La cinta de Moebius es un objeto de una sola cara, como un rectángulo de papel retorcido y pegado por los extremos. Desde esta metáfora abordamos ciertas paradojas en cuentos de Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, J. R. R. Tolkien, Franz Kafka y Adolfo Bioy Casares.

M. C. Escher, Cascada (Waterval), 1961

Seguro que alguna vez has visto una cinta de Möbius: se parece a un rectángulo de papel retorcido y pegado por sus extremos. Aunque se basa en fórmulas matemáticas muy sutiles, lo cierto es que puedes hacerte tu propia cinta de ese modo. Es la mejor manera de que los profanos captemos el concepto. ¿Por qué? Porque lo que la hace célebre es el hecho de que tenga una sola cara. Para comprobarlo basta con que traces una recta longitudinal desde cualquier punto de su superficie: si tu pulso es firme, te sorprenderás volviendo al punto de partida habiendo recorrido toda la figura. ¿Qué tenemos entonces? Un objeto que nuestros ojos confunden con un cuerpo de dos caras, cuando en realidad se trata de una superficie continua. El típico truco que un fanático de la Verdad tildaría de brujería, vaya.

Te estarás preguntando a qué viene esta clase de geometría barata en un texto sobre literatura fantástica.

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Espero que al acabar la lectura la creas justificada, pero de momento te ruego que conserves la imagen. Voy a comentar varias fantasías que, de un modo o de otro, recrean una continuidad muy parecida a la de la cinta de Möbius. No te asustes si no has leído alguna: enlazaré y resumiré las breves, mientras que de las extensas tomaré tan sólo aquello que nos interesa. Veamos.

Empezaré por Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. Al poco de haber escrito este texto, descubrí un estudio sobre su relación con la cinta de Möbius. Coincido en varios puntos y discrepo en otros (el concepto “realidad extendida”), pero sin duda allí encontrarás más rigor analítico. El argumento es el siguiente: un hombre, tal vez un terrateniente, lee una novela en su sillón de terciopelo verde; en la novela, un hombre y una mujer, dos amantes, se reúnen en clandestinidad por última vez; por última vez se separan, para poder estar juntos de una vez por todas; dispuesto a matarlo, el amante parte en busca del marido; puñal en mano, recorre las estancias hasta dar con una puerta, tras de la cual espera el marido, descuidado del entorno, enfrascado en una novela, sentado en su sillón de terciopelo verde. Aunque con este resumen el cuento pierde pegada, confío en haber captado lo esencial. Al principio el lector cree ver dos planos distintos: por un lado, el del hombre que lee; por otro lado, el de lo que el hombre lee. El resultado es asombroso: los dos planos son uno solo.

¿Cuáles son esos dos planos aparentes? El primero es el de la realidad, no cabe duda. El segundo, el de la ficción. ¿Cómo puede ser entonces que al final los dos sean un mismo plano, cuando todos sabemos que realidad y ficción nunca podrán bailar juntos? Bien, en primer lugar, porque Cortázar es muy hábil: no distrae la atención del lector con trampas ni juegos de manos, sino que realiza su transformación ante nuestras narices, y aun así nos la cuela. Esto se explica gracias a la segunda razón de que el cuento funcione: la fantasía. Porque el mecanismo fantástico es efectivo incluso aunque nosotros no lo advirtamos. Creemos estar viendo el ensamblaje de dos niveles distintos cuando en realidad nunca hubo más que uno sólo. Hay una continuidad, un sólo cuerpo compacto que finge ser doble. En eso consiste el mecanismo del que hablo. Veamos cómo funciona en otras fantasías.

