The constant mind
To meet all fortunes nobly, to endure
All things with a good heart, and still be pure.
A veces, la cultura populari llega a conclusiones sorprendentes. La pasión del hombre por mitificar es tan desordenada que, empeñado en ver gigantes, se vuelve incapaz de reconocer un molino cuando lo tiene delante. Pues resulta que, si una imagen es mítica cuando funciona como moneda corriente en el comercio diario de los hombres, hay veces en que damos a un ochavo valor de doblón de a ocho. No sugiero con esto que tendamos a falsearlo todo; tan sólo digo que, a veces, lo más sencillo es tomar las cosas tal cual se nos dan, sin ponerle ni quitarle un ardite a su valor.
Tomemos el caso de Robert Louis Stevenson. Excúseme esta hipérbole, así como el estiramiento del chicle monetario: ninguna tasa, ni la más generosa, podría fijar con justicia el valor de este escritor. Sin embargo, la cultura popular (incluida la crítica literaria “seria”, que por alguna razón abomina de ese grueso de la población cuyo gusto pretende moldear) se empeña en considerarlo un autor tan feliz como trivial. Una virtud sobre toda otra se le reconoce a su obra, la misma que le reconocía cierto crítico español, después de afearle su imperdonable regusto “libresco” (pecado contra natura, según parece): la de hacernos leer “como cuando teníamos catorce años”. Y, aunque la ingenuidad forma parte del talante stevensoniano, como él mismo reconocía, tomarlo por un autor puerilizante es tan descabellado como pretenderlo un autor lascivo.
Para muchos, “Stevenson” es sinónimo de “aventura”. Sin perjuicio de los reparos que cabría oponer a esa analogía, como el hecho de que también probó fortuna en la poesía y el ensayo (y en otros géneros narrativos distintos de la aventura), admitámosla para considerar por un momento sus implicaciones. Pues, ¿qué es una aventura? Dicho en corto: una sucesión de peripecias a las que deberá hacer frente un personaje. ¿Y cómo supera un contratiempo un personaje? Decidiendo, que es como define su personalidad, o, por decirlo con retórica, como declara la letra de su espíritu. He ahí pues la clave de una aventura: la decisión. He ahí también la clave de los relatos de Stevenson. Antes que un contador de historias felices, Robert Louis Stevenson es, en tanto que ello condiciona la forma y el fondo de cuanto escribió, un moralistaii. O, para ser preciso, un hombre preocupado por el destino del hombre.
Sin embargo, nada más errado que tenerlo por uno de esos tipos que dedican sus desvelos a fustigar las debilidades de la carne. Stevenson no fue un dogmático ni jamás pretendió serlo. Sencillamente ocurre que, como todo hombre, es fruto de una educación, lo cual explica su uso de la doctrina evangélica como fondo sobre el que se proyectan los actos de sus criaturas. Apenas hay una sola página salida de su pluma que no lo atestigüe. Aun así, esto no implica que fuera un santurróniii, ni que las pastas del Evangelio fueran para él como las anteojeras del burro: Stevenson no acató, sino que leyó y aceptó, no sin antes discriminar y elegir, como uno más de sus personajes.
Esto lo deja muy claro él mismo en un breve ensayo, ilustrativo de su relación con la literatura: Libros que me han influidoiv. Allí enumera una serie de lecturas que van desde Shakespeare hasta la Vida de Goethe de Lewes, todas ellas vinculadas por un mismo factor: el influjo que tuvieron en su educación moral. Y es justo en ese sentido de lectura formativa, no en el de imposición doctrinal, que cita el Nuevo Testamento. Escribe estas palabras sobre el Evangelio de San Mateo, aplicables de hecho a todos los libros de la Biblia: “deslumbrará y conmoverá a todo aquel que haga un esfuerzo de imaginación y lo lea como un libro, no con la actitud pacata y sumisa de quien lee un fragmento de la Biblia”. En la lectura como en la vida, para Stevenson no hay cuestión más crucial que la de la voluntad con la que un hombre afronta la adversidad.
