En 2011 Minotauro tuvo el acierto de editar una incompleta “edición completa” de los relatos que componen el Ciclo de Terramar, bajo el título de Historias de Terramar. Un volumen majestuoso y elegante que recoge las novelas que componen la llamada “primera trilogía” (Un mago de Terramar, Las Tumbas de Atuan, La costa más lejana) además de las dos últimas y conclusión de la saga (Tehanu, En el Otro Viento). A esta edición, que seguro lucirá estupendamente en la librería de cualquier aficionado al género, se le puede perdonar (a duras penas) la omisión del libro de relatos cortos Cuentos de Terramar, que si bien no forma parte de la trama principal, ahonda y amplia placenteramente su universo. De estos relatos omitidos, tiene especial relevancia el que lleva el título de «Dragonvolador» (Dragonfly en el original, o sea, «Libélula») que es un puente directo entre Tehanu y En el Otro Viento y cuya lectura es bastante recomendable para contextualizar algunos aspectos del último libro.
Seguramente por alguna peregrina decisión empresarial, en la contraportada de este volumen integral se puede leer:
“Terramar es un universo literario tan sólido e inolvidable como el de J.R.R. Tolkien: todo amante de la Tierra Media debería adentrarse en estas páginas repletas de belleza, fantasía, emociones…” Bla, bla, bla…
¡Paparruchas! Lo que debería hacer todo amante de la Tierra Media que busque en estos libros algo parecido a los mundos de Tolkien es recurrir a cualquier otro de los vástagos por descendencia directa o indirecta que han ido poblando los mundos de fantasía de este último medio siglo, que algunos no están mal. O releerse por séptima vez El señor de los anillos y El Silmarillion por no salirse de las fuentes. O podría irse a freír espárragos directamente. Cualquier comparación coherente del Ciclo de Terramar con la literatura tolkeniana solo se sostiene por sus radicales contrastes, tanto formales como esenciales, no por sus similitudes. Para aclarar rápidamente el tema, enumero a continuación algunos ejemplos.
Tolkien contra Le Guin
Donde en Tolkien encontramos un mundo continental, inspirado en sagas celtas y nórdicas, en el que los personajes se pegan largos pateos por praderas, bosques y montañas, en Terramar entramos en un mundo insular, que evoca paisajes, mitologías y culturas mediterráneas, y en el que las grandes travesías se hacen en barco. No es sólo una cuestión de paisajes, ya que forma parte integral de la simbología de la obra. Por citar a los clásicos “el mar une, la tierra separa”.
Mientras que a Tolkien se le ha acusado de racismo en sus novelas (discusión aparte), Ursula K. Le Guin (Berkeley, California, 1929) pone especial empeño, en estas novelas y en casi todos sus relatos, en que la mayoría de sus protagonistas sean de piel oscura, en amplia variedad de tonos. Cabe destacar que los kargos, un pueblo bárbaro, beligerante y expansionista, sean la única raza blanca que puebla Terramar.
Y sobre todo, la diferencia estriba en el núcleo de la cuestión: Tolkien, desde su tradición católica, nos presenta la lucha arquetípica de opuestos irreconciliables, del Bien contra el Mal, del blanco contra el negro, de los pueblos libres y honestos de la Tierra Media contra el Gran Enemigo y todas las razas corrompidas por su inmensa vileza… Mientras que en ésta, como en todas las tramas de Ursula K. Leguin, los opuestos en Terramar son, normalmente, fuerzas que buscan complementarse, más que destruirse. Los necesarios antagonistas que proponen el conflicto no siempre aparecen retratados como esencialmente malvados. Los valores morales, filosóficos y espirituales de fondo presentes en todos los cuentos de Leguin no son maniqueos, ni simplistas, ni siquiera fáciles de manejar por cualquier autor o lector demasiado apegado a las tradiciones religiosas occidentales… Por esta misma razón, «El ciclo de Terramar» podría ser considerado incluso un anti-Narnia, un tónico contra la indigestión de alegorías cristianas.
