Boris Vian (Ville-d’Avray, Francia- 1920- París, 1959) utilizó un sinfín de heterónimos a lo largo de su existencia: desde el negro y pulp Vernon Sullivan al jazzístico Boriso Viana, sin olvidar los anagramas Navis Orbi, Brisavion, Bison Rovi o Baron Visi. Teniendo en cuenta la frenética actividad que desplegó durante sus escasos 39 años de vida (fue novelista, dramaturgo, poeta, ingeniero, músico de jazz -la trompeta era su instrumento-, periodista, traductor), tal hiperactividad nominal tiene su cierta lógica; bien podría repartirse en varias vidas o, a falta de éstas, en varios nombres. Por lo demás, el polímata Vian parecía destinado a serlo desde la cuna, siendo una suerte de perfecta suma de sus progenitores: Paul era poeta aficionado, traductor de inglés y alemán, además de un hombre interesado por la mecánica y la electricidad; Yvonne tocaba el arpa y el piano, amén de ser una gran amante de la ópera -de hecho, Vian debe su nombre a la ópera de Modest Mussorgski Boris Gudanov (1874)-.
Puestos a compararle con un objeto, el caleidoscopio -con sus cambiantes y sugerentes formas y colores- se antoja como una analogía apropiada para describir la figura de Vian, así como su producción literaria. No es fácil analizar su obra: dejando a un lado las novelas pulp que escribió como Vernon Sullivan [1], se ubicaría dentro de la corriente surrealista, y en ella se aprecian fuertes ecos de Alfred Jarry [2]; o, si se prefiere un referente más moderno, también se le podría comparar con Julio Cortázar (sobre todo sus Historias de cronopios y de famas, publicada en 1962). Sus novelas retratan mundos de difícil clasificación, que sólo cabe describir como tremendamente personales, entre otras cosas porque en ellas vuelca Vian su caleidoscopio personal. Entre referencias a la ingeniería o música de jazz (por nombrar dos), en sus obras cristaliza una belleza de las pequeñas cosas. Incluso se podría decir que, formalmente, igual que el caleidoscopio, funcionan como una acumulación -¿arbitraria?- de pequeños detalles: entrañables animales criaturas y personajes, situaciones y artefactos disparatados y divertidos (y que a menudo sólo pueden ser descritos con neologismos[3]), o gran colorido y musicalidad -que por desgracia se pierde en las traducciones-. Todo ello aderezado con un tono desenfadado y lúcidamente provocador, donde la única constante es que el lector no sabe qué se encontrará con el próximo giro del caleidoscopio. O sí: chiribitas.
De todas sus novelas, La Hierba Roja (1950, última edición en castellano por Tusquets Editores en 2016) destaca por ser la más íntima y personal, la menos burlesca. Destaca por su fuerte componente psicológico –frente a la ligereza de obras anteriores como Otoño en Pekín o La Espuma de los días–, así como por ser una historia de ciencia-ficción -a la manera de Vian, eso sí-. Fue escrita mientras se desintegraba su matrimonio con Michelle Léglise, tras años de distanciamiento e infidelidades (la más famosa, entre Michelle y Jean Paul Sartre [4]), un hecho que encuentra su eco en la novela.
El argumento relata un proceso de entropía y disolución a varios niveles, que afecta a sus dos parejas protagonistas, de nombres extraños y musicales: Wolf y Lil, Saphir Lazuli y Folavril. Una cena al comienzo de la historia servirá para hacer las presentaciones, en la que la conversación transcurre con muy pocas palabras “porque, en definitiva, Saphir estaba enamorado de Folavril, Lil de Wolf y viceversa, para conservar la simetría de la historia. Y además Lil se parecía a Folavril, ya que ambas tenían el cabello rubio, labios como para besarlos y el talle esbelto”. Para Wolf, ingeniero, la vida “no era triste, simplemente estaba vacía, en suspenso”; para Lazuli, socio de Wolf y mecánico, es “desbordante e incalificable”; para Lil, “corolaria”; Folavril, por su parte, “no pensaba. Simplemente vivía, y era dulce gracias a sus ojos de cierva-pantera con esos rabillos”. A estos cuatro protagonistas cabe añadir, a modo de contrapunto cómico, otra pareja: la formada por el socarrón y carismático Senador Dupont (un perro gordo y viejo que habla –¡incluso maúlla!-) y su wapiti, un entrañable animalito que “es verde, tiene púas romas y hace plop cuando lo tiras al agua”. Pero por muy enamorados y viceversa, sus relaciones terminarán por naufragar por culpa de las inseguridades y obsesiones de Wolf y Lazuli. El nihilista Wolf vive obsesionado con su propio pasado, marcado por inhibiciones y deseos reprimidos, del que espera librarse gracias a la extraña máquina que ha construido con la ayuda de Lazuli; en el caso de Lazuli, sus inseguridades le llevan a ver extraños dobles, personajes tristes que le observan cada vez que intenta mantener relaciones sexuales con Folavril, algo que alimentará una creciente espiral de inquietud y paranoia que desembocará en un fatal y espeluznante desenlace. El resultado será el fracaso final de los hombres que desembocará en el triunfo -aunque no exactamente feminista- de las mujeres.
