La poetisa sueca Karin Boye se suicidó al poco de que los nazis conquistaran Grecia. El mundo que había vislumbrado en Kallocaína, una de las distopías embrionarias de la historia de la literatura, parecía que iba a hacerse realidad.

Aunque se hayan escrito innumerables obras sobre el tema de las relaciones Estado-Individuo, todavía quedan algunas que, por su enfoque o su desarrollo, albergan una originalidad capaz de sorprender incluso al lector más curtido. Con Kallocaína (Gallo Nero, 2012) estamos ante uno de estos pocos casos. Y no porque carezca de elementos constantes con respecto a todas las demás obras, algo incluso inevitable si nos fijamos en el contexto de su producción (1938-39) o de su publicación (1940). La excepcionalidad de esta novela reside en su perspectiva original: la narradora observa un asunto, numerosas veces tratado, desde un prisma refrescante y con elementos innovadores, a partir de los cuales reflexiona sobre aspectos ignorados con frecuencia.

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La clave de esta originalidad proviene de la también infrecuente voz de su autora: Karin Boye (Suecia, 1900-1941). Boye fue una poetisa de extrema sensibilidad, políticamente comprometida con la justicia, la igualdad y la paz (en Upsala forma parte del movimiento pacifista y socialista Clarté), que quedó emocionalmente destrozada por el avance del Tercer Reich. Su suicidio tuvo lugar el 23 de abril de 1941, justo el día en que el ejército nazi conquistaba Grecia, el país que había visitado en sus últimos años (lo conoce por vez primera en 1938) y del que estaba intensamente prendada. Su carácter la mantuvo en constante lucha también consigo misma -una dualidad de permanencia-huida quizás expresado mejor que en ningún sitio en su poema “Sí, por supuesto que duele”-, llevándola a manifestar fuertes tensiones tanto con su pertenencia religiosa como con su condición sexual (ambas explicitadas en su novela Kris, de 1934).

Kallocaína se escribió en una época donde Karin Boye tenía ya ganadas muchas de sus luchas interiores; sin embargo todavía albergaba profundos temores existenciales sobre las consecuencias morales de la lucha llevada a cabo en los campos de batalla de Europa. Concienciada pacifista, comprometida con el movimiento ya desde el final de la Primera Guerra Mundial, cofunda en 1921 el grupo Clarté con el objetivo de defender la paz frente al fascismo desde la acción política y, por supuesto, desde el compromiso artístico. Esta novela se engloba dentro de este marco sociocultural y político. Sin embargo, aunque sea así, y las primeras páginas de la novela no dejan espacio a la duda, si conseguimos superarlas y seguir avanzando, alcanzamos una dimensión interior, íntima y personal, que hace a este libro excepcionalmente distinto. He aquí el principal motivo de su riqueza.

El argumento no posee ninguna novedad respecto a muchos otros que tratan este tema. Es una distopía: estamos ante un Estado del Mundo donde las libertades han sido suprimidas por una omnímoda autoridad tan difusa que no hace referencia a ningún líder supremo. Sin embargo, el monopolio estatal de la violencia ha instaurado el miedo, la muerte y el silencio por todos los rincones. El personaje protagonista y narrador-testigo de la historia es Leo Kall, un trabajador de la Ciudad de la Química número 4, un área especializada, suponemos, en la investigación de nuevos productos químicos. Durante su labor investigadora, Leo Kall descubre una sustancia capaz de inhibir las prudencias interiores del individuo de forma que, sin temor a las consecuencias y sin consciencia de los hechos, una vez suministrada y sufridos sus efectos, la kallocaína lleva a expresar todos los pensamientos, aportando al Estado una herramienta fundamental para identificar a aquellos sujetos que se podrían considerar como subversivos para su orden establecido.

Para más inri, Leo Kall es una persona institucionalizada. Su fe en el Estado como entidad orgánica superior al individuo, a la que se habría llegado en evolución desde el individuo desarticulado hasta otra más perfecta forma de convivencia comunitaria, es total y absoluta. De la misma forma, su sumisión es total respecto a las normas y a las dinámicas del Estado del Mundo. En su entorno no todo el mundo piensa igual. A medida que la historia va avanzando, poco a poco, vamos descubriendo más sobre su mujer, Linda, o su inmediato superior en la Ciudad de la Química número 4, el supervisor Rissen, o el jefe de la Policía del mismo lugar, Karrek, hasta el punto de llegar a definir un mapa de posiciones morales rico y heterogéneo.