La primera en que pensé leyendo a Cortázar fue El navegante vuelve a su patria, de su paisano y coetáneo Adolfo Bioy Casaresi. También es un cuentito de dos páginas. Resumido: un narrador anónimo, indio residente en París y empleado en su embajada, refiere desde la vigilia los problemas que le ocasiona su sonambulismo; lo ilustra con un suceso reciente, un viaje en metro, donde ve a un camboyano dormido que habla en sueños; su pobre facha le inspira «conmiseración»; llega a su destino, sale del metro y se dirige a la embajada, donde el portero no lo reconoce y le impide el paso; un amigo lo despierta, le dice en camboyano que han alcanzado su destino; vuelve a bajarse del metro y, temiendo lo peor, se mira en un espejo para comprobar su pobre aspecto, su boca hablando en sueños. De nuevo espero haber reunido los puntos clave de la trama. El caso es que, si en la de Cortázar la continuidad se establece entre dos planos aparentes que son uno solo, en la de Bioy hay un solo hombre que aparenta ser dos hombres distintos.

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M. C. Escher, Cisnes, 1956

Recapitulemos: estamos hablando de ficciones en las que se plantean dos elementos en teoría diferentes que, cada vez de un modo distinto, acaban siendo la misma cosa. Cuentos como cintas de Möbius. Pues bien, el cuento de Bioy lo hace de un modo más complejo que Continuidad de los parques. Esto es así porque la convergencia de opuestos es doble: de una parte tenemos al indio que cuenta la historia, quien en algún momento de lo que parece ser un sueño se convierte en un camboyano, para descubrirse al despertar siendo ese camboyano; de otra parte, la vigilia da paso al sueño (sin que sepamos en qué momento ocurre esto, es cierto) para después volver a un plano que no podríamos definir con seguridad. Pues resulta que el camboyano se mira en un espejo y ve sus labios moviéndose como los de un sonámbulo, despierto y dormido a la vez. Y esto sucede antes de que el indio inicie su relato. Una nueva soldadura de planos e idéntico mecanismo.

Igual puedas encontrar concomitancias con aquel episodio de A través del espejo y lo que Alicia encontró allí en el que, por insinuaciones de Tweedledee y Tweedledum, la niña teme ser un sueño del Rey Rojo. También es posible que sepas de este enigma por Jorge Luis Borges. La admiración que le merecía se debe al efecto de continuidad, aunque él no lo describió. Sin embargo, citaba otros casos, como la velada DCII de Las mil y una noches, donde veía la inclusión de la narración en sí misma. Con el debido respeto, confieso que más bien parece una repetición del compilador, excusable si tenemos en cuenta la vastedad del conjunto. Pero Borges escoge otros ejemplos muy apropiados a esta reflexión. Sin ir más lejos, en La flor de Coleridge cita unas palabras del poeta inglés:

Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”

y después busca ecos de esta idea en otras ficciones. Pero hay una que ignora, por haberse publicado después de su ensayo.

Me refiero a El herrero de Wootton Mayor, de J. R. R. Tolkien. De su argumento nos interesa una escena: el protagonista, que ha viajado a Fantasía desde el Mundo (un plano equivalente al que llamamos real, aunque no nuestra realidad), recibe de su Reina una flor; de vuelta a casa, ya en el Mundo, la flor lo acompaña sin acusar el cambio (excepto porque “parecía algo divisado a una gran distancia”). “¿Entonces, qué?”, se pregunta Coleridge. “Entonces, nada”, contesta Tolkien. La continuidad de los planos, por tercera vez. Si en las anteriores lo producía un artificio narrativo, aquí el efecto surge de una sencilla imagen: el objeto fantástico que viaja al mundo real, donde es impensable. La flor es la línea que dibujaste en tu cinta de Möbius.

Veamos ahora una fantasía que a su manera reúne los tres prodigios anteriores: como en Cortázar, la ficción invade la realidad; como en Bioy, un hombre se parte en dos; como en Tolkien, un ser fabuloso es prueba de continuidad. Estoy hablando de El Quijote, leído a la luz de La verdad sobre Sancho Panza. Así se titula un párrafo en el que Franz Kafka propone otra lectura del clásico: que don Quijote sea una secreción del escudero, quien habría conseguido deshacerse de él a base de leer muchas novelas de caballería. Leído así, don Quijote no sería la locura de un hombre llamado Alonso Quijano, sino la fantasía de un labriego engordada hasta el punto de tomar cuerpoii. Este sueño, cuando actúa según su naturaleza, es tomado por un loco. Pero en cuanto se arranca a perorar sobre asuntos del mundo real, no hay oyente que no se admire de su lucidez.

