Los personajes de los que vamos a hablar le hacen el amor a los muertos, mantienen pasionales coitos y sabrosas orgías. Solo después, como si despertaran de una pesada resaca, reparan en las inmundas momias que allí yacen sobre un lecho de desperdicios, y ante la espantosa idea de haber podido retozar con ellas, huyen espantados. Oh, pero a la noche volverán, porque nunca tienen suficiente, y quieren más huesos y piel apergaminada que besar y penetrar y de los que dejarse excitar escuchando voluptuosos susurros. No es que no lo sepan, es que prefieren actuar como si no lo supieran.
No me refiero sólo a lo que han hecho millones de españoles en las elecciones de hace tres días, que han decidido volver a validar las decrépitas palabras de seguridad institucional y bienestar liberal comportándose como si no supieran que se lo montan con los restos infames de un caduco ayer. Hablo por supuesto de Manuscrito encontrado en Zaragoza (1797-1805), la célebre y única novela del Conde Jan Nepomucen Potocki (1761-1815), polaco oriundo de Pików, Podolia, hoy Ucrania. Este año se celebran dos siglos de su suicidio, que no pudo ser más literario: enclaustrado en su biblioteca, acosado por fuertes neuralgias y desencantado políticamente, el aún joven Jan Potocki se perfora la cabeza con una bala de plata (o de plomo) que él mismo ha tallado, para que pueda caber en la pistola, a partir del asa de un azucarero.
Vida. Potocki había sido educado ya desde joven en la lengua del momento, el francés, así como en la carrera que la tradición familiar consideraba más honorable, la militar, sirviendo como lugarteniente de artillería en el Imperio Austro-Húngaro, un factor que reproducirá la biografía del héroe de su novela, Alfonso Van Worden, capitán de los Guardias valones del Borbón Felipe V. La novela de hecho reproduce muchos elementos de la biografía de su autor, como los viajes por España (y Marruecos) que tuvo ocasión de realizar en 1791 acompañando a las expediciones contra los piratas berberiscos, que le aportaron abundante material sobre la geografía, los pueblos, las costumbres y la historia sobre todo de Andalucía (también reflejado en la opereta Les bohémiens d’Andalousie, 1794).
Potocki fue un buen ilustrado: viajó a Turquía, Egipto, los Balcanes o Italia e, instalado en París, toma contacto con la masonería, los rosacruz y practica la Cábala: una teoría propone, basándose en parte en su Chronologie des hebreux (1805), un pasado de judío converso para explicar su enfermizo interés por las tentaciones que desvían al fiel cristiano de su norma. Además, en un episodio de Manuscrito… se narra cómo el protagonista mismo cuenta con ascendencia hebrea («Historia de la casa de los Uzeda»), se especifican detalles de mitologías cabalísticas, o se expone una larga novelita sobre El judío errante. Verdad o no, lo cierto es que sus ideas se colocan en ese fecundo momento histórico en el que los valores de la Ilustración, como propone Agamben1, dan el pistoletazo de salida a los nacionalismos románticos con su doctrina de la igualdad entre los hombres ligada al suelo, esto es, a la ciudadanía garantizada por la fraternidad ¿de sangre? Potocki es un protorromántico, un ultrarromántico, entre el crepúsculo de la mecánica ilustrada y la tormenta idealista que vendrá, con proyectos de libertad para Polonia contra Prusia (era diputado de la Dieta Polaca), un concepto de monarquía parlamentaria sin esclavitud, un espíritu muy iluminista de catalogar, desplegar e indicar las manifestaciones culturales y técnicas del ser humano, así como un morbo exotizante y estético hacia el folklore extranjero, lo pintoresco, lo rural, lo oriental2, los bandidos, las gitanas, las capillas góticas, los osarios o los fantasmas.
En 1793 Prusia, Rusia y Austria se reparten Polonia y se la vuelven a repartir. Con su patria desaparecida del mapa, Potocki se retira de la política para dedicarse a la escritura y recibir encargos del zar Alejandro I, gracias a sus lazos parentales con el ministro de exteriores Adam Czartoriski: una Historia primitiva de los pueblos de Rusia (1802), o el informe sobre el viaje a China de la comisión rusa (1805). Pero la colaboración con el Imperio zarista va más allá, y tras Austerlitz es el director de un periódico en francés contra Napoleón; el problema viene cuando Polonia es invadida por los franceses, se les unen los nacionalistas irredentistas y Potocki se ve obligado a romper con Rusia. Así, en una arriesgada posición política y acosado por las deudas, el prestigio del famoso conde entra en su ocaso: con oportunistas esperanzas puestas en la emancipación polaca, tras Waterloo decide poner fin a su vida, y con ella a su época.
