Fue una lucha de David contra Goliat. Y, como casi siempre, ganó Goliat.

En 1957 cinco talentosos historietistas, hartos de trabajar a destajo por un sueldo miserable y por un nulo reconocimiento como autores, decidieron abandonar la editorial para la que colaboraban en condiciones de semi-explotación y fundar un proyecto propio. Aquellos cinco díscolos soñadores se llamaban Josep Escobar, Guillermo Cifré, José Peñarroya, Carlos Conti y Eugenio Giner, pero eran conocidos en el gremio por la firma de sus apellidos. Entre el público, tenían fama por ser los creadores de Zipi y Zape (Escobar), el repórter Tribulete (Cifré), Don Pío/ Gordito Relleno (Peñarroya), Apolino Tarúguez (Conti) y el inspector Dan. Los cuatro primeros eran dibujantes humorísticos y el último un realista volcado en el cómic (o tebeo, como se le llamaba en España por aquellos tiempos) de aventuras.

El gigante contra el que estos cinco don Quijotes se levantaron en armas era la editorial Brguera, el mayor conglomerado cultural español de la época. Antoni Guiral, historiador del arte gráfico, especialista en el sello y actual director de contenidos del Salón del Cómic de Barcelona, nos lo describe así: «Bruguera era en 1957 una editorial importante, tanto por sus ediciones de libros y álbumes de cromos como por los tebeos Pulgarcito o El DDT. En la década de los sesenta, empezó a hacerse más grande, llegando, a finales de esa década, a tener algo más de 1.000 trabajadores. Publicaba varias colecciones de libros, cromos y tebeos, que también exportaba a Latinoamérica. Además, tenía su propia distribuidora, agencia de publicidad y empresa de artes gráficas.» Había sido fundada en la primera década del siglo XX por el brioso empresario José Bruguera, bajo el nombre de «El gato negro», con la intención de publicar literatura popular. A su muerte, en 1933, la empresa la heredarían sus hijos Pantaleón (gestión administrativa y económica) y Francisco (decisiones artísticas). En 1939 los hermanos Bruguera impondrán el nombre familiar: seguramente por decisión comercial (Bruguera tiene más gancho que «El gato negro»), aunque también por causas políticas. El interesante documental Historias de Bruguera (Carles Prat, 2013) asegura que la modificación se debió a que la compañía del patriarca estaba demasiado vinculada a la República derrotada y desmantelada por el dictador Francisco Franco. Pero el cambio de cabecera fue tan sólo nominal, no espiritual: Bruguera se convirtió en el oasis de acogida de numerosos perdedores de la Guerra Civil. Como Rafael González.

Periodista y escritor de talento, González se había decantado por la República en sus crónicas bélicas para el periódico barcelonés La Vanguardia. Fue represaliado tras la victoria del bando nacional y tuvo que malvivir ejerciendo los más distintos oficios (vendendor de jabón o de carbón) para sacar adelante a su familia. Francisco Bruguera lo rescató del ostracismo nombrándole director de publicaciones en 1947. Uno de los empleados más célebres de Bruguera, Francisco Ibáñez, creador de Mortadelo y Filemón, recordaba en una entrevista a quien fuera su jefe: “La editorial era él. La decisión era él. Lo que se había de publicar era él. Tenía una gran noción de lo que era el cómic y también tenía una gran noción de empresa. Tenía también una gran noción de lo que era ser un tío completamente intratable. González, además de ser el director de las publicaciones, era también guionista. Fue el que supo mantener a Bruguera en todo lo alto”. Asimismo, era un hombre autoritario, dotado de sentido del humor, paternalista y gran conocedor de los límites y virtudes de sus dibujantes en plantilla; tenía la mala costumbre de no mirar a los ojos al hablar y la manía de imponer siempre un estilo imitativo a sus dibujantes más jóvenes. Para él, funcionaba lo contrastado. Esa visión comercial un tanto desfasada retrasó la toma de decisiones drásticas que, a la larga, hubiesen modernizado a la editorial. Impuso siempre la cantidad sobre la calidad.

El fuerte retrato del todopoderoso director de publicaciones debe completarse con la mención a su inseparable lápiz rojo, que blandía como una prolongación de su temperamento y que le servía para aprobar o rechazar las páginas recibidas. El proceder de González buscaba adelantarse a la delirante censura franquista, aunque su método no era exhaustivo: los dibujantes volvían a ofrecerle páginas ya rechazadas sin apenas retoques para que las aprobara, como solía hacer invariablemente, al cabo de unos pocos días o semanas. El lápiz rojo era parte de su personalidad, una metáfora de su carácter. Con él lo suele representar Paco Roca (Valencia, 1969) en El invierno del dibujante, el cómic de 2010 publicado por Astiberri que tiene por protagonistas a todos estos personajes mencionados y, sobre todo, a la editorial en la que hicieron carrera.

