El primer licántropo del que tiene constancia la literatura -y al que el monstruo deberá el nombre- es Licaón, rey de Arcadia. El poeta latino Ovidio (43 a. C.- 17 d. C.) recoge la historia en Las metamorfosis (terminado en el VIII d. C.): Licaón, rey benévolo y religioso, muy querido por su pueblo, acabó llevando su religiosidad hasta el extremo de realizar sacrificios humanos; muchos forasteros serían devorados por Licaón y su corte. Zeus, enterado de las aberraciones que estaban produciéndose en Licosura, capital del reino, decidió comprobarlas personalmente; transmutado en mendigo, se presentó ante el rey caníbal. Advertido de que el mendigo podía ser el Dios de Dioses, Licaón quiso tentarle ofreciéndole un banquete de carne humana. Zeus, airado, castigó la impiedad -más que la antropofagia- de Licaón convirtiéndolo en lobo. Ovidio no escatima detalles:
«En vano intentó hablar; desde ese mismo instante sus mandíbulas se llenaron de baba, y su sed sólo la sangre podía saciar, y rugía entre las ovejas y ansiaba matar. Su ropa se convirtió en piel, sus miembros se encorvaron; un lobo… aún conserva vestigios de su antigua faz, canoso es como antes, su expresión rabiosa, los ojos relumbran salvajes, imagen de la furia«.
El episodio lo nombra, a su vez, Sabine Baring-Gould (1834-1924), folclorista, teólogo y antropólogo y una de las primeras autoridades en materia de licantropía. Fue autor del ensayo El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición terroble (Valdemar Gótica, número 54, septiembre de 2004), tratado fundamental para todo aquel que quiera conocer los orígenes y las razones del mito.
Para Baring-Gould la licantropía es esencialmente «una forma de locura»: alguien se cree poseído por el espíritu de un animal y actúa como tal. El estudioso se apoya en las leyendas escandinavas de los berserkers, luchadores que se vestían con pieles de animales, y a los que el mismísimo Heródoto llegó a conocer, para empezar a sustentar su tesis. Su libro hace mucho hincapié en los testimonios de presuntas víctimas y en sumarios judiciales; no en vano, la licantropía fue epidemia en Europa: la mecha de la psicosis la prenderían los continuos ataques de lobos, que llegaron a ser legión. Cualquier individuo con remotos rasgos lobunos en sus facciones -caninos pronunciados o rostros afilados-, fue acusado, y condenado con contundencia, de ser responsable de atrocidades innombrables.
Precisamente, muchos psicópatas pueden ser considerados «licántropos», pues se alimentaban o vestían con la sangre o la piel de sus víctimas. Gilles de Rais, lugarteniente de Juan de Arco y luego depravado asesino, el mariscal de Retz, o, en los márgenes de la ficción, el Buffalo Bill de El silencio de los corderos (novela de Thomas Harris de 1988 y película de Jonathan Demme de 1991), pueden tomarse por monstruosos hombres-lobo. Baring-Gould menciona a los primeros, pero nada sabe del último. Su ensayo, llevado a la imprenta en 1865, obvia totalmente las aportaciones literarias del mito. Es más, en su Informe se puede leer una afirmación que, actualmente, nos resulta sorprendente: en Inglaterra, y la órbita anglosajona, no hay muchos ejemplos de licantropía. Sus investigaciones abarcan la Europa nórdica, Francia, Austria… Los ingleses, ante tal carencia de hombres-lobo en su folclore, se vieron en la necesidad de crearlos.
