el lugar donde su apariencia se reducía a memoria, y refugiaba en sombras, había de existir, sin duda alguna”. Bastaría entonces “con que la bella lo llevase cogido de la mano, al final del camino”, para que Fanto pisara “tierra real”. No hay para él otra meta por la que mereciera la pena luchar que ese imposible: “analizaba, incansable, todas las posibilidades de fuga por ese medio, por ese único medio”. Sin embargo, cuando por fin Fanto atraviesa el espejo y el deseo pierde su condición de imposible, siente una vez más el impulso de la fuga. La saudade es una nostalgia sin objeto, una actitud vital.
Esa “soledad insondable de los prisioneros” que Cunqueiro le atribuye a su héroe me trae a la memoria aquella frase de Tolkien: “¿Qué se le puede reprochar a aquel que, sintiéndose prisionero, intenta fugarse y regresar a su hogar?”. Creo que Cunqueiro suscribiría esta defensa del escapismo. Sin embargo, no creo que compartiera con Tolkien su idea de la fantasía como un “mundo secundario” donde refugiarse de este ceñudo mundo primario que nos ha tocado en suerte. Para Cunqueiro lo que la fantasía nos ofrece es el acto libérrimo de la fuga por la fuga, una pasión fugitiva que ningún destino puede sofocar. Por eso, cuando en otra de sus fugas Fanto se encuentra prisionero en una cárcel diseñada conforme a estrictos patrones geométricos, comprende que el único método de fuga posible consiste en comprender la cárcel -“una cosa mentale”-, en asumirla en toda su osificada abstracción, para ser capaz de trascenderla. La saudade es el motor de la escritura como también lo es de la lectura, una vía de escape en pos de la belleza y no el manantial donde apurarla. Leer, escribir, es huir, nunca alcanzar.
“La palabra gentileza valía para decir la estampa del aprendiz de capitán”, leímos antes sobre Fanto Fantini della Gherardesca. Pero si el autor hubiera escrito tan sólo gentileza, por un acaso cifra y residencia de su personalidad, nos habría privado del placer fugitivo de la barroca descripción que antecede a la inerte mot juste. Esto es extrapolable al estilo entero de Álvaro Cunqueiro: no es que no sea lineal; es que no es narrativo, ni puede serlo. Al igual que su Fanto, la escritura de Cunqueiro se desvía a cada párrafo del tema que está tratando, deviniendo en un florecimiento de fragmentos bellos que acaba, no porque alcance un final, sino porque se abandona, que diría Valéry, o porque se huye de él, que diría Cunqueiro.
Espoleados por una saudade sin remedio, Fanto Fantini, Álvaro Cunqueiro, tú y yo que los leemos, sentimos la tristeza pacífica de la soledad insondable de los prisioneros, y nos fugamos. Quizá sea esa la esencia del placer estético: no ser, precisamente, esencial, sino una búsqueda sin fin, un rechazo de lo establecido, por bella que sea su forma.
“La única fuerza secreta mía, mis señores, es que juego mi alma contra mi cuerpo”, afirma Fanto ante el capitán de tierra y mar en Chipre por la Serenísima y su señora, donna Cósima Bruzzi, más tarde su amante y aún después su perdición. “La vida del hombre es como una mañana de pájaros”, sueña Fanto que le dice una tal Flamenca justo antes de morir. Y puede que en verdad sea así, fugitiva, pero hermosa.