El editor del sello Dupuis, Louis-Antoine Dujardin, recibía hacia finales de la década pasada una carta a la antigua usanza que contenía el bosquejo de una historia. Era una especie de guión, de estilo mecanográfico, que trataba sobre un personaje en busca de su autor. En aquel tratamiento embrionario, dicho personaje, El Cuervo, quería solicitarle a su creador que le quitara la máscara que ocultaba sus facciones. Justiciero en una realidad paralela, esperaba casarse con Alicia, oriunda del País de las Maravillas, en cuanto obtuviese un rostro: la chica, medrosa, se negaba a pasar por el altar con alguien a quien no podía reconocer. De esta premisa surgía una aventura rocambolesca con tintes de folletín: El devorador de historias.

La intención de su autor, Fabrice Lebeault, era rendir varios homenajes. El primero de todos, a la literatura popular predominante durante el siglo XIX, que enganchaba a los lectores, mediante tramas alambicadas y retorcidas, con amoríos, misterios y sorpresas, poca hondura psicológica y un ritmo pausado. El folletín se tomaba su tiempo para desarrollar las historias que quería contar, y que, a veces, iban surgiendo sobre la marcha. Lo mejor y lo peor de este tipo de literatura se aprecia en Charles Dickens, aunque el gran maestro victoriano aprovechó el formato como implacable denuncia social. El segundo homenaje es cinematográfico.

Los datos biógrafos sobre Lebeault, apasionado del cómic desde jovencito, licenciado en derecho con sus pinitos en contabilidad, le describen como cinéfilo. Pero aunque no se supiese nada sobre él, y se sabe más bien poco, no haría falta el apunte; bastaría con su obra para asegurarlo. A Lebeault le va el cine clásico, mudo, en blanco y negro. Siente debilidad por el expresionismo alemán, ese movimiento estético sin relación de continuidad, que surgió por (y de) la vivacidad intelectual de la Alemania de entreguerras, punto de convergencia de mentes privilegiadas y de una creatividad desbordante, y que dio lugar a sueños de la Razón productores de monstruos. Nosferatu, pero también el gólem, Frankenstein, Mabuse o Caligari, recorrieron escenarios espídicos, de arquitecturas grotescas. El gabinete del doctor Caligari (1920) va a ser precisamente una de las influencias evidentes de El devorador de historias: uno de los personajes, el doctor Wiene (en homenaje al director de aquel largometraje, Robert Wiene) tiene los rasgos del actor Werner Krauss, el científico maligno que protagoniza la película. En aquel movimiento, y en aquellos tiempos, los villanos se permitían ser los personajes fascinantes, los héroes principales.

De la mezcla de estos dos homenajes nace El devorador de historias, cuyo resultado final, ya en cómic, modifica de forma drástica el bosquejo epistolar. Tenemos certeza del hecho porque en la edición de Planeta de Agostini, de 2009, se incluye como apéndice extra el guión original. El cambio principal se produce en El Cuervo, ahora un prototipo de malo de opereta. El Cuervo, harto de hacer el bien, suspira por ser «el maestro de obra de una pesadilla colectiva»; piensa que «el miedo, el pavor y la fascinación que engendra, es el único camino hacia la posteridad». A la caricatura sólo le falta el órgano y la risa cacofónica para ser fantasma de la ópera.

El Cuervo decide aparecérsele al joven Fortunato de Hipocondrio, anarquista y oscuro crítico literario que ha cargado las tintas contra Homero de San Ilíada, el «padre» del otrora paladín de las causas perdidas. San Ilíada y De Hipocondrio deben sus rimbombantes nombres, que suenan casi a carcajadas, a la tradición por el paroxismo habitual en el folletín. La alusión al poeta ciego es una analogía del vaporoso enigma que constituye el popular escritor, a quien nadie conoce y nadie ha visto, cuyos hábitos excéntricos se justifican por sus increíbles éxitos literarios. Lebeault no duda en establecer una crítica, que podría sonar como pulla a Alexandre Dumas (padre): San Ilíada es denunciado por De Hipocondrio por plagiario. Sus ideas, lejos de ser originales, son una amalgama de recetas y trucos manidos, repetitivos, tediosos, que, sin embargo, logran la aquiescencia de un público conservador, de gustos muy definidos y muy poco amigo de las innovaciones. El refrán dice: más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. Según Lebeault, ésa fue la divisa del folletín decimonónico.

Así puestos, El Cuervo se materializa sólo ante los ojos atónitos y algo febriles de De Hipocondrio, cuya enfermedad nominal roza el delirio opiáceo. Las razones de esta comparecencia fantasmagórica se deben a una explicación un tanto banal que implica a «imaginados», personajes del país de la ficción cuyo estatus lo marca su número de lectores, y «creadores». De Hipocondrio ejerce como puerta, como nexo de unión entre unos y otros. La exploración metaliteraria, que intenta ahondar en la dialéctica creador-creado, es poco profunda, pretenciosa. Vacua a más no poder: los clásicos griegos y latinos, o Dante, ofrecieron ejemplos notables de esta dicotomia, que Lebeault aligera por el sesgo folletinesco. La acumulación de situaciones y soluciones rocambolescas tiene como fin el parodiar lo contado.

Resulta evidente, además, que El devorador de historias surge a partir de varias imágenes. La de cierre; la del doctor Wiene, la de su «Cesare», el matón Hans, cuyos rasgos son, intencionadamente, muy parecidos a los de Adolf Hitler (como muestran las imágenes, no dudará en comer libros, en destruirlos, para gestar, desde sus cenizas, una cultura nueva y depravada); la de la hija de Wiene, casi un fantasma: la chica era mucho más siniestra, y también más burda, en el guión enviado por carta. Nos gusta más su aspecto final, y por eso la elegimos para ilustrar este artículo: es ahora más callada, más desconcertante, más etérea. Parece irreal, maligna. Es obvio que Lebeault la ha sacado de páginas terroríficas, de fotogramas viscerales. Una joven con su semblanza fue muerta enamorada, novia maldita, señora de Drácula.

Para contar esta pirueta de pedantería paródica, Lebeault lleva los delicados trazos de la línea clara hacia lo grotesco. En ciertos momentos nos cuenta dirimir si los personajes que dibuja son feos, grimosos o caricaturescos. El color de Albertine Ralentine los mejora ostensiblemente. Privados de la paleta cromática, quedan desnudos, correosos, fosilizados; resultarían avejentadas caricaturas del peor cine mudo, aquel que, sin nada que aportar, yace olvidado por el paso del tiempo y el capricho de la memoria, tan necesitada de estímulos como de devorar historias. Sólo a ratos logra Lebeault que olvidemos sus modos de grandguignol, sus decorados y héroes de cartón piedra, y pongamos pie en el escenario de su comedia humana.