Robert Louis Stevenson fue de los pioneros: en 1885 escribió el cuento Olalla, sobre una mujer-lobo española (muchos años después, Pilar Pedraza daría a la literatura otra gran exponente femenina del mito en El síndrome de Ambras, Valdemar, 2008). A él le seguiría Harry Relis, seudónimo de Guy Endore, escritor socialista norteamericano represaliado por la nefasta caza de brujas del senador McCarthy, y autor de una de las cimas literarias sobre la criatura: El hombre lobo de París (1941, Ediciones Jaguar, 2004). Angela Carter revisitaría el cuento de Caperucita Roja en clave feminista y sexual en En compañía de lobos (1984), mientras que George R. R. Martin imaginaría a un licántropo achacoso en Cambiando de piel (1989), y Tim Lebbon fusionaría a los guerreros nórdicos con la iconografía tradicional del monstruo en Berserk (2006). (Baring-Gould soslayaría también las aportaciones de Alexandre Dumas, de Erckmann-Chatrian, de Guy de Maupassant o de Horacio Quiroga). Aunque el licántropo más célebre de las letras inglesas es hindú, y lo creó Rudyard Kipling en La marca de la bestia (1890, consultamos la traducción de R. Díaz para Miedo en el cuerpo. 25 años de terror con Valdemar, Valdemar, 2012).
Joseph Rudyard Kipling nació el 30 de diciembre de 1865 en Bombay, hijo de un escultor inglés y de una dama vivaz y culta. Su educación fue privilegiada, tanto en India como en Inglaterra. Ejerció de corresponsal de guerra en Pakistán, y se fogueó como periodista en cabeceras ilustres, tanto de su tierra natal como de la metrópoli. Fue uno de los escritores más leídos de su tiempo. La Academia Sueca le premió con el Nobel en 1907: el galardón pretendía ser un homenaje a la literatura inglesa -Kipling sería el primer premiado en esa lengua-, pero no estuvo exento de polémica, sobre todo retrospectivamente. Kipling, de hecho, fue considerado «profeta del imperialismo inglés» (la expresión es de George Orwell). Siempre se le tuvo por un defensor bastante conservador de la estructura y las esencias británicas; no contribuyó a lavar su imagen el hecho de que adoptara como símbolo de su firma una esvástica orientada hacia la izquierda, marca hinduista de buena suerte que se malinterpretaría tras el nazismo. Kipling es hoy el más joven de los galardonados con el premio Nobel (lo obtuvo con 42 años) y el único en ganarlo por una trayectoria cuajada de maravillosos libros de aventuras (como las impresionantes novelas Kim [1901] o El hombre que pudo reinar [1888]) y de cuentos incontesablemente fantásticos. A pesar de la opinión general, Kipling no fue tan imperialista, al menos no en sus escritos.
Hay que diferenciar a la persona del autor. La primera saludaba las supuestas ventajas del english-way of life; el segundo contemplaba con espíritu crítico las contradicciones del Imperio y del proceder de sus compatriotas. Para observar esta dicotomía en apariencia contradictoria debe leerse La marca de la bestia: antes que un extraordinario relato sobre licantropía, es una reflexión sobre la relación que une a colonizadores y colonizados; el lector prejuicioso se sorprenderá al comprobar cómo éstos salen malparados respecto de aquellos. En La marca de la bestia se tiene la certeza de que Kipling era bastante respetuoso con las costumbres y los habitantes de su India.
En el cuento, Kipling se pregunta quién es el civilizado, si el pulcro inglés venido de la metrópoli o el hindú de costumbres extravagantes. Para ello, construye a Fleete, el personaje que desencadena el oscuro suceso que refiere el relato. Fleete, con dinero y propiedades, es «alto, afable, pesado e inofensivo» y, por supuesto, tiene un limitado conocimiento de los costumbres nativas. Se considera superior moralmente a los hindúes, y se queja de su lenguaje incomprensible. Es el prototipo de inglés que no entiende nada, que considera un disparate integrarse y que se cree autorizado a tratar como ganado a quienes no tienen la fortuna de haber nacido en su maravilloso país ni en hablar su idioma. Durante una borrachera de órdago en Nochevieja, Fleete comete el imperdonable sacrificio de estampar la brasa de su cigarrillo en la frente de una imagen sagrada del dios-mono Hanuman. El hecho provoca una alteración mayúscula en el pequeño templo en el que Fleete, el tolerante jefe de policía Strickland y el narrador, han acabado recalando; los fieles reclaman venganza, y se la cobran mediante un leproso, «El Hombre de Plata», que acaba maldiciendo al sacrílego con «la marca de la bestia»: «Él (Fleete) ha terminado con Hanuman» -profieren-, «pero Hanuman no ha terminado con él».
