El papiro del César es la trigésimo sexta aventura de Astérix, y la segunda en llevar la firma de Didier Conrad (dibujo) y Jean-Yves Ferri (guión). Empieza a apreciarse ya en ella un cierto estilo por parte de sus dos nuevos autores, que promete ser marca de fábrica de cara a futuros álbumes.

Este segundo álbum sin los creadores originales de los irreductibles galos (Goscinny murió en 1977 y Uderzo está jubilado) se desarrolló mucho más rápido que el anterior, Astérix y los pictos. Conrad y Ferri, tal y como contaron en un encuentro con la prensa en Madrid, lo hicieron mucho más relajados, sin los nervios de exigente prueba que tenía su antecesor. Además, los dos creadores trabajaron juntos desde el principio, algo que no pasó en Los pictos, donde Ferri escribió el guión sin saber quién iba a ser el dibujante (Conrad no fue la primera opción: hubo antes otro ilustrador que abandonó el proyecto muy tempranamente). Este trabajo conjunto ha permitido que ambos se influyan recíprocamente. Dicha comunión se percibe claramente desde la primera viñeta.

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“Cuando Uderzo retomó la serie en solitario (a partir de La gran zanja: un total de nueve álbumes de 1980 a 2005), quiso hacer un Astérix más atemporal”, explica Conrad. “Nosotros lo hacemos más temporal. Astérix te permite contar muchas cosas; tenemos la suerte de poder usar temas de los últimos 30 años”. De todos, el que más ha interesado a los autores ha sido el caso Wikileaks.

Recordémoslo: en 2010, el ciberactivista australiano Julian Assange pone en jaque a las autoridades estadounidenses al difundir información sobre las torturas de su ejército en Irak y sobre la laxitud de los mandos a la hora de investigarlas. Ese mismo año, Assange difunde, a través de su organización sin ánimo de lucro Wikileaks, de la que es editor jefe, presidente y fundador, más excesos de las tropas de Estados Unidos y sus aliados contra la población civil y los periodistas que intentan cubrir libremente el conflicto. La información filtrada por Assange a los principales medios del mundo contribuirá a que la imagen de gran potencia de Estados Unidos se resquebraje. Más adelante, Wikileaks conseguirá difundir correos internos de la Secretaría de Estado (Ministerio de Exteriores) con sus embajadas. La opinión pública se enterará así de acciones opacas y controvertidas de sus gobiernos. En España, el ejecutivo Zapatero tuvo que responder por su sumisa cesión de bases y espacio aéreo al contingente estadounidense en ruta hacia Irak o Afganistán.

Wikileaks cambió las reglas del juego y demostró la fuerza de las redes sociales y de las nuevas herramientas de información. Un hito demasiado jugoso para dejarlo pasar. El avispado Ferri lo usará como leitmotiv: el buhonero de noticias y corresponsal de Las mañanas de Lutecia Doblepolémix logra hacerse con una versión suprimida de La guerra de las Galias en la que Julio César plasma su fracaso ante los irreductibles. Asesorado por su editor Promoplús, el villano de esta historia, el César decide prescindir de un capítulo que empaña la gloria de su legado; Promoplús da orden de que el episodio sea suprimido de la obra, pero un esclavo desobediente, y con escrúpulos de conciencia, pone en manos de Doblepolémix (trasunto de Assange) la noticia que puede alterar la visión triunfalista de un Imperio romano total. Se inicia así un toma y daca entre romanos y galos por el papiro y por el buhonero, que implicará un pequeño viaje por los bosques de la Galia.

El tono del cómic es, como comentaron Conrad y Ferri, satírico. La sátira fue norma común en la serie desde sus albores: “Cuestiones que hoy consideramos humorísticas y naturales en su día eran sátiras”, afirma el dibujante. La residencia de los Dioses ilustra perfectamente este punto de vista: en el momento de su gestación fue una burla a los desmanes urbanísticos perpetrados en París, con alusiones y pullas muy claras; el cómic se lee actualmente como un brillante elogio a las relaciones laborales. La pretensión de convertir una sátira muy identificable por el lector en una historia de humor imperecedera es el afán que persiguen Conrad y Ferri en este álbum. Es muy legítima y muy loable, pero, por ahora, infructuosa: Ferri, sobre todo, está muy condicionado por la gigantesca sombra de Goscinny.

