La ciencia-ficción soviética está empezando a traducirse y a publicarse en español con cada vez mayor rigor y amplitud de miras. Junto a las reediciones de Yevgueni Zamiátin o de los hermanos Strugatski (Arkadi, 1925-1991 y Borís, 1933-2012), quizás los nombres más populares de aquella época dorada del género por esas latitudes, se van sumando otrosi como los de Iván Yefrémov o Anatoly Dneprov, Dmitri Bilenkin o Alexander Beliáiev, o incluso algunas incursiones puntuales de Antón Chéjov o de Mijaíl Bulgakov. Sin embargo, su esporádica edición todavía no nos ha permitido conocer a fondo ni todo el talento presente en aquella época ni, especialmente, la tan distinta evolución que el género conoció allí respecto al tan archipresente contexto sociocultural anglosajón. Con todo, ediciones como esta de Stalker. Pícnic extraterrestre (Gigamesh, 2015) nos ayudan a comprenderlo algo mejor gracias, además del texto de la novela, a los apéndices que lo acompañan, escritos por Ursula K. Le Guin (“Presentación”) y Borís Strugatski (un “Comentario” sobre las circunstancias que rodearon su publicación original).
A partir de aquí, podemos comprender cómo la diferencia principal entre la ciencia-ficción soviética y la anglosajona estriba no ya en sus influencias y estilos sino en una visión general totalmente distinta respecto a qué es la literatura y cuál es su misión en cuanto pilar fundamental del sistema sociocultural. En la cultura anglosajona, la ciencia-ficción no tenía misión u objetivo especial más allá del de entretener a los más jóvenes –además de darle dinero a sus editores/productores-. En la cultura soviética, sin embargo, el género cumplía el requisito de reflejar la intención oficialista de vincular el comunismo con grandes gestas científico-técnicas –una pretensión que sólo lograrían germinar los Estados Unidos con la Guerra Espacial más de cuarenta años después-, y representar además un referente vital ejemplarizante y positivo poseedor de una fuerte carga moral como modelo de vida para cualquier lector. El escritor soviético, en fin, debía lidiar con la censura en las cuestiones ideológico-políticas características de todo sistema autoritario, y afrontar cuestiones culturales de fondo con consecuencias en aspectos clave de la creación literaria, como la trama o los argumentos o los personajes o el lenguaje.
Precisamente, Stalker. Pícnic extraterrestre supone un ejemplo característico de estas trabas extraordinarias. De hecho, aunque ideológicamente estamos ante una novela dura y claramente crítica con el capitalismo en cuanto sistema de organización social, lo burdo de sus personajes, la clara amoralidad de sus postulados vitales o la corrupción de sus estilos de vida, fueron tan deleznables para el oficialismo que ésta se convirtió, irónicamente, en una de las obras con mayores trabas para la publicación de toda la producción de los hermanos Strugatski: tuvieron que pasar ocho largos años desde que se publicase casi intacta en la revista Avrora (1972) hasta su publicación seriamente modificada en formato libro (1980) dentro de una compilación con lo más significativo de su obra.
Este choque de visiones nos muestra, también, la notable modernidad de los Strugatski respecto a su contexto. En cierto sentido, la “Presentación” de Ursula K. Leguin se refiere a esta “modernidad” cuando nos refiere que su escritura convivía con la censura soviética desde la absoluta libertad, ignorando que “estaba ahí” al resaltar la -entonces con la ideología soviética, como hoy con la ideología de lo políticamente correcto- tan omnipresente técnica de la autocensura. Otro reflejo de esta libertad se encuentra en la posibilidad de realizar hoy, cuando han pasado casi cuarenta y cinco años de su redacción, una lectura radicalmente contemporánea de la novela: se critica con dureza a las sociedades donde la acumulación de capital ha sustituido a la moral como principio rector, hasta llegar al punto de reflexionar sobre el sentido de una vida como esclavos del trabajo o en la que la familia queda relegada hacia un rol de importancia secundaria.
La novela nos sitúa en un momento impreciso del siglo XX; los extraterrestres han llegado a la tierra y, tras pasar un tiempo breve en distintos puntos del planeta, se han marchado abruptamente. El contacto no ha existido porque, tras estudiar a nuestra especie, han decidido que no les resultábamos siquiera interesantes. Tanto es así que, de su visita, sólo quedan los espacios donde han asentado sus naves (llamados Zonas de Visitación y donde dominan otras leyes físicas distintas) y, por supuesto, una innumerable cantidad de residuos, poseedores todos ellos de inesperadas y sorprendentes capacidades, útiles y peligrosas a partes iguales. En concreto, la novela transcurre en la Zona de la ciudad estadounidense de Harmont. Allí, los stalker, como se llama a los rateros que se adentran en la Zona para recoger esos residuos y venderlos ilegalmente en el mercado negro, se juegan su vida cada día. Y, en especial, Redrick Schuhart, el más cauteloso, audaz e inteligente de todos.