Sin ser completamente opuesto al nuestro, el mundo en el que viven es inesperado, lisérgico si cabe. Empezando por la hierba roja, característica de la región, y siguiendo por una ciudad cuanto menos bizarra, en la que se pueden visitar pitonisas olientes, que viven en casas inundadas, construidas sobre pilares y custodiadas por cuervos que ofrecen ratas muertas a los invitados. O quizá se sienta más cómodo el lector el Barrio de las Amantes, en cuyas casas duermen mujeres desnudas con sexos despiertos; o ese Distrito del Juego, que parecería concebido por un Marqués de Sade psicodélico, donde el “juego” -uno de ellos al menos- consiste en disparar agujas con una cerbatana contra los cuerpos desnudos de hombres o mujeres, según la preferencia de cada uno; o la cueva -custodiada por guardias desdentados- en la que los negros viven, refugiados por voluntad propia, para así poder bailar libremente, lejos de las burlas del hombre blanco. Una ciudad extraña, sí, cuyas casas se derriten en la distancia, y a las afueras de la cual pájaros carpinteros picotean en morse, bajo un cielo que respira, como un personaje más, y al que se describe como diafragma, membrana, peritoneo; un cielo en el que las nubes corren veloces como huelguistas delante de la policía; cuyo atardecer decide irse a otra parte para no molestar a los amantes Lazuli y Folavril, quienes, en medio de la noche, siguen besándose rodeados por una burbuja de sol.
Esta naturaleza –blanda, maleable y por momentos lírica- contrasta con la rigidez metálica e inorgánica propia de la máquina que Wolf y Lazuli han construido. Una maquina que permite borrar su memoria a quien entra en ella, tras revivir y analizar sus recuerdos: unos recuerdos que son “una mezcla de impresiones superpuestas de otros periodos, una realidad distinta, otra vida revivida con una personalidad diferente que es, en sí misma, consecuencia de dichas memorias”. La máquina, en todo caso, es el verdadero corazón de la novela, su lado oscuro; con sus triángulos inhumanos, sus piezas y engranajes, el zumbido de su motor, el extraño agujero sobre el que está situada su cabina, que bien podría ser una fosa. Todo perfectamente ensamblado para acometer su función: la disolución y borrado de (la memoria de) Wolf. La novela se estructura en torno a este doble eje, a estos dos espacios diferenciados que son el extravertido mundo exterior y el mundo introspectivo -y deprimente- de Wolf, que se desarrolla en el interior de la maquina. Si el color de la hierba parece una referencia a H. G. Wells y La guerra de los mundos (1898), también la máquina podría ser vista desde ese mismo prisma wellesiano, pues no deja de ser una máquina del tiempo, si bien un tiempo individual, personal, pasado. Ese pasado que obsesiona a Wolf y que es la raíz de su desencanto permanente. De ahí la máquina, su obcecación en purgar su memoria, en despojarse de sí mismo. A ese respecto, es elocuente la conversación que, al inicio de la novela, mantienen Wolf y su yo reflejado en un espejo; el ingeniero afirmará ante su reflejo -disconforme con todo aquello- que, aún costándole a uno la vida, cualquier “solución” -en referencia a la máquina- es siempre preferible a toda incertidumbre. Certeza, pues, claridad: eso es lo que persigue Wolf, quien, ante la queja de su doble, zanja la conversación espetándole a su reflejo (¿a su pasado?): “Tú no cuentas. No me eres de ninguna utilidad”. Bienvenida sea la máquina, por tanto.
¡Y tanto! Será inaugurada de manera delirante,con gran estruendo y fanfarria. El evento no tiene nada que envidiar a la memorable boda delirada por el joven Ciccio Marconi con su adorada Aldina Cordini en Amarcord [5], oficiada por un gigantesco rostro de Mussolini hecho con flores. Con carrozas de los distintos gremios desde el -oscuro traficante de quesos que parece controlarlo todo al gremio de los fabricantes de ataúdes, pasando por el de los mercaderes bebés-, presidida por un alcalde que no sabe de qué va el asunto, su trompetilla acústica, y los pechos gigantescos de su mujer, desnuda y roja como una remolacha; entre el olor a masas y el polvo azul de la droga que se fuma en cigarrillos de domingo… Tras los discursos y canciones tradicionales, la multitud se disuelve; sólo quedan Wolf, Lazuli, y el rumor del motor de la máquina, que llena la plaza desierta.