Kipling desarrollará una súbita transformación en lobo. Como Ovidio, tampoco escatimará detalles. La metamorfosis que describe duele, pone los pelos de punta, hace palidecer. Se siente y se huele. La lucha de Strickland y del narrador por desconjurarla, mediante la violencia, se sufre. Rudyard Kipling tenía fama de ser rudo, y su cuento, que fue tachado de cruel y de atentar contra el decoro (no olvidemos que el británico de su tiempo es un puritano), no hace concesiones a lo políticamente correcto. Fleete es un zafio y su castigo es bestial. Strickland y el narrador no dudan en torturar al «Hombre de Plata» para revertir la maldición que ha lanzado sobre el colono.
El origen de La marca de la bestia está en un episodio del que el propio Kipling será testigo: en 1888 reconoció haber visto morir a un hombre de hidrofobia, o rabia. Louis Pasteur había encontrado tres años antes la vacuna contra la enfermedad, a base de inocular en el organismo anticuerpos, pero hasta 1885, la hidrofobia tenía connotaciones casi malditas. Transmitida por un animal, incubada durante cuarenta días, provocaba una atroz muerte en el sujeto que la experimentaba en el plazo de una a cuatro jornadas desde su manifestación. Kipling hará aparecer a un médico que diagnosticará ese mal en Fleete. Lo retratará casi como un charlatán. La medicina, en este relato, nada podrá hacer ante lo sobrenatural; es más, esta ciencia será prácticamente un arte arcana, reductiva, incapaz de dar respuesta a los misterios naturales. La lepra, la otra enfermedad terrible descrita por Kipling, no tenía cura en el momento de escribir La marca de la bestia, pero podía retrasarse con un tratamiento a base de buena comida, aire fresco y bálsamos. La principal medicina que se prescribía era el aceite de chalmugra, un tónico destilado a base del árbol del mismo nombre, y que tenía gran predicamente entre los médicos chinos e hindúes.
La marca de la bestia se publicó en The Pioneer, periódico de ideología conservadora fundado en 1865, año del nacimiento de Kipling, en la ciudad de Allahabad; Kipling llegó a ser asistente del editor de 1887 a 1889, y conocía muy bien el medio cuando su cuento aparece entre el 12 y el 14 de julio de 1890. La controversia le acompañaría desde el principio por la pobre imagen que ofrece de los colonizadores británicos. Su párrafo inicial es un llamamiento a lo desconocido:
«Al Este de Suez -sostienen algunos- el control directo de la Providencia se extingue; el Hombre queda entregado al poder de los Dioses y Demonios de Asia, y la Iglesia de Inglaterra sólo ejerce una supervisión ocasional y moderada en el caso de un súbdito británico.»
Kipling deja solos a sus personajes ante lo ignoto, lo numinoso. En este contexto de creencias paganas, antiguas y extrasensoriales, brota el germen del bestialismo. El moderno concepto de civilización, en su acepción más colonizadora, se doblega ante el empuje de lo inexplicado. La duda, legítima y clamorosa, reside entonces, según Kipling, en dirimir qué es la civilización. Para él, es lo que separa a todo ser humano de las bestias, criaturas con pajarita, prejuicios, y problemas para integrarse.
- Lucas Cranach el Viejo: Hombre lobo, 1512. Se sostiene que este grabado representa los crímenes del licántropo alemán Peter Stumpp, quien en la Renania del s. XVI asesinó a niños y embarazadas (por sus fetos) cada vez que se transfomraba en lobo gracias a un cinturón mágico.
Buenas! Igual que hablas de El libro de los hombres lobo. Información sobre una superstición terroble no habrá algún libro similar pero sobre los vampiros. Me interesan desde un punto de vista antropológico, de cómo se formó el mito y todo eso.
Muchas gracias.
Hola, Teresa.
Te voy a recomendar «Vampiros. La historia de nuestra eterna fascinación por el señor de la noche» (Zenith, 2007),de Javier Arries. Repasa el mito desde el punto de vista histórico, antropológico y también literario. Está bien escrito y muy bien documentado. Creo que se ajusta a lo que buscas.
Un abrazo.