Alrededor de Schuhart gira un mundo dividido entre quienes quieren aprovecharse del lado positivo de esos residuos (el mercado negro) y quienes quieren eliminar los peligros que suponen (el Instituto de Culturas Extraterrestres); aunque ambos lados coinciden en utilizar esta lucha para decantarla en favor de su propio interés. Y, en la cúspide de los sueños de todos, pero sobre todo de los stalker, está la conocida “Bola Dorada”: un objeto mítico, en cuya búsqueda han muerto no pocos rateros, y que tendría como anhelada característica utópica la concesión de cualquier deseo a quien la poseyere. A este objetivo los stalker consagran su seguridad personal y la felicidad suya y de sus familias, exponiéndose a la muerte propia o a la malformación de sus descendientes, a la cárcel o a la invalidez permanente. Nada parece importarles con tal de acumular más dinero con el estraperlo y, por supuesto, aprovechar la oportunidad de llegar a cumplir cualquier sueño.
Dentro de este marco general tenemos a personajes que son dignos representantes de cada uno de los extremos posibles. En el eje egoísmo-altruismo, a Kiril Panov, ciudadano oriundo de la URSS y defensor de un interés común asentado en la felicidad de todos y cada uno, contrapuesto a Burbridge “el buitre”, un viejo stalker conocido por dejar tirado en la Zona a quien sea ante la más mínima complicación. Y en el eje individuo-familia tenemos, por un lado, a la familia de Redrick Schuhart, que padecen con estoicismo todos los riesgos y problemas inherentes a la vida del stalker, y por otro lado, a Richard (Dick) H. Noonan, empleado del Instituto de Culturas Extraterrestres, un conformista que sacrifica la posibilidad de tener una rica vida personal en aras de un trabajo cómodo y una vida fácil. En un punto intermedio a todos estos ejes, Schuhart busca ser el equilibrio entre los opuestos, la representación de la humanidad imperfecta.
Los Strugatski construyen una novela dedicada a la felicidad truncada, es decir, a la humanidad imperfecta, a aquella presente inevitablemente en todas partes, formada por personas que, entregadas a la ideología de una montaña de dinero fácil (residuos, capitalismo) o de un sueño absoluto (“Bola Dorada”, comunismo), entregan también su vida del día a día -y, con ella, a quienes conviven con ellos- a un objetivo ilusorio (riqueza máxima o felicidad absoluta) tan lejano como vano. Un discurso humanista crítico pues, en origen, surge del escepticismo, del reconocimiento de estas debilidades y, en cierto sentido, de una aceptación de la felicidad en cuanto imposible. Se critica con claridad al pensamiento burgués, pero indirectamente se extiende esta crítica también a todas aquellas formas de vivir asentadas sobre un “objet a” ($)ii, es decir, sobre un sentimiento inmanente de incompletitud necesitado de satisfacción mediante una relación de dependencia con una utopía ideologizada (ensueño).
En el reverso de esta crítica, reside la reivindicación de los Strugatski por una libertad absoluta, sin anclajes ni dependencias, tan bien leída por Ursula K. Leguin en su “Presentación”, en cuanto está presente a lo largo de toda su obra. A ella le dedican lo mejor de su literatura en novelas mayúsculas como Ciudad maldita (1972), ¡Qué difícil es ser Dios! (1964) o Stalker. Pícnic extraterrestre (1972). La edición de Gigamesh, traducida directamente del ruso, es una oportunidad más de acceder a lo mejor de la ciencia-ficción de todos los tiempos, tan soviética como universal como eterna.
NOTAS
i La publicación de autores de ciencia-ficción soviéticos al español ha ido por etapas y a saltos, sin que en nuestro idioma existan todavía trabajos o monografías suficientemente amplias como para un análisis a fondo. La obra más recientemente publicada con traducciones de estos autores, aunque no sistemáticas, es Pioneros de la ciencia ficción rusa. Vol. II, Alba Editorial, 2015.
ii Estos conceptos proceden del psicoanálisis lacaniano, útil en este caso para señalar los problemas psicológicos explicativos de la dependencia del ensueño.