Toda historia de vampiros es, por definición, desesperada. El vampiro se aferra a la existencia con mayor ahínco que un vivo. En el proceso, destruye -pues no sabe hacer otra cosa- cuanto ama.
La literatura ha planteado siempre el mito como un romance frustrado. Raro, casi imposible, es hallar a un vampiro que no ame. Privado de sus emociones, y de su práctica humanidad, la criatura nocturna se encapricha de un ser mortal, se apasiona con condenarle; sólo así late un poco su corazón, sólo así recuerda lo que fue, engaña a su no-muerte, vuelve a sentir nostalgia. Y como su única forma de amar es mediante la muerte, la extinción o la consumición, sufre. Drácula obtuvo una tregua en su maldición con sus visitas a Lucy Westenra y a Mina Harker. Clarimonda (la muerta enamorada) tentaba al ingenuo novicio Romualdo para recobrar el color de su belleza. ¿Acaso Carmilla de Karnstein no se personaba en una habitación oscura a beber los vientos por la joven Laura para volver a dominar la región de la que una vez fue regente? Los casos entre ellos, y sobre todo entre ellas, abundan hasta el infinito.
Mircea Eliade (Bucarest, 1907- Chicago, 1986) siguió este mismo patrón fatídico en La señorita Cristina, novela de 1935 muy tardíamente traducida en castellano por Lumen, en 1994. El libro es una de las cumbres de la literatura vampírica, uno de sus ejemplos más aterradores.
Eliade sitúa la acción en la ficticia Z., de la que tan sólo se sabe que está por la campiña danubiana. Allí se yergue la mansión Moscu, casa señorial y eventual lugar de paso para huéspedes. Los últimos miembros del linaje de los Moscu son tres mujeres, la señora que lleva el nombre, Sanda, la hija mayor, y Simina, la niña de nueve años. Bajo su mismo techo residen transitoriamente el pintor Egor Paschievici y el profesor Nazarie, «gloria de las ciencias rumanas» y reputado arqueólogo. En cualquier otro relato del género, no sería difícil identificar a estos dos invitados, más un doctor con afición por la caza que se les une hacia el final, como los protagonistas, en cuanto intrusos y víctimas propiciatorias. La narración omnisciente de Eliade subvierte el canon: si bien Egor resultará ser el foco de los amores de ultratumba, ninguno será personaje principal (aunque sí carnaza). Eliade concede el rol más destacado a la señorita Cristina, su vampiresa.
De ella sabremos cosas pronto. Primero insinuadas. Luego explicitadas, a través de la leyenda sobre su vida. Finalmente, por su propia boca o pensamiento, cuando ya no oculte su mascarada a los habitantes eventuales de su antigua residencia. Cristina regresa de su muerte exactamente como fue en vida: bellísima, irresistible, cruel. Entre la supersticiosa población y la mayor parte del servicio de los Moscu, su nombre se pronuncia a media voz, como un cuento perverso para asustar a los niños. Entre los “señores” y sus huéspedes, se balbucea entre el estupor del duermevela y la altivez de lo tangible. Al ser un relato donde lo dicho de refilón tiene tanta importancia atmosférica como lo afirmado directamente, sueño y realidad se entremezclan y crean un ambiente extraño, que confunde a lector y personajes.
En la pugna entre Eros y Thanatos, que es telón de fondo del argumento, se impone por varios cuerpos de distancia Thanatos. Pero no sólo por la evidencia putrefacta de Cristina, la vampiresa que debe camuflar su olor a descomposición con una peste a violetas, sino, principalmente, por el peso de su presencia. La señorita Cristina es tanto una novela vampírica como de casas encantadas. La mansión Moscu responde a la fuerte voluntad de su antigua propietaria. La vampiresa vive a través de ella. Por las noches, es ama y señora de las sombras de los pasillos y de los crujidos. Durante el día, nada se le escapa desde la atalaya del retrato que pende en su dormitorio. La intensa mirada de Cristina parece arder desde el óleo, taladrar al observado, llegar hasta lo más profundo del alma. Es una mirada imperiosa, intimidante, propia de alguien acostumbrada a dar órdenes. Sugiere en los espíritus débiles deseos que no pueden ser contrariados. Sustraerse a ella es adentrarse en la locura. Por eso, las tres Moscu no parecen muy cuerdas.
La señora Moscu languidece con gestos extraños, sumida en sus propios pensamientos, demente y medio senil a pesar de no haber superado la mediana edad. Tiene repentinos arranques diurnos de vigor y euforia, cuando el poder, que no el control, de la vampiresa se atenúa. Sanda ofrece a cada nueva hora más síntomas de anemia, hasta lindar lo fantasmagórico. Simina, por su parte, está completamente dominada. La anulación de su voluntad es uno de los aspectos más espeluznantes de La señorita Cristina: la niña se comporta con un cinismo y una maldad impropios de su corta edad. La vampiresa, tía por vía materna, se aprovecha de su cuerpo para dominar a los restantes seres vivos. Sus prolongadas ausencias son sinónimos de acciones inquietantes; las desapariciones de personas, y la constante mengua del ganado, apenas sugerido en la narración, pueden achacársele a su mano. Además, Simina cuenta historias extrañas, necrófilas, y se apoya mucho en una nodriza que recuerda muchísimo a un cadáver reanimado. La niña aparece en los momentos más insospechados, en los lugares más recónditos, con veneno en su lengua y en sus ojos. Su único fin, la única razón por la que la quiere Cristina, es para que vele y proteja su cadáver de la exhumación. O de la estaca.
