Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigante!
De todos los peligros que tuvo que arrostrar Sherlock Holmes a lo largo de su dilatada carrera (23 años de investigaciones deslumbrantes), el de mayor calado fue el odio de su padre. Arthur Conan Doyle (1859-1930) acabó harto de su personaje. En 1891 decidió matarlo: no lo soportaba más, se había cansado de la celebridad desmedida e histriónica del detective, que le demandaba mucha atención y casi todos sus esfuerzos literarios. El escocés no estaba dispuesto a hacer concesiones: deseaba virar de forma definitiva hacia la novela histórica, su verdadero interés. Pero cuando comunicó por carta la noticia a su madre, la temperamental Mary Foley (no en vano apodada por los medios de la época como «La señora»), ésta respondió tajante: «No puedes, no debes, no lo harás«. Nótese cómo retumban las palabras. Conan Doyle, muy respetuoso con la persona que nutrió de joven su fantasía a base de abonarla con lecturas, se dio por vencido… dos años. Desbordado, en 1893 creyó haberle dado a Holmes un fin a la altura de su reputación, precipitándole por las cataratas suizas de Reichenbach en mortal abrazo con su némesis Moriarty («El problema final», en Memorias de Sherlock Holmes, 1894).
Lo único que consiguió fue que las suscripciones del Strand Magazine, el periódico donde venía publicando las hazañas del más famoso inquilino del 221B de Baker Street, cayesen a niveles alarmantes. Conan Doyle se convirtió en el enemigo público número uno de los amantes de las letras inglesas. Desde el Más Allá, Holmes terminó reclamándole: Conan Doyle, que aún no había abrazado la causa espiritista —lo hizo hacia el final de su vida, y sólo tras la muerte de su hijo mayor en las trincheras, en 1918—, se vio obligado a escuchar su insistente llamada. En 1901, de nuevo en las páginas de la publicación que estuvo a punto de hundir, reapareció (entre agosto de ese año y abril del siguiente) el investigador en toda su gloria, encarando el caso más complicado de su trayectoria. Un caso, dicho sea de paso, que le enfrentaba a lo sobrenatural en forma de perro diabólico: El sabueso de los Baskerville1.
Conan Doyle ya había coqueteado con elementos paranormales (que luego resultaban no ser tales) o al menos con atmósferas oscuras, en algunos relatos previos, como el impresionante —el mejor sin duda de cuantos escribiera sobre Holmes, y escribió 56— «La banda de lunares» (Las aventuras de Sherlock Holmes, 1891-1892). Pero siempre habían sido atrezzo, nunca un fin en sí mismo. En El sabueso de los Baskerville el terror es la causa de fondo y también el efecto: no en vano, la víctima que pone en marcha la pesquisa, sir Charles Baskerville, muere de miedo en las inmediaciones de su propiedad, asustado, en apariencia, por un chucho avernal que es una maldición de familia. Un antepasado cruel, una suerte de Magnus de la Gardie jamesiano2, murió despedazado por las fauces de un perrazo en mitad de una cacería humana nocturna. Desde entonces, el monstruo, cual Santa Compaña, persigue a cada Baskerville. El clan casi parece haberse extinguido con sir Charles hasta que un inesperado descendiente, Henry Baskerville, se presenta desde Canadá para exigir su herencia; trastocará así los planes del destino y acelerará los de su ángel guardián Sherlock Holmes.
El odio que profesa Conan Doyle hacia su más célebre criatura (tan célebre que ha eclipsado a otros hermanos igualmente notables, como el profesor Challenger o el brigadier Gerard) se percibe desde el instante en el que le hace partícipe de un método de investigación sui generis para el Canon3: delegar en John H. Watson. El leal médico y cronista fue, y siguió siendo, blanco de la acidez holmesiana a lo largo de todos los casos que compartieron; su candidez, que no estupidez, porque Watson nunca fue ningún estúpido, exasperaba a Holmes, quien le reprochaba continuamente su escaso talento para la observación y la correlación de datos4. La realidad es que el detective era un fullero genial, un tramposo de personalidad arrolladora que basaba muchas de sus deducciones en observaciones atentas que luego presentaba como prodigios en el momento preciso y con no pocas dosis de teatralidad. Ante estas triquiñuelas de actor, profesión frustrada de Sherlock Holmes, el poco imaginativo Watson apenas podía anteponer su camaradería, su fidelidad inquebrantable, su prosa paciente y aséptica, a ratos contaminada por el efectismo de las carambolas holmesianas. Watson siempre fue más humano que su contraparte. Un análisis literario del personaje, incluso somero, lo convierte en el reflejo del lector atónito, del espectador receptivo ante el truco de magia.