Fantasmas. De Manuscrito encontrado en Zaragoza, escrito originalmente en francés, sólo se publicaron dos secciones en vida del autor. Más tarde van apareciendo traducciones fragmentarias (en alemán en 1815) hasta que el resto del manuscrito, salido de Rusia en un momento de principios del siglo XX, vuelve a aparecer en los años 40 en… Buenos Aires, rastreado por el librero francés Serge Plantureux. En 1847 es traducido al polaco por Edmond Chojecki, sufre plagios y da numerosos bandazos hasta que se llega a la célebre edición de Roger Caillois de 1958, que reúne las diez primeras jornadas, la historia de Rebeca y algunas partes de la narración, como Avadoro (una historia española), la teórica «segunda parte» del libro. Es gracias a Caillois por lo que el foco moderno cae sobre este libro, resaltando su gracejo popular pero también su caprichosa imaginería, su estética casi decadentista, que hace las delicias de los análisis posmodernos, y su erotismo. Con la labor arqueológica del historiador suizo René Radrizzani se llega por fin a la edición íntegra que es la manejada en este artículo (Valdemar, 2010).
Manuscrito… se divide en una primera parte de marcado carácter fantástico y una segunda en la que abundan los enredos amorosos. Sus más de 800 páginas ofrecen una estructura de narración enmarcada, en la que, como cajas chinas, en el relato principal se van encajando relatos secundarios y terciarios por boca de distintos personajes (como sucede en El Quijote, en Los cuentos de Canterbury, o en Melmoth el errabundo). Muchos de ellos presentan el formato de una fábula popular: sucesos que al protagonista se le repiten varias veces con variantes y de los que debe extraer una moraleja. Abundan los conflictos morales, así como los temas sociales, además de revelarse en casi todos cómo encantamientos, vampiros y demonios intervienen para componer un universo donde lo sobrenatural sigue ciertos patrones, comunes a todos los episodios.
Esto es importante: a menudo elementos, escenarios y mecánicas se repiten (misma maldición, mismo engaño diabólico) haciendo pensar en un orden en el modo en el que lo mágico se revela e interactúa con lo experiencial, y que bien podría llamarse una estructura mental. Y aquí llegamos al nudo: se tiene la sospecha no ya de que Satán esté detrás de las apariciones, sino de que esas imágenes de placer pero con un punto siniestro no existan sino como procesos que se repiten en la psique del narrador, como sueños que regresan, como síntomas que recorren los mismos itinerarios.
Sexo. Alfonso Van Worden, conminado con una misión regia, olvida sus deberes y sucumbe cada noche en Venta Quemada a los encantos de las dos hermanas árabes, Emina y Zibedea, que le colocan un collar trenzado con sus cabellos como prueba de amor. Pero amanece con una soga al cuello junto a los restos de los hermanos de Zoto, sanguinarios bandidos de Sierra Morena, misteriosamente bajados de la horca de la que colgaban tan sólo unas horas antes. A veces no, a veces la orgía no culmina en necrofilia, y sin embargo la amenaza de que así sea al despertar no deja tranquilo al fornicador. Quizá hay aquí algo más que la doctrina católica del pecado, ya que Van Worden es religioso, pero antepone a la contención la palabra de honor que ha dado a sus primas (sí, las hermanas ninfómanas son además sus primas, con lo que también hay incesto). Es decir, su palabra, de la que pende toda su identidad pues así fue educado por su severo padre, un quisquilloso duelista, importa antes que la fidelidad a los cánones morales. El asunto se divide entre moral y dignidad, donde la segunda no cede ni consiente ante la primera.
¿Qué es esa defensa a ultranza de lo propio en contra del respeto a ley severa? ¿El cuidado de un secreto íntimo ante la fuerza del derecho católico? ¿Se nota aquí la cifra de su hebraísmo sometido? ¿O bien se trata de la descripción alegórica de un rito de paso masónico, con los hermanos que introducen al neófito, le colocan la soga al cuello y ciegan su visión materialista? Sin llegar a tanto, de lo que estamos seguros es de que las bellas y lúbricas hermanas seguirán siéndolo a condición de no sucumbir a la aridez del vínculo social. Muy brevemente: las imágenes que el sujeto crea a partir de relatos, a partir de otras imágenes vistas, u oídas, como en este caso, de los cuentos populares o las enseñanzas que se han sucedido a lo largo de su vida, rellenan la imposibilidad de asumir en toda su plenitud la crudeza de lo real. Los fantasmas son como un comodín para amoldar y suavizar ese contacto con lo insoportable -los despojos enmohecidos de los hermanos de Zoto- y salvarse como sujeto deseante ante, por ejemplo, la ley católica que señala al culpable. O aún mejor, la culpa, inevitable, será manejable en la medida en que es revestida por suculentas nalgas y pechos de turbadora suavidad. Ah, sin duda el sexo oral con una calavera de dientes mellados sortea la repugnancia y lo intolerable si sobre ella se hace imagen (se imagina) la turgente boca de… de una prima, por ejemplo, con quien ya se ha fantaseado en la soledad del cuarto de baño: lo abyecto del acto real se volverá secreto deseo perverso.