Si admira a Montaigne, a Marco Aurelio o a D’Artagnan, no es (no sólo) por éstas o aquéllas virtudes literarias, sino sobre todo porque encarnan su ideal de hombre bueno. De entre los excesos de los emperadores romanos, sin duda preferiría el de humildad de Tito Flavio, a quien Suetonio atribuyó aquella lamentación: “Amigos, he desperdiciado mi día”. Y si crea personajes tan carismáticos como Long John Silver, Alan Breck Stewart o el falstaffiano Daniel Brackley, o si simpatiza con el poète coquillard François Villon, no es por una atracción fatal hacia el lado oscuro de la vida, sino por la compasión que despiertan en él los hombres de voluntad heroica y bajas pasiones. Porque a un enfermo a tiempo completo amante de los viajes, la aventura y, en suma, de la vida como lo fue él, ningún misterio mayor que el de la libertad del hombre para ceder de grado al peso de sus miembros. Es en El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde donde esta cuestión aparece de forma más explícita.
Este relato, el más conocido de cuantos escribió junto a La isla del tesoro, comparte con su autor la rara fortuna de haber engrosado la mitología de los hombres; también, la desventura de haber sido tergiversado. Decimos de dos personas “son como el doctor Jekyll y el señor Hyde” queriendo expresar su oposición. Pero, aunque quizá la justifique la dualidad del título, no se podría haber llegado a una conclusión más equivocada. Pues la de Jekyll y Hyde no es una historia relativista, amoral incluso, sobre el conflicto irresoluble entre el Bien y el Mal, ni una apología compasiva del animal que habita en cada uno de nosotros. Mucho antes de escribir la primera línea del relato, Stevenson ya había tomado partido en esta batalla. Y, como se verá enseguida, ese partido cae bien cerca de la predicación apostólica. Pero antes de aclarar este extremo, hay dos cuestiones que precisan ser comentadas.
En primer lugar, está el tópico de que El extraño caso… es un precursor de la ciencia-ficción. No veo en qué pueda sostenerse esa afirmación, pues ni el tema tratado ni los procesos desencadenantes de la trama tienen nada en común con el género: la composición química de la poción con que Jekyll libera a Hyde es tan legítima como la del filtro que en hora mala tomaran Tristán e Iseov.
En relación con ese tópico, la narración de Stevenson ha sido sometida a un sinnúmero de análisis psicológicos. La edición de Alba Editorial (2015, con ilustraciones de Mervyn Peake), en elegante traducción de Catalina Martínez Muñoz, incluye en sus apéndices un “Diagnóstico de Jekyll: el contexto científico del doctor Jekyll”, de Robert Mighall. Este artículo aporta interesantes datos sobre la sociedad y el estado de la psicología en la época en que se publicó el relato, pero lo cierto es que no llega a conclusión alguna. Y, dando pábulo al tópico freudiano, intenta la lectura en clave sexual, al tiempo que aporta el argumento que la desacredita: la interpretación del propio Stevenson. Cita Mighall una carta del escritor a J. P. Bocock, donde afirma que, si hay mal en Jekyll, no es por su lujuria, sino porque es “un hipócrita”. Es decir, y con esto llegamos al meollo del asunto, Stevenson no tiene a Jekyll y a Hyde por los abanderados del Bien y del Mal, sino que al uno lo considera un simple hipócrita y al otro una pobre bestia parda.
Si algo falla en estas interpretaciones es la lectura en clave alegórica. Mejor haremos en leer El extraño caso… como si fuera una parábola, lectura que ya señaló el según parece inevitable Borges. Pero, ¿parábola de qué? No de la mera lucha entre el Bien y el Mal, desde luego, ni de la Abstinencia contra el Desenfreno. Para comprender la clave del relato stevensoniano no hay más que acudir al célebre aserto del doctor Jekyll: “que en verdad el hombre no es uno, sino dos” (“that man is not truly one, but truly two”). Aquí es donde, como dije al principio, debemos ver las cosas tal cual se nos dan: el doble error de la cultura popular ha sido poner esa frase en boca de Stevenson y darle una interpretación ambivalente. Si le seguimos la pista, llegaremos a la Epístola a los Romanos, donde san Pablo dice lo siguiente:
“Porque, en lo íntimo de mi ser, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que está en guerra contra la ley de mi mente y que me esclaviza bajo la ley del pecado que habita en mis miembrosvi.” (Romanos, 7:22-23).
