ElGOLEM

ElGOLEM
Der Golem, ilustración de Miguel Iturbe para Fabulantes.

Sediento de saber lo que Dios sabe

Judá León se dio a permutaciones

de letras y a complejas variaciones

y al fin pronunció el Nombre que es la Clave

Es del golem de Praga de lo que Jorge Luis Borges habla en este poema, quizá emocionado ante un ser que es palabra y no habla, que es divino e infame, que es único pero vulgar, que es lo más extraño y a la vez lo más íntimo y suave. El golem es lo que arde, es lo desprendido, es el eco del grito milenario desde la más sombría de las simas.

O así lo vería un intérprete jungiano, según el cual el golem vendría a ser la manifestación subjetiva e intransferible del inconsciente colectivo, la “punta del iceberg” bajo la cual latería el volumen inmenso de la estructura psíquica común a todos los hombres. A esa pizca que emerge se le asocia el arquetipo jungiano de la “sombra”, der Schatten, presente en cada individuo y en cada contingencia temporal. Como una sombra, el inconsciente en Jung no es lo que ha sido reprimido, como a primera vista puede parecer que defienda Freud, sino lo que convive con el sujeto consciente y cuyas manifestaciones pueden rastrearse mediante esas formaciones simbólicas de eficacia intemporal que son los arquetipos: la novela a examen supone un viaje que penetra en esa profundidad anímica.

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El golem1 (Der Golem) de Gustav Meyrink se comienza a escribir sin embargo en 1913 (se publicará en 1915), catorce años antes de que Jung publicara su La estructura del alma y que comenzara sus estudios alquímicos, aunque todo esto está ya dicho por otros2. Pero ¿qué es un golem? “Golem” viene de גלם, gélem, que en hebreo significa “materia”, también “arcilla”, “barro”, un ser modelado, como Adán, con el fundamento de todas las cosas que es también lo más bajo, lo menos valioso. Cuenta la leyenda que en el siglo XVI, el gran rabino de Praga, Judah Loew ben Bezalel, para proteger el gueto y la sinagoga de la ciudad contra sus enemigos, creó a un coloso guardián que no era en el fondo más que un criado (un robot), una herramienta viva para realizar las tareas más duras3. Sólo cobraría vida y obedecería a los mandatos si se introducía en su cuerpo la palabra escrita de uno de los nombres de Dios o la palabra תמא, emet, “verdad”, de inicial álef, א, el principio de todas las cosas, que en el tarot representa un mago, capaz de comunicar lo alto con lo bajo.

La mística hebrea cuenta la valencia de los caracteres, la combinación de las letras, las implicaciones de los fragmentos de palabras; tanto es así que para “matar” al golem y que vuelva a ser nada más que una figura de barro, basta con borrar la primera parte de la palabra emet, dejando sólo met (תמ), “muerte”. El alma que insufla movimiento a su tosco cuerpo, pues, depende del espacio de contacto entre una forma compuesta por el ojo (y las manos) del rabino, y la adjudicación de un nombre, o mejor, la intervención del lenguaje: esa nueva unidad así obtenida (¿significante+significado?) se asocia a los rasgos de ese nuevo ser, que desde ese momento los sostendrá como si se tratara de su identidad, como si él fuera desde siempre eso que se le dice que es.

En referencia al aspecto del golem, cabe destacar cómo lo imagina Meyrink: fuertes facciones, tez amarillenta y ojos rasgados ¿la caricatura europea de un asiático? Si siguiéramos con Jung diríamos que, en tanto que sombra, ésta se encarna siempre en los rasgos de una otredad entendida como amenaza por la hegemonía cultural: un negro, un árabe, un comunista o, en este caso, un siniestro asiático. A esta espeluznantemente sincera teoría, podemos añadir que el tono orientalizante puede tener que ver con el exotismo que se le supone a una criatura procedente de la mitología semita. Las adaptaciones cinematográficas de la novela insisten en esto: ya sea en las míticas cintas expresionistas de Paul Wegener (como protagonista y codirector con Heinrich Galeen en 1914, y con Carl Boese en 1920), con su icónico peinado medieval estilo Mafalda; ya en la versión checoslovaca de Julien Duvivier (1936), con un golem que es, sin más, un blanco caracterizado de chino; ya en el despropósito británico de 1967, estilo Hammer y con un monstruo de pacotilla, de la mano de Herbert J. Leder.

01 Paul Weneger, El Golem, 1920

01 Paul Weneger, El Golem, 1920
Su maravillosa estética hacen de los golem de Wegener unas obras de arte. La conexión con la famosa imagen del Frankenstein de Karloff de 1931 (James Whale) es más que evidente.