Roca escribe un postfacio a su novela gráfica en el que justifica la razón de ser de El invierno del dibujante. Afirma que es el álbum que siempre quiso hacer, el cumplimiento de un sueño infantil. El valenciano, como muchos niños de su generación, creció al albur de las publicaciones de Bruguera. Sin embargo, quizás por el llamamiento de la incipiente vocación, sintió la curiosidad por saber más, por trascender la página escrita y asomarse a la rutina de la redacción. Terminó preguntándose cómo funcionaba aquella fábrica de sueños, hasta que la gris y cruda realidad se le impuso durante el arduo y documentado proceso de gestación del cómic. El dibujante de los dibujantes se entrevistó con supervivientes, visitó el emplazamiento de la editorial, en el barcelonés barrio de Coll, reconstruyó acontecimientos y revivió personajes. A través de su mirada, el lector ve así pasar ante sus ojos una época, bien que mal, irrepetible.

El invierno del dibujante es una historia sobre la libertad individual y creativa; trata sobre Cifré, Conti, Peñarroya, Escobar y Giner, González y Francisco Bruguera, pero también sobre Ibáñez, Raf, Víctor Mora (el guionista de El Capitán Trueno) o el simpar Vázquez, un talento volcánico y caradura tan excesivo que su propia vida mereció una película (El gran Vázquez, Óscar Aibar, 2010). Roca no quiere tomar partido por ninguno de ellos: su pretensión es la de explicar quiénes fueron, cómo fueron, por qué fueron. La realidad es poliédrica, llena de aristas, y Roca la refleja con respeto y veracidad; habla de personas, no de espantapájaros. Cuida la presentación y el desarrollo de los sucesos, aunque sin atender a una linealidad. La acción transcurre entre la primavera de 1957 y el invierno de 1958. Cada estación tiene un color, una vitalidad, que contagia los ánimos, las actitudes y los movimientos de los personajes. La primavera es alegría, trae consigo esperanza; el invierno es mustio, pura introspección, es la nostalgia por aquello que pudo ser y no fue. Es el fin del sueño, la derrota moral.

En realidad, El invierno del dibujante arranca en 1956. Ese mismo año comenzó a aplicarse en Bruguera un nuevo modelo de contrato, según el cual la propiedad de cada personaje creado por los asalariados de la editorial pasaba exclusivamente a manos de Francisco Bruguera: éste los inscribía en el Registro de Propiedad Intelectual como marca y los cedía a sus dibujantes. Era una cláusla perversa, pues dejaba a los creadores sin ningún acceso a los derechos de explotación de sus criaturas. Bruguera se lucraría obscenamente a costa de este pillaje, ahorrándose tener que pagar royalties por las ventas al extranjero. Por esa razón, cinco de los mejores historietistas del sello dijeron basta, determinaron marcharse. Con la ayuda de un socio que les adelantó dinero, consiguieron sacar una revista destinada a competir con las de Bruguera. El proyecto terminaría llamándose Tío Vivo, nacería a inspiración de la revista argentina Tío Rico, y tendría un diseño y una maquetación punteros. Sería una publicación orientada a los adultos.

Tío Vivo fue una buena revista, llena de nuevos personajes, pero nació adelantada a su tiempo. Ni el público español ni la industria estaban preparados para ella. El experimento duró poco más de un año y afrontó numerosas dificultades, porque Bruguera hizo valer todo su poder para obstaculizar el lanzamiento de cada nuevo número. Al final, el dueño tiró de talonario para que las ovejas descarriadas volvieran al redil (el talonario terminaría además fagocitando Tío Vivo). Regresaron con dignidad y con la cabeza alta, más contentos y seguros de sí mismos, con un brillo distinto en la mirada. Giner fue el único en rebelarse y probar fortuna en el mercado extranjero, y no le fue mal. Sus otros compañeros de aventura retornaron a sus creaciones; por ellas lucharían, los que sobrevivieron, hasta finales de la década de los 80, cuando el coloso Bruguera se hundiría por pésima gestión administrativa. Ibáñez, la vedette del estudio, el más prolífico de sus autores y también el más rentable (hasta el punto de que las ventas de Mortadelo y Filemón llegaron a sustentar, durante años, todo el conglomerado), asestaría el golpe de gracia a la editorial: consiguió, mediante recurso de amparo, que la justicia prohibiese a Bruguera sacar nuevas, y viejas, aventuras de los agentes de la T.I.A, ya propiedad de su autor. En 1986, Bruguera se integraba en Ediciones B. Era el fin de una era.

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Un jovencísimo Francisco Ibáñez, según Paco Roca

La última página dibujada del cómic, su cierre, es significativa. Tiene un gusto a fin de ciclo: es el otoño de 1979. Un anciano Rafael González, todavía en el candelero como director de publicaciones, abandona su despacho. Afuera no le espera nadie. Está solo, como veintiséis años antes lo estuvieron Cifré, Conti, Escobar, Peñarroya y Giner. Como lo estuvieron una larga nómina de genios que trabajaron bajo la férrea férula del lápiz rojo. La de la editorial Bruguera fue una historia de soledad. Paco Roca acierta al tiznarla con los colores grises del invierno.