El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde no es sino una parábola del hombre que, teniendo en su mano la salvación, elige, contumaz, la condena. Sólo leído a la luz de la Epístola a los Romanos podemos alcanzar una comprensión cabal del relato.
Entonces, ¿todo se reduce a una paráfrasis del texto apostólico? Sí, en parte. Pero el alma de Stevenson es demasiado generosa como para escribir una moralidad a palo seco; como Chateaubriand, sabe que “Dios no nos prohíbe seguir las sendas floridas cuando nos llevan hasta él”. Como buen cuentacuentos, no descuida la estructura.
Es común a los mejores relatos de Stevenson la narración en primera persona. Varias veces manifestó su disgusto con la pujante tendencia (hoy triunfante) de contemplar la ficción como si de un “espectáculo de marionetas” se tratase. Frente a esta lectura pasiva, él abogaba por la identificación plena, lo cual explica su querencia por la primera persona: sitúa al lector en la perspectiva del protagonista, al tiempo que nos ayuda a juzgar de qué pasta está hecho. Sabemos cómo son Jim Hawkins o David Balfour por cómo nos hacen sentir sus testimonios. Sin embargo, en la historia de Jekyll y Hyde se produce una sutil disociación entre la perspectiva y la voz narradora.
Diez capítulos conforman el cuento, los ocho primeros protagonizados por el abogado Utterson (tal vez su nombre se deba a su entereza, como Hyde juega con la homofonía de “hide”, “oculto”). Sin embargo, no es él quien nos relata la historia, sino un narrador omnisciente, ceñido casi siempre a la perspectiva del abogado; sólo suelta a Utterson para mostrarnos algún detalle ajeno a su experiencia; el grueso del relato, en cambio, lo andamos en su compañía, y hasta tal punto llegamos a conocerlo que podemos meternos en su pellejo. En estos capítulosvii Stevenson nos va introduciendo en el misterio que envuelve la relación del doctor Jekyll con el repulsivo señor Hyde (téngase en cuenta que, aunque hoy su popularidad ha desgastado el efecto, la abominable verdad no se conoce hasta el penúltimo capítulo), a la vez que muestra a un señor Utterson leal y virtuoso, en quien todos sus amigos, Jekyll incluido, depositan su confianza. Esta es pues la perspectiva: la del hombre recto.
Logrado esto, Stevenson dispone con pericia de los dos últimos capítulos. Ambos están escritos en primera persona; además, los dos son cartas dirigidas al señor Utterson. La primera lleva la firma del doctor Lanyon, amigo común de Jekyll y el abogado, y en ella se produce la revelación: el efecto sorpresa al final, como Poe manda. En el último capítulo, titulado “Declaración completa de Henry Jekyll”, es el doctor quien por fin asume la voz narradora. Recordemos que, al leerla, debemos asumir el punto de vista del señor Utterson: identificarnos con Jekyll da pie a los errores antedichos. Porque esta declaración es sobre todo una confesión, ¿y quién se confiesa sino el que se sabe culpable? Entonces, ¿cómo quiere Stevenson que, en la piel de Utterson, asistamos a dicha confesión? De forma activa, esto es, juzgando.
Para entender la culpa de Jekyll debemos acudir de nuevo a san Pablo. Apuntemos, para quien lo dude, las palabras del doctor: “Fue en el terreno moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad humana”. La misma abundancia de citas, alusiones y vocablos bíblicosviii es prueba suficiente de que su lucha se disputa en ese “terreno moral” y no en otro. Así pues, ¿en qué consiste esa culpa? Ni más ni menos que en la afrenta a Dios, y en el regodeo del ofensor. Sólo la teología paulina sobre la Redención pone en evidencia esa afrenta.
La Epístola a los Romanos explica el sentido del sacrificio de Cristo, por cuya muerte se expía el Pecado Original del hombre: “Pues, al igual que por la desobediencia de un solo hombre [Adán] todos quedaron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo [Jesús] todos quedarán constituidos justos” (Romanos 5:19). Con la Redención quedamos, pues, “muertos al pecado” (Romanos 6:11); se nos conmina, pues, a emplear nuestros miembros, ya no más como “armas de iniquidad”, sino como “armas de justificación” (Romanos 6:13). La culpa de Jekyll consiste justo en eso: en ceder voluntariamente al peso de sus miembros (habla de una “guerra entre sus miembros”), muriendo a la Redención y resucitando al pecado. La poción de Jekyll es un nuevo fruto del Árbol del Conocimiento; al tomarla, reniega del sacrificio de Cristo, restituye el Pecado Original. He ahí la afrenta.