Era el genial guionista el que insuflaba aliento y frescura a los cómics, a esas historias con visos de permanencia que siempre iban dos o tres pasos más allá. Su sucesor intenta construir un humor propio, pero la comparación resulta inevitable: así, la trama es floja, las reacciones de los personajes insípidas, los chistes bonachones pero inocuos. Sabedor de que la papeleta es de órdago, Ferri explora los resquicios que le han dejado Goscinny y Uderzo: El papiro del César vuelve a ser, como Los pictos, una historia de secundarios. Tienen un papel, o una personalidad atisbada, Edadepiédrix, el anciano de la aldea; Panorámix, a quien se le concede una juventud perdida que es el detonante del viaje; Abraracúrcix, el jefe cuyo liderazgo es de nuevo contestado, y el siempre polifacético bardo Asurancetúrix. Precisamente, es con el bardo donde se concreta la ingenuidad de la labor de Ferri: quiere justificar la presencia del cantor en la aldea, y desliza una idea –es el arma secreta del pueblecito en caso de ataque imprevisto o de indisposición del druida- ruda pero inútil, pues funciona mejor como sugerencia. Ferri es demasiado explícito. Y ese es el problema de su trabajo.

No obstante, es un defecto comprensible: Conrad y Ferri están reconstruyendo el universo Astérix piedra a piedra. Su labor es largoplacista. El suyo es un reboot con todas las de la ley. Un matar al padre lento y planificado. Se comprueba perfectamente en el trabajo de Conrad. “Mi trabajo consiste en que el cambio exista, pero no se note”, nos refiere el nuevo dibujante. El suyo es, efectivamente, un cambio sutil, pero perceptible. Está ahí, de cuando en cuando llama la atención, nos recuerda que el estilo es otro, que la deriva, aun respetuosa con Uderzo, es de transformación inevitable.

El toque Conrad es visible en las expresiones de los personajes, en las caras. “Uderzo” –cuenta el dibujante- “es muy expresivo. Yo tengo que partir de las expresiones y plasmarlas”. Conrad empieza por los ojos y de ahí desarrolla a los personajes. Algunos semblantes parecen de Uderzo, pero otros –como por ejemplo, el cetrero romano o el encargado de las palomas mensajeras del campamento de Babaorum- son “plenamente Conrad”. Por ejemplo, los druidas de los bosques raramente habrían aparecido en un álbum del creador de Astérix. No obstante, la más nítida diferencia se observa en Panorámix y en Julio César. El enfado del druida de la aldea marca un neto contraste con otras pataletas anteriores, con su barba crispada. El César sufre un cambio profundo: deja de ser esa Autoridad de los cómics del tándem Goscinny y Uderzo, prolongada en los álbumes en solitario de éste, para ser un simple personaje más. No desborda los encuadres, carece de colosalidad, aunque sus posturas siguen siendo regias. Su semblante ha virado hacia la perfidia: el César de Conrad es un Vetinari cualquiera. Parte del éxito de los “antiguos Astérix” estribaba en este villano que era mucho más que un villano, engranaje fundamental de las historias y de la lógica humorística. Así, César pierde no sólo empaque sino chicha, y posiblemente gracia. Reírse de él será mucho más fácil y también menos glamuroso. Es ahora uno más del conjunto, no esa presencia estatutaria y solemnizada a la que había que respetar y temer, de cuyo bochorno el lector hasta se avergonzaba y por la que se rebelaba, un personaje del que, paradójicamente, se disfrutaba de sus éxitos. Porque sus triunfos eran una cuestión ética, aureolados por su físico imponente, de alguien por encima del Bien y del Mal.

Habrá que irse acostumbrando, al parecer, a esta novedad también en la modificación de las reglas del juego impuesta por Conrad y Ferri. A fin de cuentas, para todo lo bueno y también para todo lo malo, ahora ellos están al mando.

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La buena mano de Conrad se hace patente en escenas como esta, en la que, quizá, encuentra más libertad respecto del estilo Uderzo, a pesar de enmarcarse dentro de las restrictivas pautas de lo «francobelga».