¿Qué implica esta lectura? Recordemos el final de la novela: desengañado, don Quijote asume su identidad de Alonso Quijano y muere. Sancho Panza, por su parte, cree en la existencia de Dulcinea, asume el papel de escudero e incluso imagina haber sido gobernador en la ínsula Barataria. Es decir: el caballero muere disuadido y el escudero vive persuadido. ¿Y acaso no hemos dicho que don Quijote es la fantasía de Sancho, una vez consiguió librarse de ella? Puesto que de él salieron esos pájaros, a su cabeza han de volver. Todo hace pensar que el ciclo comenzará de nuevo: Sancho vuelve a estar preñado de caballerías, que aumentarán su viveza hasta dar a luz otro don Quijote. Este vivirá nuevas fantasías hasta que Sancho crea en ellas de nuevo, y vuelta a empezar. Sólo la muerte del escudero pondrá fin a este proceso. O tal vez no. Pudiera ser que, tras uno de esos partos, Sancho Panza descubra no que don Quijote es real, sino que la realidad es fantástica. Porque con sus mezcla de locura y sabiduría, con su mera presencia, don Quijote prueba que realidad y ficción son la misma cosaiii.

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En 1963 Jacques Lacan describe en palabras una buena metáfora visual para la estructura binaria psicoanalítica (consciente/inconsciente, significante/significado, presente/pasado): una cinta de Möbius a la que recorre un pequeño insecto. En ese mismo año Escher hace público este grabado, ¿quién está citando a quién? ¿O sus alusiones se organizan más bien según una lógica de cinta de Möbius?

Hemos analizado cuatro fantasías que, pareciendo duales, son unívocas. Como cintas de Möbius. Veamos ahora una que supera ese concepto: la de uno que es doble sin solución. Aunque depende de toda la Biblia, nos fijaremos en unos pocos versículos del Evangelio según Juan, relativos a la persona de Jesucristoiv. Encabezando este ameno libro leemos una curiosa composición, donde se incluye el famoso “Y la Palabra se hizo carne/ y puso su morada entre nosotros”, que arranca tal que así:

“Al principio ya existía la Palabra,

y la Palabra estaba junto a Dios

y la Palabra era Dios.

Ella estaba al principio junto a Dios.

Todo llegó a ser por medio de ella;

y sin ella nada se hizo de cuanto fue hecho.”

Repasemos ahora la razón de ser de Jesús: él es Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mateo, 1:23), el Mesías, el Cordero de Dios, etcétera… Nos hacemos una idea. Convenimos, por tanto, en que Jesucristo, más que un hombre, es un destino. No un batido de genes pleno de posibilidades y escaso de grandezas, sino la Redención de la humanidad, obedeciendo la Voluntad de Dios. Entonces, ¿a qué se refiere cuando dice: “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo siempre he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Juan, 15:10)? Mi, yo: ¿a quién designan esos pronombres? ¿Es posible que, siendo hombre y Dios, también sea algo distinto a ambos? Insisto: el Mesías no es un hombrev, sino la realización de las palabras que lo anuncian en el Antiguo Testamento.

Seguimos leyendo, hasta dar con un enunciado aún más oscuro. Se trata de los versículos en los que Jesús explica a sus discípulos la razón de su sacrificio: “Sin embargo, yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Pues si no me fuera, no vendría a vosotros el Paráclito [el Espíritu Santo]; pero, si me voy, os lo enviaré” (Juan, 16:7). Si en las palabras anteriores Cristo hablaba de un sujeto incomprensible, en estas plantea una alternativa inviable: sugiere la potestad de elegir, un libre albedrío ajeno al Plan Divino. Como si dijera: “llueve hacia abajo porque si no llovería hacia arriba”. ¿Por qué ambos enunciados son imposibles? Si los tomamos de forma aislada, hasta parecen razonables. Pero es que ambos se refieren a eventos sujetos a unas leyes generales: las de la Física en el caso de la lluvia, las Escrituras en el de Jesús.