Podemos forzarlo más: siempre que se hace el amor se lo hacemos a un cadáver. A esa persona que con nosotros yace no podemos manejarla en su explicitud objetiva, en su identidad plena, y debemos cubrirla con imágenes que sobre ella construimos, sobre ciertos ademanes que nos recuerdan a…, sobre partes de su cuerpo que provocan nuestro inconsciente… Los fantasmas son una satisfacción independiente de la realidad, que anima nuestro sexo solitario porque es más rápida, más cálida y conocida, y que no creemos aquí que deban ser combatidos, sino que deben ser empleados con inteligencia y coherencia: no es posible renunciar a los fantasmas personales que, de hecho, hacen el mundo un poquito más suave (y húmedo). El enorme hombre de malvavisco de Cazafantasmas (Ghostbusters, Ivan Reitman, 1984) es la encarnación siempre esponjosa (Stay Puft) del mal absoluto que se tragará la tierra (el malvado Gozer) pensada por Dan Aykroyd mediante recuerdos, investiduras libidinales de imágenes significativas de la infancia de su personaje, porque tostaba esos dulces en el campamento, porque, quizá, lo asocia a un sabor lechoso, a una seducción, a un momento íntimo de masturbación imaginándose mullido por la blancura de un Marshmallow3.
Por ejemplo, en Manuscrito…, los espectros de los ahorcados martirizan al “endemoniado Pacheco”, chupan la cuenca sanguinolenta de su ojo y tocan el arpa con los tendones de la pierna despellejada: el horror de la evidencia insoportable de la carne abierta, con los tendones como una cabellera colgando de su interior, se vuelve imagen (el arpa diabólica). Otro ejemplo: unas gitanas vistas de lejos son idénticas a las turgentes primas, pero de cerca casi provocan rechazo. La moraleja es que en toda imagen pensable se retuerce un agujero in-imaginable, el de la herida, o el del vientre hueco de los cadáveres. En las primas reales, seguramente, Van Worden encontraría el mismo vacío pasional, la misma respuesta que en los esqueletos putrefactos: sólo asumiendo ese vacío que se va a encontrar en el otro, y que puede ser rellenado con fantasmas, el placer personal es posible. Eso sí, sin caer en la locura de no necesitar ya a las personas reales montándose una película porno inmejorable (escenas sofisticadas: un juego exclusivamente oral con dos mujeres, cuyos genitales están encerrados en cinturones de castidad). La imagen es (solo) la relación del sujeto con lo que el otro no tiene para satisfacerle.
Tras esta apología del onanismo, terminamos: como muchos electores del 20-D, Van Worden se comporta como si no supiera que lo que elige son cadáveres, aunque lo sepa, y por eso repite. Creemos que sólo aceptando que el otro no nos va a satisfacer por cómo es, sino por lo que sobre él construimos imaginariamente, es cómo le vamos a amar en sí y por sí. Nada hay en las primas, nada en la clase política en verdad que colme nuestra personal demanda: como los electores, Van Worden debe saber que va a haber una irremediable insatisfacción, una barrera en el encuentro con el otro, pero que justo por eso podemos amarlo, sin limitarnos depresivamente a copular con la carroña, ni dejarnos embaucar por el delirio del fantasma. De acuerdo, la relación sexual no siempre es ideal, la acción política es un fracaso de antemano, pero admitiendo esto será posible construir y convivir con los fantasmas sin creer en ellos, y así hallar la satisfacción (¿la acción política es como una erección?). ¡Hay que arriesgarse! ¡Usemos nuestras fantasías de placer! Si consentimos resignadamente que el sistema sea un fracaso, si asumimos tramposamente que no hay nada que hacer ante esos residuos, entonces, no es necesario un otro para copular, ¡bien puede valer un muerto!
NOTAS
2 Recordemos, siempre a partir del fundamental ensayo de Said (Orientalismo, 1978) que “oriental” designa, desde principios del siglo XIX y según la pauta europea noroccidental, todo lo que ha recibido de alguna manera influencia árabe, turca o asiática, “condenando” así, por proximidad, al sur de Europa, los Balcanes (¡musulmanes!), los rusos y al pueblo gitano.
3 La aparición del fantasma siempre está ligado al juego de interpelación al cuerpo del otro, con lo que es fácil repetir aquí la fórmula de que un sujeto es un significante impropio “sujeto” al objeto causa de deseo, que sustituye coyunturalmente al otro y que representa la falta en ese otro, su inalcanzabilidad: $◊a (Lacan, J: Seminario 14, 1966-1967).