House_of_the_Seven_Gables_(1915)

House_of_the_Seven_Gables_(1915)
La casa de Salem en 1915.

En Salem, ciudad mundialmente conocida por la quema de brujas de 1692, se alza en el número 54 de Tuner Street una mansión colonial de madera oscura, coronada por siete gabletes, unos remates triangulares que apuntan hacia el cielo. Hubiera pasado desapercibida, si acaso habría importado tanto como cualquier otra vivienda de la época, si no fuera porque Nathaniel Hawthorne la inmortalizó en una de sus novelas, La casa de los siete tejados (1851; Alianza, 2014).

Aunque no llegó a ver los siete tejados (cuando Hawthorne vivía sólo había tres debido a una reforma que se había hecho en el siglo XVIII), eso no le impidió revivir el antiguo aspecto de la casa y transformarlo en el sombrío escenario de una novela gótica. Como una inmensa alegoría de madera y aristas, Hawthorne encierra en esta mansión el pasado de una familia atravesada por un crimen original. La pena del pecado en forma de maldición atormenta a las generaciones, permanece en la casa igual que un espíritu que angustia y aletarga a todo el que habite en ella, situación que da un revés cuando la joven y virginal Phoebe Pyncheon, la nueva generación del centenario clan, anima la edificación con su vivaz carácter.

No sé hasta qué punto puede defenderse la pertenencia de la novela al género de terror gótico: los elementos de intriga que pudiera haber se ponen al servicio de una historia que, como señala el mismo Hawthorne en el prólogo, no aspira a más que servir de moraleja acerca de los efectos generacionales de los ancestros sobre sus descendientes, un tema muy en boga en el terreno psicológico. Gracias a este inciso que se hace en la dimensión más realista de la novela, por así decirlo, el poco suspense que inspira la atmósfera creada por Hawthorne (por otro lado brillante y opresora) pierde fuerza, se diluye de tal manera que lo fantástico o sobrenatural, que sirve de germen para esa inquietud que debiera despertar en el lector, se ahoga en los detalles superfluos de un trasfondo que, de utilizarse para dar definición a los personajes y escenarios, resulta abusivo. De hecho, quien escoja este libro guiado por el gusto a lo fantástico, quizás después de haber leído a Poe o a Bierce (por citar tan sólo a algunos coetáneos), se sentirá decepcionado ante la poca presencia de la maldición de los Pyncheon. Hawthorne no nos deja vivir el carácter mágico que promete al inicio de La casa de los siete tejados. De hecho, lo desconocido queda burdamente explicado en su conclusión. Más bien, el miedo surge de una crisis que parece retornar, un peligro que concluye no tanto por una maldición, sino por la enfermiza obsesión que tienen los personajes en torno a sus ascendentes.

Hawthorne recibe el Romanticismo como un movimiento ya configurado. Los tópicos en él son meramente estéticos, quedando latente un significado, mucho más marcado en los escritores europeos o compatriotas suyos como Poe. Después del fuerte impulso que tuvo en Europa, especialmente en Inglaterra y Alemania, el Romanticismo se fue poco a poco convirtiendo en una serie de símbolos recurrentes, cada vez más usados y vacíos, relegados finalmente a la condición de recursos estéticos que se mantenían a flote gracias a las modas pasajeras. Las descripciones coloridas y sobrecargadas, baches que no dejan avanzar la trama en muchas ocasiones, son una muestra de la retórica romántica de baratillo, una opulencia innecesaria que, aun pudiendo alardear en cuanto al estilo, no puede hacerlo desde un punto de vista narrativo. De hecho, abundan los pastiches (que ya para entonces lo eran) como el joven de espíritu rebelde y mentalidad científica, la chica puritana y enérgica que todo terrateniente decimonónico quisiera, obvios paralelismos entre personajes (siguiendo el recurso del doppelgänger), o un esperado y cenizo final propio de la peor novela “romántica”, en el vulgar sentido que tienen en la actualidad. Y, con todo, no deja de ser normal que el autor de La letra escarlata enfoque una historia de ambientación gótica a un público más amplio y comercial que leía las entregas de amoríos entre marqueses y criados.

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Ilustración de Francis Mosley de The House of the Seven Gables para la moderna edición inglesa de The Folio Society.

Sin embargo, hay que ser justo. Si bien es cierto que la forma devora el contenido hasta que éste se vuelve insustancial, la otra cara de la moneda es que Hawthorne demuestra un gran control del lenguaje y de las técnicas narrativas de su tiempo. Popularizó un narrador omnisciente que se encontraba dentro del mismo libro, de manera que guiaba al lector por las escenas, refiriéndose con frecuencia a ambos en primera persona del plural. Este recurso permite una cercanía inusual en el caso de la tercera persona y, a la vez, una inmensa gracilidad para poder narrar impresiones que escapan a los personajes o llevar a cabo juegos metafóricos (es recomendable el último pasaje sobre el juez Pyncheon). Este tono enfocado y directo hacia el lector, como de un abuelo que enseña a su nieto a través de una fábula, indujo a muchos críticos a ver en esta técnica la marca moralista que tienen sus novelas y, aunque muchos han luchado para convertir a Hawthorne en un escritor serio y fundamental para la literatura norteamericana, la sospecha de que el adjetivo que más le define sea “mojigato” no deja de estar presente, algo que por supuesto no es contradictorio con su lugar de honor en las letras estadounidenses.