Así pues, Conan Doyle envía a su soldado más improbable a combatir la leyenda del páramo de Dartmoor. Es decir, al mandar de avanzadilla al doctor Watson, el escritor inmediatamente racionaliza, o quiere racionalizar, el misterio sobrenatural, restándole todo ápice de sombra inexplicable. Sin embargo, y precisamente por esta razón, lo que logra es resaltar aún más los tramos terroríficos. Por ejemplo, durante el primer encuentro con el naturalista Stapleton, ambos escuchan un aullido prolongado. Conan Doyle no evita poner los nervios a flor de piel con una espléndida recreación atmosférica: «Un gemido largo, profundo e indescriptiblemente melancólico atravesó el páramo. Llenaba el aire, pero no era posible precisar de dónde venía. De un rumor apagado fue creciendo hasta convertirse en un rugido estremecedor y luego volvió a disolverse en un murmullo melancólico y vibrante«. La orografía del desolado y pantanoso yermo de Dartmoor5 —en el que muchos años después Brian Froud y Jim Henson iniciaron la colaboración que alumbró Cristal oscuro (The Dark Crystal, 1982) y Dentro del laberinto (Labyrinth, 1986)— y la ambientación nocturna de la novela, así como la vastedad solitaria del escenario, serán aprovechados con increíble pericia por Conan Doyle para crear un desasosiego permanente, que llevará al lector a empatizar con el miedo de los Baskerville.
Sherlock Holmes definitivo y también desmitificador
Hay muchas maneras de leer El sabueso de los Baskerville, pero posiblemente la mejor sea en la muy exhaustiva edición anotada de Akal (2009), obra del holmesófilo estadounidense Leslie S. Klinger, «padre» asimismo de otras ediciones críticas muy exigentes sobre Drácula o The Sandman. El libro, de más de 900 páginas, es un divertimento en el que Klinger se cala pipa, gorro y gabardina, y se lanza a callejear por los vericuetos literarios de las ficciones de Conan Doyle. Recorre, con la ayuda de otros holmesófilos como él, autores de ensayos absurdos sobre alguna particularidad, a veces nimia, de las indagaciones del detective, estaciones de tren, parajes, tiendas y hasta linajes genealógicos: esta edición se basa en la premisa de que Holmes y Watson existieron realmente, al igual que cada personaje que les secunda, cada sitio en el que sestean, cada cosa que observan, compran o comentan. Por tanto, hay que tomarse el trabajo de Klinger como el pasatiempo que es, y darle la debida dimensión: útil a veces, y admirable al tirar del hilo de las pistas, y otras venial, como cuando, por ejemplo, se pretende demostrar la identidad del tabaquero de Watson.
La edición de Akal merece dos comentarios. El primero: no debe leerla nadie que se acerque a la obra, a cualquiera de ellas, por primera vez, pues Klinger ofrece una visión de conjunto para un interlocutor que sabe de lo que está hablando. Es un complemento, más que una edición ilustrada y profusamente anotada, a Holmes. Al dirigirse a un entendedor, refiere hechos sin solución cronológica, por lo que quien no conozca la trama puede encontrarse con un misterio destripado. Eso sí, de nuevo en esta ocasión hay que tomarse las cosas con bonhomía porque, y aquí entramos de lleno en el segundo comentario a esta edición, Klinger y compañía, a base de ser exhaustivos, terminan por resultar desmitificadores. El abogado holmesófilo señala las incoherencias del texto y llega a establecer especulaciones que, si bien fantásticas, pueden ser inquietantemente verídicas por el peso (abrumador) de las pruebas aportadas: por ejemplo, y permítanos el lector la ambigüedad para no reventarle nada al envidiado pagano, varias notas establecen vínculos fraternos entre un personaje y el profesor Moriarty que acaban dando que pensar. Anécdotas al margen, las consecuencias de este trabajo de investigación son devastadoras para la reputación infalible de Holmes.
Se da una curiosa circunstancia: Klinger y amigos, entre los que figura algún noble ocioso, al analizar los métodos del detective, son los principales sostenedores de la tesis de que muchas de las deducciones de Holmes son fuego de artificio. Nada más empezar, Holmes apabulla a Watson y a su cliente con una disertación sobre el manuscrito que contiene la maldición de los Baskerville. Aunque salvo por una erudición que suena a impostada, y que se plantea de manera que los dos interlocutores tengan que tomarla como cierta al no tener medios cercanos para cotejarla, sus observaciones sobre el manuscrito se deben a la observación de los hábitos descuidados de quien lo trae hasta su despacho. El efecto que logra es impresionante, pero tras leer las notas, muchas de ellas irónicas, de Klinger, la aureola mítica de Holmes se diluye considerablemente.
Además, el editor prueba con solvencia cómo el odio hacia Holmes impregna cada página. Conan Doyle no se limitó solamente, en su mascullar de dientes apretados, a dotar a Watson de un mayor protagonismo en esta historia: hizo que muchas de las deducciones del doctor fuesen más correctas que las del detective. Si el abnegado compañero fue incapaz de atisbar una solución que tenía al alcance de la mano, no se debió tanto a que no disponía de los recursos de prestidigitador del amigo sino al hecho de estar abrumado por el peso de la responsabilidad: a lo largo de El sabueso de los Baskerville Watson añora a Holmes, quiere ser Holmes sin poder dejar de ser él mismo, se empequeñece porque no confía en sus capacidades. Sin embargo, le falta hacer la pregunta incisiva en el momento adecuado, como hará luego el compañero, apuntándose un tanto que no merece. Watson se queda a las puertas de saber, mientras que el lector se queda con la duda razonable —y con la profunda sospecha— de que mucho de lo que explica el detective, como fruto de sus propias elucubraciones, se debe al previo (y muy sudado) trabajo de campo del doctor. Como además la prosa de Watson es embelesada y profundamente leal a los mecanismos mentales del investigador, no tenemos elementos para contrastar y refutar al maestro de la puesta en escena. Obsérvese cuán sutil fue la venganza de Conan Doyle (que fue además sádica cuando hizo que su detective, sobre todo él, adoptara comportamientos «extraños» ante hechos imprevistos).