Camp_x-ray_detainees

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El tiopentato sódico o la escopolamina son algunos de los sueros de la verdad que las democracias occidentales han empleado y emplean para someter a sus prisioneros en sustitución de un juicio justo. La distopía de Boye encuentra en Guantánamo (en la imagen el X-Ray Camp) su manifestación contingente.

Estos mimbres se repetirán en numerosas distopías venideras, pues Kallocaína es la pionera. No quedan rastros, en futuras novelas, del salto que se produce en la novela: pasadas las primeras decenas de páginas, en las que Leo Kall nos muestra cuán grave es su sumisión al omnímodo poder estatal, el tono pega un giro de ciento ochenta grados y adquiere un tono más propio del bildungsroman (o novela de aprendizaje), al mostrarnos cómo Leo Kall evoluciona poco a poco hacia una plena consciencia de su individualidad, primero, y de su libertad, después. En esta evolución juega un papel destacado el descubrimiento de la kallocaína y, especialmente, la comprobación de primera mano de los efectos que causa sobre el individuo. En este sentido, observamos progresar al argumento a partir de una perspectiva original e infrecuente como es la diferencia entre el “yo íntimo” y el “yo público”; entre lo que, efectivamente, somos y sentimos, y lo que otros esperan que nosotros seamos… y no somos.

Si la “consciencia del yo” es el tren del argumento, su leitmotiv o su motor, los raíles sobre los que evoluciona están en el avanzar del poder añadido que esta droga aporta al sistema político estatal. Porque, conviene ser consciente de ello, tal droga (similar al pentotal sódico, pero con unos efectos más contundentes), puesta en manos de un poder totalitario, supone una puerta al dominio absoluto al suprimir los márgenes de dignidad e integridad que separan lo “íntimo” de lo “público”. Ante este riesgo va abriendo los ojos Leo Kall a partir de la empatía sobrevenida por el miedo derivado de una pregunta que, en un contexto tal, todos nos haríamos antes o después: ¿y si la kallocaína me la suministraran a mí?, ¿sería mi “yo íntimo” coherente con mi “yo público”?, y si no lo fuese ¿sería entonces el fin de mi vida? El clamor por la supervivencia del “yo íntimo” es lo que motiva a Leo Kall para levantar la venda de los ojos e iniciar un proceso de descubrimiento durante el cual lo acompañaremos en todo momento.

Durante este aprendizaje vital no son pocos, ni de escasa enjundia, los elementos cotidianos que para el personaje principal sufrirán una profunda transformación: las relaciones familiares con su mujer e hijos, las relaciones laborales con su inmediato superior, su posición respecto al sistema político y su vinculación con él y, en último término, el papel que como individuo puede (o no) desenvolver para dominar su reacción ante el mundo en el que vive. Interiormente, observamos su madurez en el paso, desde la indiferencia o incluso el desprecio inicial por las primeras cobayas humanas con quien prueba la droga, hasta su transformación en un ser empático, temeroso por los demás y ansioso por conservar intacta la frontera que separa su intimidad de la esfera pública. Este es el intenso viaje que Kallocaína nos promete y que Karin Boye desarrolla.

No obstante, debemos alertar al lector sobre los problemas de ritmo en el progresar de la novela. La lectura no es gratificante en sus primeras páginas. La necesidad de describir el Estado del Mundo, y sobre todo la voluntad de ser exhaustiva en cuanto a todas las consecuencias sobre las personas que su inmenso poder despliega, supone un agujero negro de tedio difícil de salvar para los lectores más impacientes. Tampoco es cosa sencilla ver iniciar el camino a un Leo Kall con quien resulta difícil empatizar, al estar demasiado “robotizado”, demasiado «institucionalizado». No nos gustó el final, precipitado y cogido con pinzas. Con todo, insistimos en que la paciencia merece la pena y la lectura, si se aguanta la desesperación inicial, asegura ser intensa y agradecida.

No quisiéramos acabar sin hacer mención a la fantástica traducción de Carmen Montes Cano quien, además, recibió por este trabajo el Premio Nacional de Traducción 2013. Ante la duda, poder disfrutar de un magnífico trabajo de traducción directa desde el sueco siempre es un buen aliciente.

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Karin Boye

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