Y además está el tema de los dragones… ¡Ay!, los dragones…
Pero dejemos esta aparente polémica que en realidad nunca ha existido. Ursula K. Leguin siempre se ha mostrado muy respetuosa con la obra del británico aunque su mundo personal y literario sea completamente distinto.
Lo que si es cierto es que «El ciclo de Terramar» está considerado un clásico del género de fantasía por derecho propio. Ha sido reconocido desde el principio por la crítica y el público como uno de los universos fantásticos más sólidos, originales y bellos de cuantos ha dado la literatura del siglo XX. Todos los intentos por revisionarlo, ya sea en el cine o la televisión, han terminado en chasco, debido a que su personalidad no tolera los procesos de mercantilización convencional sin marchitarse (en entrar a valorar estas visiones alternativas dedicaremos nuestro epígrafe final). Aún así, su influencia en la literatura fantástica posterior es innegable, aunque no siempre evidente.
Un paisaje interno psicológico y filosófico
Le Guin entiende la obra literaria fantástica como la creación y descripción de un paisaje interno y está muy involucrada en dotar de consistencia psicológica y filosófica a sus escritos. En este caso, los tres primeros libros están desarrollados en torno al concepto de opuestos complementarios, de luz y sombra, hombre y mujer, vida y muerte, de definirlos y de hacerlos convivir, por contraste a la tendencia general en el género de presentar fuerzas contrarias que buscan la dominación final de la una sobre la otra. Aunque en un principio concibió la primera trilogía como completa, con el tiempo y para ser completamente coherente consigo misma, acabó necesitando, por lo menos, un par de novelas más. Pasaron casi 20 años entre la publicación de La Costa Más Lejana y Tehanu; el enorme tiempo transcurrido se nota en el estilo y en el enfoque de muchas ideas de fondo.
Este artículo propone hacer una revisión de los símbolos y la imaginería de los tres primeros libros y su trascendencia en el género, hasta donde el autor del mismo es capaz de ver. Contiene una buena cantidad de spoilers, aunque esto no debería desanimar a los posibles lectores, ya que lo importante de la lectura no es el final, sino el camino…
Y para empezar, qué mejor que el principio.
Un mago de Terramar
Un mago de Terramar cuenta la historia de Ged (aka Gavilán/»Sparrowhawk»), un muchacho montañés con un talento especial para la magia, y de su periplo hasta convertirse en Archimago, bajo la tutela de Ogion, su maestro al principio, y de su aprendizaje posterior en la Escuela de la Isla de Roke. Una idea no muy original a estas alturas, pero que sí lo era en el momento de su publicación original, en 1968, unos pocos años antes de que George Lucas pusiera de moda el tándem maestro-aprendiz en la épica contemporánea.
Casi medio siglo después, J.K. Rawling consiguió, afortunadamente para ella, dar con una aplicación comercial de la idea, en una versión de la escuela de magia para niños (y niñas) en la que no se complica la vida dando mucha coherencia al fundamento de la magia, de forma que ésta pueda seguir siendo eso, magia para niños… Es la solidez de estos fundamentos lo que da profundidad al universo de Leguin, lo que hacen que uno desee, en el fondo, aprender la magia de Roke ya de mayorcito.
«Ogión se había detenido y el taco de bronce de su báculo apuntaba hacia la hierba.
-¿Qué planta es esta?
-No lo sé, Maestro.
-La llaman cuatrifolia.
-¿Para qué sirve, Maestro?
-Para nada, que yo sepa.
Ged recogió una cápsula con semillas y la conservó un tiempo en la mano, mientras que reanudaban la marcha; luego la tiró.
-Cuando seas capaz de reconocer la cuatrifolia en todas sus sazones, raíz, hoja y flor, por la vista y el olfato, y la semilla, podrás aprender el verdadero nombre de la planta, ya que entonces conocerás su esencia, que es más que su utilidad. ¿Para que sirves tú, al fin y al cabo? ¿O yo? ¿Qué utilidad presentan la montaña y el mar abierto?
Caminaron otra milla en silencio y Ogión dijo por último –Para oír, hay que callar.»
