Violento best-seller japonés que anticipa Los juegos del hambre, Battle Royale se convirtió en un fenómeno que trascendió su formato literario para asaltar otros medios que popularizaron esta cruel distopía de gran aceptación entre el público juvenil.
Una isla, cuarenta y dos estudiantes armados, poco tiempo, una regla: morir o matar hasta quedar solo. Esto es Battle Royale.
Antes de que Los juegos del hambre se pusieran de moda, en 1999, la literatura japonesa se vio asaltada por un libro cargado de violencia que, sin lugar a dudas, no pasó desapercibido. Battle Royale no sólo se convirtió en un afamado bestseller sino que causó un fenómeno imparable que no tardó en trascender; pasó de ser una simple moda a una franquicia de culto, especialmente entre los otakus. Un año después de su publicación es adaptada a la gran pantalla por Kinji Fukasaku; la película se haría más reconocida que la propia novela en Occidente. También es llevada al formato manga: quince volúmenes editados por Akita Publishing en Japón e Ivrea en España.
Koushun Takami, su autor, consiguió dar a luz un híbrido entre una cruel distopía y un aburrido fanservice; un trasfondo político de cierta complejidad, con muchas reflexiones acerca de la violencia de la que se alimenta el fascismo, contado con un estilo insulso, en ocasiones repetitivo, y con personajes planos, con las inquietudes de cualquier adolescente, diferenciados sólo por mínimos detalles que no cambian a lo largo de la trama. Naturalmente, su lectura se hace ligera y accesible para el gran público juvenil, el cual, adormecido en monotemáticas novelas de ciencia-ficción y conflictos de pareja en la pubertad, recibió Battle Royale como un soplo de aire fresco.
Es cierto que la idea, a pesar de preceder a la comercial saga de Suzanne Collins, tiene también sus precedentes, y su originalidad es relativa. Podemos remitirnos a El señor de las moscas, en lo que respecta a la representación de la sociedad moderna que se devora a sí misma a través de niños (símbolos de una naturaleza innata y primigenia). Tampoco la invención de un juego psicópata enmarcado en una distopía es algo novedoso. Sirva de ejemplo La larga marcha, de Stephen King, o la película El imperio de la muerte, de Brian Trenchard-Smith.
En cualquier caso, Takami ha recogido este legado y lo ofrece al público juvenil, menos curtido en lecturas sesudas y sediento de acción, de forma un tanto irregular, ya que la novela tiene momentos agudos y otros de claro flaqueo. Es normal si pensamos que pretende describir la muerte y circunstancia de cuarenta y dos adolescentes. Centrarse en unos pocos y dejar las muertes de los más secundarios como parte de la ambientación hubiera sido una mejor opción; se habría ahorrado varios capítulos que pueden eliminarse sin discreción, haciendo la novela mucho más dinámica. No obstante, las rencillas entre los jugadores es un elemento vital, ya no para enganchar como si de una telenovela se tratase, sino para mostrar distintas justificaciones de la violencia. El principal conflicto reside en la inseguridad de los estudiantes respecto a sí mismos: pasan de ser una clase donde todos se conocen y saben los límites de cada uno a desconfiar de todos. No saben quién juega en serio, tampoco si el asesinato será motivado por una venganza personal o por el simple miedo a los otros. Algunos de ellos matan por puro pragmatismo (es un juego y la única salida es ganar, por lo que no les tiembla el dedo en el gatillo); otros buscan alianzas con sus amigos, para luego traicionarlos.
En última instancia, Battle Royale muestra cómo el poder se afianza tras el convencimiento de que la naturaleza es una guerra de todos contra todos. Un principio adquirido a posteriori, pues, como decía Rousseau, no tenemos convencimiento de que sea la esencia natural del ser humano, pero que el darwinismo social ha inculcado más allá de un mero proceso biológico (concepto tampoco exento de ideología). No es fortuito que las novelas que tratan esta supuesta naturaleza agresiva del hombre, ya sea el citado libro de Golding o el Crusoe de Dafoe, presenten personajes que ya han sido convencidos de la veracidad del sistema de valores que atraviesa su mundo. Igual que Crusoe, los estudiantes de Battle Royale han interiorizado una conducta característica del mundo occidental. He aquí el núcleo de la distopía de la novela: la paranoia. ¿Cómo puedo confiar en el otro cuando puede aprovecharse de mi ingenuidad? ¿Cómo no destruirlo si en cualquier momento puedo ser yo el derrotado? Y caigo en la trampa de que yo estoy convencido de ello, y la prueba de que yo lo pienso es suficiente para pensar que pueda haberlo pensado él también. Él me matará porque yo estaría dispuesto a matarlo. No son pocos los que mueren en la isla fruto de esta mortal tautología que supone el temor a los demás.