Volvamos ahora a Dartmoor. Plano general. Noche. Niebla incesante. Tres personajes acechan: Sherlock Holmes, Watson y el inspector Lestrade. La función está a punto de echar el telón, pero queda el gran golpe de efecto, una imagen que bien vale cada pesadilla que ha originado. Dejemos la presentación a cargo de Watson, tal y como quedó reproducida en los anales: «Me incorporé de un salto, mi mente paralizada por la figura terrorífica que había surgido de un salto de la oscura niebla. Era un sabueso, un sabueso enorme y negro como la noche, distinto a cualquier animal visto por ojos humanos. Su boca abierta despedía fuego, sus ojos brillaban como ascuas rojas y un resplandor vacilante iluminaba el hocico, el pelaje, el lomo y el cuello. Ni en la pesadilla más delirante de un cerebro enfermo podía concebirse una figura más salvaje, más horrenda, más demoníaca que esa forma negra y ese rostro cruel que se lanzó hacia nosotros desde el muro de niebla«. La aparición de ultratumba, en los segundos en que aún no es triquiñuela a lo Scooby Doo, provoca un ligero sobresalto en la pareja de detectives, el oficial y el oficioso, y un susto de muerte en el abnegado Lestrade. Conan Doyle consigue que la reacción impertérrita de Watson ni nos coja por sorpresa ni tenga mayor importancia. Es en el rostro demudado, algo pálido, de Holmes, donde pone el foco. En el fugaz titubeo del detective se trasluce la emoción contenida de su padre. La debilidad tiene el sabor de una pequeña victoria. Los dientes apretados, de pronto, se han curvado en una sonrisa irónica.
NOTAS
1La inspiración la tuvo Conan Doyle de su amigo el periodista, deportista, escritor y activista político Bertram Fletcher Robinson (1870-1907): fue él quien le habló de una leyenda de la Inglaterra occidental sobre un perro negro fantasmal. Como nota de color, conviene señalar que Robinson fue miembro del Reform Club, think tank progresista al que estuvo asociado también, en la ficción, Phileas Fogg, protagonista de La vuelta al mundo en 80 días (1872), de Jules Verne.
2El neologismo se hace necesario: Magnus de la Gardie fue un militar del siglo XVII que sirvió de inspiración a M. R. James para su espeluznante relato «El conde Magnus». Nos referimos en la analogía, por tanto, al personaje, no a la persona.
3El «Canon holmesiano» comprende las cuatro novelas (Estudio en escarlata; El signo de los cuatro; El sabueso de los Baskerville y El valle del miedo) y los cinco libros de relatos (Aventuras de Sherlock Holmes; Memorias de Sherlock Holmes; El regreso de Sherlock Holmes; Su último saludo y Los archivos secretos de Sherlock Holmes) escritos por Conan Doyle entre 1887 y 1927.
4No todos disponían del talento de Holmes. En la realidad, el excéntrico profesor universitario (de Conan Doyle) Joseph Bell conservaba varios de estos rasgos. De hecho, alentaba a sus estudiantes a aplicar un método deductivo basado en la observación atenta de personas y situaciones. Bell ofreció impresionantes ejemplos de deducción a su alumnado, que calaron en Conan Doyle hasta el punto de convertirlo en punto de partida declarado de Holmes.
5Uno de los cartógrafos más destacados de la región fue nuestro viejo conocido Sabine Baring-Gould, el folclorista y antropólogo que escribió uno de los tratados más destacados sobre licantropía (ver nuestra reseña de La marca de la bestia). Uno de sus descendientes, William, se convirtió en una de las más relevantes autoridades holmesianas mundiales. Y, de paso, en su biógrafo no autorizado.
Espléndido.
La inquina de Conan Doyle hacia Holmes se manifestó de variadas maneras: haciéndole cometer errores garrafales que provocan la muerte de inocentes, enfrentándole a casos pelín ridículos o humorísticos (El carbunclo azul), inventándole un hermano más listo (Mycroft), haciendo que el asesino resulte ser un caballo, … y creando un supervillano, al que no saca ningún partido, sólo para que mate al gran detective en un enfrentamiento de lo más inverosímil (porque si Moriarty es el gran cerebro criminal, siempre en la sombra, ¿cómo es posible que se avenga a un vulgar cuerpo a cuerpo?). El verdadero Moriarty no fue otro que el propio Conan Doyle, pero al igual que el de ficción también fracasó en sus planes, y ahí está Holmes, tan campante, quizá el último gran mito literario.