Aun cuando las fuentes de las que bebe el trasfondo del universo de Terramar son declaradamente orientales (la autora publicó en 2011, tras cuarenta años de estudio, la que se considera la mejor adaptación en lengua inglesa hasta la fecha del Tao Te King, el libro de referencia taoista), esta concepción encuentra réplicas en muchos otros sistemas de “pensamiento mágico” que van desde el chamanismo nativo americano hasta corrientes más contemporáneas. Goethe, por ejemplo, uno de los autores más admirados de su época, protofundador de la escuela filosófica-mística antroposófica, practicaba la observación de plantas. Uno de sus ejercicios favoritos era observar el ciclo vital completo de una flor, de su semilla, de su brote, su crecimiento y su floración, para aprender su esencia fuera del tiempo, más allá de las circunstancias accidentales que se presentan a cualquier observador casual. Consideraba la escucha, el estado de silencio mental receptivo, como el camino por el cual el ser humano puede percibir la verdadera naturaleza del mundo interno y externo. Kierkegaard, decía que en su búsqueda de Dios, comenzó rezando, continuó callando y terminó simplemente escuchando.
Y en efecto, la magia de Terramar consiste en conocer el alma de las cosas y las personas, saber llamarlas por su nombre verdadero. Igual que un amante tiene poder sobre nosotros porque conoce nuestro corazón, el mago puede influir sobre el mundo y sus elementos porque habla con él de forma íntima, en el lenguaje de la creación. Pero, ¡cuidado! el universo está en equilibrio natural, cualquier intento del hombre por plegarlo a su voluntad de forma caprichosa conduce al desastre…. He aquí la lección que aprenderá Ged durante el primer libro y que supone la idea de fondo de toda la saga.
La forma en la que Ged está vinculado a La Sombra, su anverso, despertará un profundo gozo de reconocimiento en aquellos que gusten de las interpretaciones psicológicas jungianas. La prosa lírica con la que Le Guin conduce al lector hasta el climax final, hace que muchos tengan la sensación de haber despertado de un sueño lúcido al terminar el libro. Es precisamente la abundancia de paisajes y descripciones levemente oníricas lo que puede diluir el interés en la lectura de algunos tramos. Las metas del protagonista se vuelven difusas; el ritmo de la narración contemplativo pierde vigor. Que esto sea un fallo o un acierto depende del criterio del lector. En cualquier caso, este efecto parte de una lógica interna general de las historias de Le Guin, que plantea el desarrollo de los personajes como una comprensión del equilibrio de su universo, de sus leyes y sus costes, antes que arrojarlos a una permanente carrera de obstáculos. Para algunos especialistas, Un mago de Terramar es uno de los ritos de paso mejor traídos de la literatura moderna. Recogiendo libremente la filosofía de la autora sobre este punto: “Los monstruos finales en lo más profundo de la mazmorra, los tiranos oscuros, los invasores del espacio o cualquier otra forma de amenaza exterior al uso en nuestra cultura narrativa, por muy poderosos que sean los símbolos que encarnan, nos mantienen en una visión infantil del mundo, un nosotros los buenos contra ellos los malos, en una vocación de solucionar los conflictos destruyendo a aquellos que se oponen a nuestra visión del mundo”.
Para Le Guin, el héroe es un ser maduro cuando acepta e incorpora, desde la consciencia, siendo capaz de nombrarlos, tanto los aspectos luminosos de sí mismo como la parte más oscura y dañina de su personalidad. El muchacho Ged no se hace un hombre venciendo al mal del mundo, sino haciéndose cargo de las consecuencias de sus actos, incorporando la responsabilidad personal sobre cada cosa que hace o dice. Y sobre todo, aceptando la sombra de su propia muerte, sin negociaciones, como parte fundamental de su vida. Algo así como lo que abre la lectura del Codigo del Samurai: “Un samurai debe, ante todo, tener constantemente en mente, día y noche, desde la mañana de Año Nuevo cuando toma sus palillos para desayunar, hasta la noche del último día del año, en que paga sus facturas, el hecho de que un día ha de morir”.