El miedo rompe por completo ese leviatán que parece mantener la paz entre los hombres. Pero, ¿es posible que la bondad se esfume con el juego? Esta idea sería defendida por ciertos contractualistas, aunque de forma muy ingenua, ya que otorgarían una naturaleza al hombre a partir de su visión en la sociedad. No nos engañemos. Ya al principio de Battle Royale se describen los distintos grados de popularidad entre los participantes, cómo los deportistas protegen a los novatos, el modo en que algunos son malos con los demás. Los estudiantes han sido educados en la cultura de la destrucción; son sólo una masa que, tras haber ejercido y sufrido una inocente y bien asumida violencia legítima, de repente descubren con horror que es más recomendable matarse entre sí. Sin embargo, Takami permanece en la ambigüedad, para nada intencionada, y oscila entre un extremo y otro: la guerra total se libra en cuanto quedan desamparados, pero el desamparo es, a su vez, fruto de una regla impuesta: no es algo natural. Esta paradoja es la que encumbra la novela, la cual, sin descubrir nada nuevo, se presenta insondable en ese aspecto. De ahí que Takami contraponga esta perspectiva darwinista con los personajes más centrales, cuya confianza ciega les permite hacer frente a las dificultades.
Además de esta resolución ñoña y algo asidua, el error del autor es asociar este pensamiento con el fascismo únicamente, retratando a los Estados Unidos como el país de la libertad, cuna de la música prohibida por el régimen y donde estos macabros juegos serían impensables.
Ese ambiente de desconfianza y terror tuvo su culminación en el fascismo, o así puede suponerse. Pero no hay peor censura que aquella que se piensa que no lo es, ni mayor violencia que la legitimada socialmente. No hace falta incidir en el comercio de armas, en la sensacionalista prensa de los supuestos países libres de Occidente, o en su hipotética libertad de expresión, casi siempre encauzada a unos sectores concretos. Por no hablar de los sistemas educativos que propician la competencia y los estereotipos de éxito. Comparar nuestro mundo con un Japón dictatorial y sociópata no parece muy imparcial: la libertad norteamericana, o europea, tiene tantos muertos a sus espaldas como los de cualquier otro país “no libre”. La clave de bóveda estriba en medir qué tipo de violencia y hacia quién es legítima dirigirla; quizás no resulta tan malo ser fusilado ante la perspectiva de morir de hambre, hecho este último que nos parece necesario para gran parte de la población. Es la ley de la selva que casualmente no inventaron los nazis, sino los teóricos liberales ingleses del siglo XVII, quienes, irónicamente, abogaban por la democracia en más de un caso.
El hecho de que Battle Royale sea un juego otorga a la violencia ese carácter gratuito e impuesto. Los estudiantes (salvando excepciones) reconocen lo monstruoso de la lucha; podría decirse que, de elegir, ninguno estaría dispuesto a participar en algo así (quizás guiados por ese miedo a la guerra fratricida). No obstante, es la amenaza de aquellos que aceptan las reglas lo que les hace a algunos reaccionar de forma violenta. Ratificar estas reglas es el silencio, la concesión a la barbarie, el juego de la sospecha que, mientras no nos afecten o nos pongan en peligro, estamos dispuestos a obedecer. La “Battle Royale” es una medida que ninguno estaría dispuesto a proponer, pero que acataríamos de ser impuesta por ese poder dominante y abrumador que, en resumidas cuentas, se llama mayoría.
Y es esta masa, densa y que absorbe cuanto puede, la que encauza el comportamiento del individuo, hasta que éste ve el dolor inminente de pertenecer a ella. Uno de los detalles más conseguidos y menos explotados de la novela es que cada estudiante sea un número. Obviar los nombres (inteligibles para la mentalidad occidental) habría acentuado la capacidad deshumanizadora de la ideología distópica que Takami se esfuerza en mostrar. Habríamos recorrido la novela descubriendo cómo detrás de esos números residen personas; personas innominables, que podrían ser cualquiera, y que son reducidas a una mera partícula burocrática dentro de un totalitarismo que obliga a los jóvenes a matarse entre sí.
Por otro lado, el juego tiene otra dimensión. Battle Royale señala a un mensaje interno en que se pone en tela de juicio la legitimación de la violencia y cómo ésta surge de un sistema que reconfigura los valores, pero también apunta indirectamente al lector. ¿Acaso el libro no va dirigido a un sector de jóvenes que demandan espectáculos de violencia? Battle Royale cae en esta ironía. El asesinato como espectáculo es uno de los grandes logros de la red de información de los países capitalistas, el morbo y la insensibilidad son sus consecuencias directas. El resultado de doble filo de la novela es evidente: si puede calmar, a través de la virtualización la violencia, por otro lado puede incitarla. O, lo que es casi peor, provocar una indiferencia absoluta en el espectador, quien terminará por considerarla como un juego más, que -por suerte para él- no sufre. Pan y circo, ofrecían los romanos; pan y circo es lo que se sigue ofreciendo al público.
La función mercantilista de la novela es innegable y es seguro que Takami no ha pretendido hacer de su obra un panfleto. Ese ensalzamiento del ego adolescente, cuya rabia se dirige al Estado como si de un padre se tratase, no deja de ser un gancho comercial del que muchos otros libros y películas se han hecho eco. Sin embargo, Battle Royale va un poco más lejos; es un interesante fenómeno en comparación con ese género mal clasificado como “juvenil”. Si no fuera por muchos contraejemplos, podría decirse que ese intento de dar una profundidad mayor a una novela de adolescentes es lo que le ha permitido conservar la fama. Aunque es posible que ese sea el motivo por el cual otros contraejemplos han alcanzado más gloria que la novela de Takami, que debe de consolarse con ser el libro que dio el primer paso a emular por todos los demás.