En su interior se abre un vórtice vertiginoso, desde ese hoyo bajo la cabina hasta el cielo irreal; se desata un viento fuerte y helador, una fina escarcha lo cubre todo… son necesarias gafas de protección. Al otro lado, comienza a desplegarse ante Wolf el mapa sonoro y tetradimensional de su pasado ficticio. El personaje se adentra en espacios arquetípicos, teatros mentales que remiten vagamente episodios de su pasado: un camino de tierra junto a una ruinas engullidas por zarzales; un patio abandonado; un aula llena de bancos polvorientos; pasillos empedrados con fósiles; una oficina que apesta a tinta y desinfectante; una playa desierta… Espacios en los que reina la quietud y el tiempo permanece suspendido, como en una representación teatral donde la escena se detiene para dar paso al soliloquio. Pero en este caso, el soliloquio toma la forma de un diálogo; en los distintos escenarios, Wolf encontrará una serie de pintorescos personajes, literalmente burócratas de la memoria. Son el señor Perle, el señor Brul, el abad Grille, las señoras Heloise, Aglae y, por último, la joven Carla y un anciano cobrador. Guiarán a Wolf en el proceso de introspección, análisis y borrado, interrogándole a propósito de sus relaciones familiares, sus estudios, sus experiencias con la religión; también sobre su pubertad, vida sexual, su matrimonio, su actividad en cuanto célula de un cuerpo social, así como, por último, posibles inquietudes metafísicas posteriores. Al menos, ese es el plan.
A lo largo de varias incursiones se nos van revelando los distintos sucesos, opiniones y experiencias que dan forma al caleidoscopio de memorias de Wolf. Un caleidoscopio que resulta familiar: las múltiples y evidentes referencias autobiográficas (la pésima salud del joven Wolf, por ejemplo [6]) dan pie a pensar que el propio Vian pueda estar pasando revista a su propia vida a través del personaje. Pretender ver en el ingeniero Wolf una transcripción literal de Vian sería probablemente tan exagerado como intentar ver (por qué no) la cara de besugo de Sartre en los dobles que acosan a Lazuli, pero es posible que también Boris Vian hallase una cierta catarsis en el proceso de desdoblamiento de (en) Wolf. Que, también para él, la máquina funcionara como un refugio donde el desahogo es posible. Igual que la cueva para los negros, la máquina sirve para escapar de todo y de todos. Ahora bien, ¿puede un hombre vivir sin memoria? ¿Qué queda cuando no queda nada?
Ahí radica para Wolf la certeza final: “un hombre muerto está completo. No tiene memoria. Está acabado. Uno no está completo hasta que no está muerto“, afirma mientras le da una paliza al anciano cobrador; ¿qué hay más tolerante que un hombre muerto?, dirá, citando al señor Brul, o ¿qué hay más solitario que un hombre muerto?, citando al señor Perle; Qué hay más estable… Hay algo más deseable? Mejor adaptado a su función? …algo más libre de toda inquietud? Esclarecido todo, todo se disuelve, desaparece, se funde. Concluye. En el lateral de la máquina, queda un mejunje negro, acumulado en el depósito de memorias… y queda, para Lil y Folavril, la perspectiva de una nueva vida sin hombres serios: sólo playboys con coches de veinticinco metros a los que humillar y que las cubrirán de pieles y joyas.
Como dice una Lil maravillada: “será fantástico”.
NOTAS
[1] Escupiré sobre vuestra tumba (1946) fue la primera obra que Vian firmó con este heterónimo, nombre de un supuesto escritor negro estadounidense, del que Vian era el supuesto traductor. A ésta siguieron otras tres novelas: Todos los muertos tienen la misma piel (1947), Que se mueran los feos (1948), y Con las mujeres no hay manera (1948). Pertenecientes al género de la novela negra, todas ellas fueron censuradas por su alto contenido de violencia y sexo, con su consiguiente aumento en la notoriedad y ventas. Tras años de juicios contra el supuesto autor y su editor, Boris Vian acabó por reconocer su autoría, y fue condenado por «ultraje a las buenas costumbres».
[2] El célebre scritor simbolista francés (1873-1907), más conocido por su obra de teatro Ubú rey (1896), acuñó el término y el concepto filosófico de la patafísica, que él mismo proclamó como «ciencia de las soluciones imaginarias». Tras fundarse en 1948, El Colegio de Patafísica nombrará a Boris Vian «Sátrapa Trascendente» el 11 de mayo de 1953 (el 22 de Palotin de 80, según el calendario patafísico), fecha en la que también adquiere la condición de «Promotor Insigne» de la Orden de la Gran Gidouille.
[3] El uso de neologismos es una constante en la obra de Vian, como la maravillosa «pianocktail» de La espuma de los días, palabra inventada por el autor para describir un piano, que al interpretar una melodía, produce un cóctel donde el sabor recuerda las sensaciones experimentadas al escuchar la canción.
[4] Vian frecuentó a los círculos literarios de Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Albert Camus, entre otros. Invitado por Sartre, publicó cuentos en la revista Les Temps Modernes, así como crónicas y críticas de aspectos sociales; en el periódico Combat, dirigido por Albert Camus, abordó la crítica de jazz.
[5] Película escrita y dirigida en 1973 por el cineasta italiano Federico Fellini (1920-1993).
[6] Poco después de cumplir los doce años, Vian padeció un ataque de fiebre reumática, seguido, poco después por un episodio de fiebre tifoidea; sendos episodios le provocaron una dolencia cardíaca que habría de condicionar su salud durante toda su vida y provocó su temprana muerte.