Magos, samurais o jedis… Algo de todo esto queda. Mucha gente ha leído Un Mago de Terramar y le ha gustado, pero ¿cuántos fans habéis visto disfrazados de personajes de esta saga en fiestas, estrenos o convenciones como niños en su fiesta de cumpleaños? Terramar no es un universo de formas y representaciones. Es material mágico, y el que lo lleva, lo lleva por dentro.
Las Tumbas de Atuan
Años después de los hechos contados en el primer libro, Ged es un hombre adulto, curtido en mil aventuras y al que se le ha otorgado el título de Archimago de Terramar. Embarcado en la búsqueda de la mitad de un amuleto roto cuya restauración puede traer la unidad y la paz al reino insular, se adentra en tierras Kargas. Pero Ged no tiene poder en el interior de las Tumbas de Atuan y no puede tener éxito en su misión sin la colaboración de la sacerdotisa del lugar. Y este libro no habla de Ged, ni de su triunfo, sino del de ella.
Así como Un Mago de Terramar es la historia de un muchacho que se hace hombre, esta novela es la contrapartida de una muchacha que reincorpora su individualidad, su nombre verdadero, como mujer. Así como el Camino de Ged, el ánimus de la saga, es un viaje externo, una fuerza Yang que actúa en el mundo, de uno a otro confín, el Camino de Arha es el de un lugar interno, el anima, un Yin que recibe, nutre y madura.
Las Tumbas de Atuan, sede del culto a las antiguas potestades ctónicas, transcurre desde el principio hasta el final en un remoto complejo de templos regido por sacerdotisas y atendido por eunucos en mitad del desierto, que sirven a un lejano Rey-Dios. Un gineceo en el cual sólo entran hombres para ser sacrificados. Sus laberintos internos y su oscuridad innominada, las blancas y suaves dunas en la superficie, nos hablan de un paisaje femenino que la autora conoce muy bien. En los Reinos Kargos, las mujeres sometidas por una sociedad guerrera completamente desequilibrada hacia lo masculino (el yang) encuentran su último reducto de poder convirtiéndose en guardianas y representantes del yin desequilibrado, oscuro, devorador. Teniendo en cuenta que Le Guin se define a si misma como feminista (entre otras cosas) y que está muy implicada en incorporar temas femeninos en un género literario tradicionalmente enfocado a un público masculino, no es extraño que algunas lectoras perciban la historia de Arha (de forma implícita, simbólica, no explícita) como un despertar sexual de la mujer. Más aún cuando se entiende que la novela fue escrita en Estados Unidos durante los últimos años 60, con todo el contexto social que eso implica.
Más allá de consideraciones de género, Ursula K. Le Guin habla de la psique, del ser humano. Las potestades oscuras que reinan en el lugar son las fuerzas primitivas, subterráneas de nuestro inconsciente, personal y colectivo. Cuando se habla de ellas, uno experimenta un escalofrío «lovecraftiano». Son el lugar del terror, de la locura, la aniquilación, es donde se produce la hegemonía de las entidades primigenias ajenas a las esperanzas y aspiraciones humanas, las pulsiones de muerte de Freud.
“Las fuerzas que gobiernan este lugar son antiguas, más antiguas que la humanidad y la palabra. Pero no son dioses. Nunca lo fueron. Son dignas de respeto y precaución pero no de adoración”
Arha y Ged se salvan el uno al otro: él completa su misión y ella retorna al mundo externo de la luz, por extensión del yang, de lo masculino, como portadora del símbolo de la unidad. Esta interpretación resulta aparentemente contradictoria con la ideología de la autora, pero leer las entrevistas en las que habla sobre feminismo añade bastante claridad sobre el tema. En alguna de ellas argumenta sobre la conquista y la incorporación de la mujer a un mundo dominado por valores masculinos.