Educado en el puritanismo, muy interesado en sus raíces familiares, la mirada de Hawthorne hacia el pasado será constante, y La casa de los siete tejados refleja de algún modo todo ese lado oscuro de la historia que no deja de impregnar la vida presente. Es de aquí de donde arrancan sus feroces críticas, pero también el simplón y melindroso sabor que queda después de haber concluido la novela.

Como cualquier escritor romántico, Hawthorne hace una crítica de los nuevos valores burgueses. La anciana Hepzibah Pyncheon se ve obligada a abrir una tienda, a abandonar su aristocrática categoría de dama para ganarse el sustento. Los clientes se suceden, abusando de su paciencia y burlándose de su carácter, pues el patetismo de la antigua mujer bien y su empresa no pasa desapercibido en el pueblo. El consumo masivo, el lastre de las relaciones humanas que se tornan frías e interesadas, se representa con un niño que no detiene su gula y compra dulces compulsivamente. Esa dignificación del régimen de los siglos pasados es uno de tantos otros alardes del puritanismo de Hawthorne. Todo aquello que cubre la sombra de la innovación y el progreso se ve poco a poco arrastrado hacia el conservadurismo; los sentimientos ensalzados, las disputas generacionales entre los Maule y los Pyncheon confluyen, en el fondo, en una disputa medievalista sobre la posesión de las tierras; disputa que sólo se resuelve cuando los de más baja calaña son aceptados como dignos por los altos patrones. Ante el mundo de la apariencia que impone la burguesía, donde la imagen dada vale más que lo que realmente se es, en el que el respeto por un tendero pasa por su éxito y no por su pureza de sangre o la compasión de sus congéneres, Hawthorne propone una regresión a los valores tradicionales y, en última instancia, lo que empieza con un violento arrebato de tierras promovido por los sentimientos prejuiciosos de los puritanos, concluye cuando éstos admiten el error y aprenden a tolerar que su genética límpida se funda con la pagana.

Es comprensible que un cliché tan básico como la denuncia de los prejuicios sociales recuerde a nuestra época, en la cual, en efecto, se atiende al aspecto físico antes que a lo que la pueda haber detrás de la primera impresión. Sin embargo, es habitual quedar en la superficie y ceder paso a todo un número de detalles que se oponen por completo a una perspectiva crítica. No sirve de nada que se insista en que lo importante es la belleza interior si después del primer beso la bestia se convierte en un joven ario de ojos azules; y del mismo modo, es incoherente que la resolución del conflicto pase por una concesión hecha desde la clase dominante, en una reconciliación que no hace más que mantener una complacencia que, de ser algo orgulloso y exigente, habría construido un final más consecuente.

Sin embargo, no serán este olvido de lo fantástico y un final feliz absolutamente incoherente las únicas decepciones, pues este es uno de tantos otros bandazos que da la trama. Con más frecuencia de lo que se esperaría por parte de un autor de su altura, Hawthorne avanza en una dirección para intrigar con un giro inesperado de los acontecimientos. Después de tediosos capítulos en los que no ocurre nada, uno tiene cierta esperanza de que esté por empezar lo bueno. Una muerte, una huida que sólo puede interpretarse como una prueba de culpabilidad… ¿Cómo saldrán de esta los protagonistas? Hawthorne no lo piensa, sólo sabe que todo tiene que debe acabar bien, así que, de pronto, resulta que no habían escapado, que el muerto que parecía asesinado por fuerzas del mal tuvo un infarto. Y, para rematar la mofa, boda en el campo para terminar de insultar a la inteligencia. Un indignante final que se nos impone como si fuera brujería.

En resumidas cuentas, La casa de los siete tejados es un ejemplo de cómo no hay que escribir una novela a pesar de las pocas y loables virtudes que pueda tener el estilo de Hawthorne. No sería desconsiderado decir que, si es un gigante de la literatura norteamericana, en lo que respecta al género de terror es un escritor menor; utiliza el género como vehículo para una propuesta literaria conformista y erigida sobre una forma refinada y un contenido pusilánime que en sus escritos más costumbristas tendrían sentido. Uno tiene la sensación de que Hawthorne lo escribió sin realmente tener claro lo que hacía. Descubrimos que, en verdad, la redactó tras ser retado por su prima, que vivía en la famosa casa, a componer un relato que la tuviera de escenario. Con sinceridad, no pude resistirme a pensar que quizás habría sido mejor que no hubiese dicho nada.