Claro que la voluntad de Cristina no surtiría ningún efecto en la espina dorsal del lector sin el acompañamiento de una atmósfera adecuada. La narración parece el sueño de un grupo de sonámbulos. Eliade construye una prosa sugerente, pero muy directa. Por ejemplo (página 122 de la edición de Lumen): “[…] Lilas y algarrobos silvestres crecían allí a placer, entremezclando las raíces. Olía a noche bajo sus hojas vivas y malignas. Inmumerables almas muertas, enmudecidas desde hacía mucho, que se contentaban con comunicarse entre sí noticias y burlas con el temblor de sus hojas”. El escritor rumano se encarga de evidenciar que ni siquiera la naturaleza puede acudir en auxilio de Nazarie o Egor, pues es igualmente perversa. Cristina encuentra en ella una perfecta aliada.
El hecho de imaginar una naturaleza salvaje, hostil, entronca con los propios intereses de Eliade. Más conocido en círculos filosóficos por sus estudios sobre las religiones y por ser el postulador del mito del eterno retorno, teoría que sostiene que la historia del mundo ha de extinguirse para resurgir y repetirse, creía con una firme convicción en que ya no había nada nuevo bajo el sol, que las religiones antiguas habían agotado todos los motivos y los comportamientos y que la modernidad era una pura imitación de aquellos tiempos pretéritos. La naturaleza era para él, como en los esotéricos Machen y Blackwood, el vestigio de hombres antiguos. En la novela se produce un símil: si la casa magnifica los poderes de la vampiresa, el mundo natural refuerza el de los antepasados. La descripción antes resaltada tiene tintes burlescos: árboles y plantas se ríen de la fugacidad de la vida humana.
Los ya amplios conocimientos, o intereses, antropológicos de Eliade cuando publica el libro -tiene 26 años- se reflejan en su manejo del folclore. Nazarie es una prolongación evidente de su ánimo curioso, la emanación de su propia sed de sabiduría. La concepción de Cristina debe mucho a su pasión por las civilizaciones arcaicas. Un dato debe tenerse muy en cuenta: la joven es una vampiresa genuinamente rumana. Vive en una zona con un pasado perfectamente documentado, y no exótico, como sucede en Drácula: las fuentes de Eliade se basan en el trabajo de campo, o en estudios exhaustivos de verdaderos especialistas, y no en la remota rumorología o el pintoresquismo de los volúmenes de las bibliotecas de órdenes herméticas, la documentación de la que se serviría Bram Stoker para concebir su famosísima obra. Drácula no deja de ser una novela marcada por un sesgo parcial, anglosajón: no olvidemos que el conde es el extraño non grato -el inmigrante en tiempos industriales- que se introduce en la plácida vida británica para alterarla o destruirla. Cristina no supone ese tipo de amenaza foránea. Es un peligro local, y como tal, más que folclore y superstición, es parte intrínseca de la cultura de una civilización, de un pueblo.
Es así que Cristina es tanto vampiro como strigoi. Las diferencias entre ambos seres son sutiles y las marca la pertenencia a una tierra. Massimo Izzi, autor del imprescindible Diccionario ilustrado de los monstruos (José J. Olañeta Editor, 2000) dedica una entrada al monstruo (en la página 452): “Strigoi es la denominación rumana del vampiro. El nombre deriva de «a striga», gritar, dado que sus gritos estridentes se oyen a menudo por la noche, cuando luchan entre sí, y sobre todo en la noche de San Andrés”. Izzi parece estar describiendo a Cristina en un pasaje posterior: “Los strigoi muertos (hay otros vivos, que lo son por nacimiento) […] son idénticos a como lo eran en vida, pero tienen el poder de transformarse en insectos nocturnos o en animales”. La joven azuzará a sus víctimas como enjambre de mosquitos y como mariposas nocturnas. Las lecturas de Stoker le permitieron, en este caso, trasladar estas características rumanas a su célebre no-muerto: como Cristina, Drácula se aferra a su tierra (la joven está enterrada bajo el suelo de sus posesiones) y se metamorfosea (el conde lo hará bajo la forma de lobo y murciélago).
Cristina murió a los veinte años, en 1907, el mismo año del nacimiento del autor. Fue asesinada por su amante. Su odio y su voluntad eran tan fuertes que regresó de la tumba para vengarse tres décadas después. A tan sólo un par de años de la gran conflagración que sumiría a la humanidad en una perpetua tiniebla. En contra de lo que cabe pensar, habrían sido malos tiempos para los vampiros, pues el hombre tendría la vista demasiado puesta en matar, destruir y sobrevivir. No habría tiempo para amar. El destino de los vampiros en ese mundo de no-muertos difícilmente habría sido muy esperanzador.