Sin embargo, Le Guin no es una feminista recalcitrante, una mujer dominada por el ánimus que en su perpetua guerra contra el machismo se convierte en otra versión opuesta y espejada de aquello a lo que combate. «El ciclo de Terramar» es la búsqueda del equilibrio entre el Yin y el Yang en todas sus formas, y aquí parece que se dejó un pequeño matiz por ajustar. Por eso, aunque con el siguiente libro Le Guin consideró la trilogía como concluida durante un tiempo, volvió a ella un par de décadas después para dejar claro y bien claro de qué pie cojeaba. O mejor dicho, de qué pie no cojeaba.
La costa más lejana
Han pasado unos cuantos años desde que Arha y Ged devolvieran el Anillo de la Unidad a la capital del mundo insular. Pero el Reino permanece sin monarca desde hace un siglo. Los sabios de la Isla de Roke procuran mantener el equilibrio fundamental en las leyes del mundo pero nadie gobierna los asuntos humanos. Las rencillas entre naciones, la piratería y el desorden, campan a sus anchas. Peor aún, la magia está desapareciendo: los hechiceros olvidan sus conjuros, la gente común empieza a sentir que en realidad ésta nunca existió, que siempre fue una ilusión, una superchería del pasado. Y alguien, en algún lugar, empieza a prometer un camino para escapar de la muerte, disolviendo las fronteras entre este mundo y el siguiente.
Ged y Arren, un muchacho de noble linaje, emprenden un Viaje hacia el Oeste para desvelar el misterio de la desaparición de la magia, que se lleva consigo muchas más cosas. Este viaje les llevará en última instancia hasta la costa más lejana, el muro que separa el Reino de los Vivos de lo que hay al Otro Lado. Como en el libro anterior, el punto de vista narrativo no lo lleva Ged, sino Arren, lo que acerca la lectura al público más joven y le da al Archimago de Terramar un semblante adecuado: el hombre más sabio y poderoso de su mundo, que habla muy poco, ejerce muy poco su poder y cuyo juicio y opinión sobre la mayor parte de las cosas permanece en el misterio. A estas alturas, Le Guin ha convertido a su personaje central en un Maestro Taoista, de forma implícita, siguiendo punto por punto los criterios del Tao Te King:
«Verso 15
Los antiguos maestros del Tao eran profundos en su sencillez,
sabios por su unidad con el Todo, y de ellos sólo podemos definir su apariencia.
Serenamente cautelosos y alerta, como quien atraviesa un arroyo helado,
prudentes, discretos y corteses como un invitado con los vecinos,
fluían, como el hielo al derretirse;
Sencillos y flexibles, como una madera sin esculpir,
amplios como los valles, pero opacos como el agua turbia.
¿Quién puede aguardar con paciencia,
a que desaparezca el barro y quede el agua transparente?
¿Quién puede mantenerse constante en el empeño,
pero inmóvil hasta que se haga la calma?
El Hombre Sabio no desea estar lleno. Al estar vacío puede mantenerse presente, no precipitarse y alcanzar la plenitud de cada instante.”
El ¿Quién? de este caso es Arren, vinculado al Archimago en un una representación literal del amor platónico entre el pupilo y su mentor. Algún observador puntilloso puede ver en esta relación incluso un sesgo de homosexualidad (no explicita, por supuesto). Esta interpretación no entraría en conflicto con el pensamiento liberal de la autora, pero resulta absolutamente innecesaria en la lógica de los personajes. Arren, el Futuro Rey, ama y respeta a su maestro como un Arturo a su Merlín, aun sin comprenderle completamente, ya que siente su destino inextricablemente ligado a la misión del Gran Hombre. Incluso aunque esta misión les lleve hasta la propia muerte.
El Reino de los Muertos de Terramar guarda muchas similitudes con el hades greco-romano, un lugar de sombras, en el que no hay esperanza ni dolor, en el que los que fueron amantes en vida se cruzan sin reconocerse en una infinita pradera gris. Este lugar es evidentemente menos cruel que un infierno de castigo eterno para los pecadores y mucho menos deseable que el premio de un luminoso paraíso para los virtuosos. Es común para todos e infinitamente amoral. Luego, ¿qué sentido tiene la bondad o maldad de los actos en vida? Las gentes de Terramar procuran vivir como buenamente pueden, deleitándose con la magia de la vida y aceptando la muerte, pero la disolución de los límites entre los mundos desestabiliza a ambos. La realidad empieza a volverse gris. Sin muerte, desaparecen la magia y la alegría de vivir, el apremio por disfrutar lo que se tiene mientras que se tiene.