¿Dónde está esa libertad, cuando el Mesías sólo es un medio en la obra de Dios? Piénsalo bien: si está en la Providencia, que no da puntada sin hilo, su creación aceptaría la superfluidad; si, por el contrario, se trata de una consecuencia imprevista, Cristo sería una siniestra paradoja. Puede que así sea, pues la persona de Jesús es contradictoria de raíz: es el destino de todos los hombres y es hombre en ese destino; es preso y a la vez es libre. Es el resultado de fundir Cielo y Tierra, realidad y sueño.

Con esto hemos terminado el recuento. Ahora, ¿qué tienen en común estos relatos? Para empezar, los cuatro primeros niegan la existencia de una “realidad literaria”. Como cintas de Möbius, en ellos la dualidad «realidad/ficción» tan sólo es un engaño del a percepción. El llamado “realismo literario” pretende abarcar lo diverso en un orbe cerrado, facultad exclusiva de los dioses. Esto es legítimo, siempre y cuando se lo vea como otra forma del cuento fantástico. La “metaliteratura”, por el contrario, practica la referencia libresca como prueba de falsedad: no veo a dónde nos puede llevar esto, aparte de a otras lecturas (que tampoco está mal). Y es aquí donde entra el relato evangélico: la fantasía no es falsa; es imposible.

Una paradoja es un cuento de hadas, ya que plantea un supuesto ajeno a las leyes de la realidad. Así, tan fantástica es la contradicción de Jesucristo como la trampa lógica: “yo siempre miento”. Tal es la naturaleza del aserto que cerró el párrafo anterior. Vemos entonces dos atributos de Fantasía: no es divisible, no es practicable. Y sin embargo la aceptamos. ¿Cómo es posible? Merced a la verosimilitud. Nada tiene que ver esto con el parecido entre nuestro mundo y el de la ficción; más bien con la habilidad del narrador para lograr esa “suspensión de la incredulidad” (Coleridge de nuevo) no tan voluntaria como se dice. Porque Fantasía tampoco es dependiente. Es una cuestión de palabras.

¿Y qué hay de este otro País de los Ogros en el que existimos? Parece clara la distinción entre lo tangible y lo ideal. Sin embargo, uno sube al autobús creyendo en la existencia de algo llamado trayecto, convencido de que ese acto suyo conlleva de forma inevitable la llegada a un destino; no somos capaces de dar un sólo paso sin la certeza de un pasado y de un futuro, pese a la experiencia de un presente sin fin; damos bellos nombres a cosas que no existen: cielo, hierba, mar. A nadie encontrarás que niegue esta verdad: las palabras, palabras son. Y sin embargo, hay algunas que, puras abstracciones, desatan procesos químicos y agitan acciones que inciden en el mundo sensible: palabras como patria, traidor, gratis. Cualquier día podría ocurrirte lo que a Oscar Wilde y, quitando la vista de una pintura para mirar por la ventana, descubras que la imagen se extiende al otro lado del cristal. Que hay continuidad.

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Viñeta de Dan Piraro. La misma broma aparecerá en Futurama

NOTAS

i Sorprenden algunas coincidencias entre ambos autores.

ii De nuevo a través de Borges, ahora cito a Novalis: “El mayor hechicero sería el que se hechizara hasta el punto de tomar su propias fantasmagorías por apariciones autónomas. ¿No sería ese nuestro caso?”

iii La verdad es que, si bien con gran discreción y como por accidente, es el propio Cervantes quien sugiere esta interpretación. Léase el capítulo XXXII de la Primera Parte, en donde el ventero, tras hacer gala de sus amplios conocimientos sobre hazañas caballerescas, opone a las acusaciones de falsedad vertidas por el cura este hermoso razonamiento: “¡Bueno es que quiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sean disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas, y tantos encantamentos, que quitan el juicio!”

iv Descarto, eso sí, al supuesto Jesucristo histórico, idolatría obtusa: como confundir a Rodrigo Díaz de Vivar con el Cid Campeador, o a la utilidad con el abrefácil. Tampoco considero el misterio de la Trinidad.