De haber sido indeseada la regresión al simiesco Hyde, aún habría posibilidad de enmienda para Jekyll; pero, puesto que Hyde no es sino la revelación de su verdadero espíritu (“lo que estaba encerrado quedó libre”), la condena es implacable. Más allá de que el doctor elaborase el brebaje de su perdición, su pecado está en convertirse en Hyde “por puro placer”, en creerse “a salvo del destino”ix.De ahí que, en el mismo instante en que, habiendo fingido arrepentimiento, se vanagloria (“that vainglorious thought”) de sus fechorías, es cuando se produce la caída (“the fall”) del doctor Jekyll.
No ha lugar entonces a esa interpretación tan extendida de Jekyll como emblema del Bien frente a Hyde como emblema del Mal; la única verdad es que Jekyll es un hipócrita escudado en las apariencias para pecar a placer, mientras que Hyde no es sino el atuendo del pecador. Así lo concibió Stevenson, y así quiso que lo leyéramos.
NOTAS
i No me refiero a ese pollo de engorde de la llamada “cultura de masas”, sino a la lenta molienda de los siglos también conocida como imaginario colectivo, folclore o, con más llaneza, tradición.
ii Nada que pueda decir aquí será más esclarecedor que las palabras del propio autor en The Morality of the Profession of Letters.
iii Para hacerse una idea cabal del humor stevensoniano, el interesado hará bien en leer la anécdota del incendio forestal que provocó en California llevado de su temeraria curiosidad, tal y como cuenta Javier Marías en el capítulo correspondiente de sus Vidas escritas; acto seguido, acuda el lector a la fábula de dudosa moraleja Las dos cerillas, y compare con estupor la coincidencia de pormenores entre la anécdota y la fábula.
iv Allí escribe estas hermosas palabras, cuya lamentable traducción se debe a mi mano: “Los libros más influyentes, los de influjo más duradero, son las obras de ficción. No imponen un dogma al lector, que seguirá después hasta descubrirlo falso; ni le enseñan una lección, que deberá olvidar más tarde. Repiten, reordenan, aclaran las lecciones de la vida; nos sacan de nosotros mismos, nos transportan a otras realidades; nos muestran la maraña de la experiencia, no como la vemos con nuestros ojos, sino a través de un cambio sutil: el de abolir por unos instantes ese ego monstruoso que nos consume”.
v De hecho, en una primera versión la transformación se iba a operar gracias a un disfraz, recurso utilizado primero por el mismo Tristán, y aun antes por Ulises, de vuelta en Ítaca.
vi Menos lugar a dudas deja la comparación del mismo texto en la King James Version (“But I see another law in my members, warring against the law of my mind, and bringing me into captivity to the law of sin which is in my members”) con estas otras palabras de Jekyll: “And it chanced that the direction of my scientific studies, which led wholly toward the mystic and the transcendental, re-acted and shed a strong light on this consciousness of the perennial war among my members”. También, las palabras del propio Stevenson en carta a J. A. Symonds, de 1886: “Jekyll is a dreadful thing, I own; but the only thing I feel dreadful about is that damned old business of the war in the members.”
vii Puede que el capítulo menos logrado sea “El incidente de la ventana”, que, en la forma de un sueño, dio origen al libro, como confesó el autor en Un capítulo sobre los sueños. Comparte su germen onírico con Olalla, escrito por las mismas fechas, al que ya en la vigilia sometió a idéntica disciplina evangélica: la simbología cristiana del sacrificio redentor de Olalla está recalcada en el propio relato.
viii “Vestidura carnal”, “tabernáculo inmaterial”, “tentación”, “maldad original”, “pecador”, “caída”… El vocabulario de Stevenson está impregnado de resonancias bíblicas, en este y en todos sus escritos.
ix “Porque no se cumple de inmediato la sentencia, el corazón de los hombres se harta de hacer el mal” (Eclesiastés 8:11).