Seguramente, La Costa más Lejana sea, de la ya pentalogía, el libro con una complejidad filosófica de fondo más sutil, aunque la narrativa siga siendo amena y fluida. Tampoco obliga al lector a preguntarse demasiadas cosas de entrada, ya que, al fin y al cabo, todo esto ocurre en un mundo de fantasía cuyas leyes son muy distintas al nuestro. Pero más allá del enfoque puramente fantástico, del “jugueteo narrativo con realidades alternativas” la autora ofrece una alegoría existencialista de nuestro mundo (o de su mundo en los años 70). El libro habla del hastío vital en un mundo sin magia, de la evasión y la búsqueda de sentido a través de las drogas y otros paraísos artificiales, de las promesas de permanencia y de cómo destruyen al individuo. No es un libro de crítica social, no obstante. Los referentes contextuales de la época, como la situación de las drogas psicodélicas y la manifestación paulatina de una generación perdida por la heroína, no son más que un punto de partida para una reflexión más profunda sobre la aceptación de la vida y la muerte en el ser humano y los atajos y trampas que buscamos para escapar de ambas en cualquier momento de la historia. Al fin y al cabo, toda época, y la nuestra más que ninguna otra, tiene sus drogas, que no tienen por qué ser necesariamente químicas.
Otros ámbitos
Con la entrada del nuevo siglo, y la consiguiente incorporación de recursos técnicos adecuados, la industria audiovisual pudo plantear diversas adaptaciones cinematográficas suficientemente coloristas y atractivas para el público infantil. El primero de estos intentos terminó siendo una miniserie televisiva lanzada en 2004 con el nombre de La Leyenda de Terramar, que pretendía adaptar precisamente este primer ciclo. Fue recibida en un principio con entusiasmo por parte de la autora, a la que se invitó a participar como asesora en el proceso de elaboración del guión. Por desgracia, los criterios de la industria del entretenimiento infantil estadounidense resultaron tan ajenos a los de Le Guin que ésta fue completamente apartada del proyecto desde una fase muy temprana. El resultado, según palabras de la escritora, muy disgustada con todo el asunto, fue que habían conseguido “un monstruo de Frankenstein, construido con pedazos muertos y apenas reconocibles de sus libros, sin nada de la intención y el alma original de la obra”.
Como respuesta a este producto, Ursula K. Leguin publicó el artículo Frankenstein´s Earthsea, en el que explica qué quería contar en Teramar y qué no quería que fuera Terramar, y de cómo la adaptación televisiva es, no sólo enormemente vaga en sus similitudes con el original, sino directamente contraria a su filosofía como escritora y como persona. (Dicho artículo es de recomendada lectura para cualquiera al que le interese profundizar en los planteamientos de la autora a la hora de construir un universo literario sólido y consistente, y sirve como un buen complemento para entender la obra de la novelista estadounidense en su conjunto. Y por lo demás, tiene cierto interés morboso leer una explicación clara y bien argumentada de cómo la industria televisiva consigue hacer tan a menudo alquimia a la inversa: coger Oro y convertirlo en plomo.)
Unos años después se produjo un intento de redención por parte de los Estudios Ghibli. Una vez más, la autora recibió con entusiasmo la propuesta, declarando que “si alguien era capaz de representar de forma visual el mundo de Terramar, era el estudio de animación japonés”. Una esperanza fundada, ya que la mayoría de las películas de Hayao Miyazaki son, a su manera, bastante leguineanas.
Por desgracia, el proyecto lo tomó Goro Miyazaki, hijo de Hayao, que no estuvo a la altura y cocinó un batiburrillo un poco desconcertante en el que eliminó algunos de los errores de la adaptación televisiva para incluir unos cuantos más de cosecha propia. El resultado fue Cuentos de Terramar (2006) una película que, si bien obtuvo buenos resultados de taquilla en su estreno en Japón, pasó sin pena ni gloria por el resto del mundo y dejó a los seguidores de la saga bastante fríos. Una vez vista, Le Guin la despachó educadamente en una carta pública al director en la que decía “No es mi libro. Es tu película. Es una buena película”. La película de Goro llevó a un fuerte enfrentamiento artístico entre padre e hijo, en una pérdida de confianza del maestro hacia el vástago, que se prolongaría durante años.
Aun a día de hoy, cuando parece que todo universo literario lo suficientemente popular aspira a seguir generando beneficios en forma de superproducción cinematográfica o videojuego con traca de fuegos artificiales, Terramar se resiste a que alguien la ponga en una pantalla con la dignidad que se merece. Por un lado, seguramente resultaría algo positivo, ya que sería una manera de acercar un gran clásico a un público general que parece relegar la lectura con el criterio de que “si un libro es bueno, ya sacarán la película o ya lo jugaré en la consola”. Por otra parte, ninguno de los libros de Terramar está hoy más cerca de hacerse más visible que en el momento de su publicación, y no por dificultades técnicas, dada su sobriedad en efectos especiales, sino por su naturaleza intrínseca. Sin grandes batallas, sin despliegues coloristas, sin una épica de consumo rápido… Con suerte, Terramar seguirá siendo un mundo virgen sólo accesible para aquellos que puedan adentrarse en el Bosquecillo Inmanente formado por las letras de un libro y lean la historia tal como la autora escribió.
Aunque de sus páginas sí hayan conseguido salir volando, anidando con bastante éxito en la imaginación de muchos autores que la han sucedido, los Dragones de Le Guin.
¡Ay!, los dragones…
Una excelente recopilación sobre la primera parte del ciclo de “Terramar” y que nos recuerda a una de las grandes maestras del género. Es curioso haberme topado con esta reseña luego de terminar la relectura de “Un mago de Terramar”. Han pasado casi diez años de que la leí por primera vez y tras esa distancia, después de muchas novelas de género fantástico, me maravilla descubrir la originalidad de esta obra, pues no me he encontrado alguna que le sea cercana y coincido en que esta serie de libros mantienen distancia de la obra de Tolkien, pero en eso radica su fortaleza.
“Un mago de Terramar” es una pequeña obra maestra. Le Guin consigue plasmar a través de una prosa breve pero certera, un relato épico en donde cada palabra y cada diálogo ocupa un lugar importante. La escritora se las ingenia para narrar la historia de Ged y el sentido filosófico de su búsqueda, sumado a la estética del mundo de Terramar, su magia y sus misterios, todo eso en poco más de 200 páginas.
«La forma en la que Ged está vinculado a La Sombra, su anverso, despertará un profundo gozo de reconocimiento en aquellos que gusten de las interpretaciones psicológicas jungianas». ¡Muy bueno! Totalmente de acuerdo: me gustan las interpretaciones psicológicas jungianas y pensé precisamente en ellas en el desenlace de «Un mago de Terramar».
Gracias por este excelente análisis de los tres libros, lo he leído con mucho gusto e interés. Mientras lo hacía no paraba de asentir, maravillada, viendo cómo coincidíamos en todas y cada una de sus apreciaciones: el carácer onírico del viaje de Ged en el primer libro, el análisis de los cultos a las antiguas Potestades, la evidente simetría con la filosofía taoísta (¡todo un puntazo incluir los versos del «Tao Te Ching»! Leerlos fue como estar viendo a Ged) y mil cosas más. Me encantaría encontrarme con un artículo en la misma línea de los otros dos libros, aunque no haya leído todavía el quinto (ahora mismo estoy con los «Cuentos de Terramar», que en la biblioteca se empeñan en colocar en la sección infantil-juvenil, perpetuando los estereotipos sobre los lectores de Fantasía), pues como bien dice en su artículo, lo que hace a la lectura apasionante no es el final sino el camino.