Cuando Meyrink compuso este libro se hallaba inmerso en sus estudios cabalísticos, una etapa más de su, digamos, autoconocimiento, que había pasado antes por el yoga, el tao chino o la alquimia, todos ellos plasmados en sendas obras. Como novela no puede decirse que funcione, su ritmo es irregular, su desarrollo torpe de tan críptico: el profano que sólo quiera leer deberá saber dejarse llevar por las suculentas sugerencias plásticas que abundan en sus páginas, y no sentirse abrumado por una carga simbólica que puede resultar excesiva. En cambio, los episodios barriobajeros, típicos del expresionismo de los años 20, literariamente son lo mejor -tugurios de la canallesca, ácidas canciones populares, aristócratas libertinos y la pelirroja Rosina seduciendo a los gemelos, uno de ellos sordomudo-. Pero es que no es un relato, es técnicamente un tomo mágico, un artefacto mistagógico infiltrado de un secreto antiguo que el autor modula para su personal búsqueda alquímica.

La historia se va pautando a través de las imágenes de una baraja de tarot y se manejan artefactos como el Libro Ibbur, que da pistas acerca del secreto que pesa sobre el protagonista: aquel estado en el que el alma de un individuo se satura con el alma de otro de quien pasa a compartir el destino, los conocimientos e incluso la experiencia sensorial del mundo, y los dos entes conviven en uno. Así, Athanassius Pernath empieza a ser realmente Atahanassius Pernath cuando toma por error un sombrero ajeno en el banco de la catedral durante la misa mayor (Jung se frota las manos: la misa es transubstanciación, símbolo idóneo para la metamorfosis del protagonista). Mientras sea Pernath, de profesión joyero (el herrero alquímico), el sujeto en cuestión no recordará nada de su existencia previa (antes del sombrero), que quedará tapada por la nueva; con todo, el malestar y el desconcierto que le atormentarán delatan esa memoria “de lo que ya no es”. Tamaño vacío en su biografía será comparado a la habitación en la que habita el golem, sin accesos y con una única ventana enrejada en la que puede verse ocasionalmente, desde la calle, el rostro asomado del monstruo.

¿Dónde andas, Gepetto? Como un Pinocho carbonizado, así luce el muñeco que representa al golem en It! (1967).

Cargado con el alma de Pernath, el protagonista experimentará aun otra vivencia, la del propio golem: comenzará a ver por sus ojos, y el rostro de la criatura le resultará tan familiar como el suyo propio. Y va mucho más allá, ese rostro es en realidad, para sus ojos, una suerte de amalgama de las facciones de sus antepasados, la superposición de las imágenes albergadas en lo más profundo de su psique. Asimismo, tal y como relatan los habitantes del gueto, al golem puede vérselo en una mancha en la pared, en la forma caprichosa que una gota de plomo fundida adopta al enfriarse, en un ovillo de andrajos a la sombra de un rincón polvoriento, el golem, dicen el buhonero Zwakh o el pintor Vrieslander, es imagen pensada, antes que algo material. El golem emana del gueto, continúan, cada 33 años; se podría decir que su silueta es conformada por el mismo trazado urbano del antiguo dédalo medieval, como sugiere la ilustración que abre este artículo. Cada forma que se ve fue antes un fantasma, y los contornos de antaño se recargan cada vez con nuevos contenidos.

Es la tercera vía cabalística en la búsqueda de la piedra filosofal que, se supone, aúna la vía puramente abstracta, la que es fruto del estudio y del trabajo intelectual, y la mágica, que es directamente un don divino. O lo que es lo mismo, acepta tanto lo terrenal como lo trascendental, tanto la fatalidad como la salvación: es el golem, la animación de lo más inmundo con el soplo divino. La piedra filosofal, dice Meyrink, se parece a un pedazo de grasa, es una piedra que no es, o mejor, que se la puede encontrar si se sabe cómo mirar incluso un desecho de carnicería. Sería esta la etapa final tras haber descendido a lo más bajo para subir a lo más alto, el hermafrodita, es Osiris y es la liebre de labio leporino, como existencia adyacente de dos mitades opuestas4. Quien lea la novela -o estudie la Cábala- comprenderá mejor todo esto.

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Las fantásticas ilustraciones expresionistas de Hugo Steiner para la primera edición de Der Golem.

Un golem es… un golem es nada, salvo el gesto de la palabra del alquimista; existe sólo en el intervalo efímero de su interrelacionalidad con la intervención del otro. Pero la tierra, el barro, la inmundicia con la que está construido (la palabra emet podría otorgar vida a cualquier constructo: un monstruo de musgo, un compuesto de carroñas, un montoncito de bosta…) sigue ahí, su presencia es la evidencia de que en toda identidad se agita un poso de abyección e incongruencia. Y aquí está la clave: no es infame la materia prima, sino el acto alquímico de poder que la violenta y que sobre ella compone la imagen de un ser-con-sentido: como si se borraran todas las implicaciones y todas las significaciones que eso que ahora es el golem hubiera podido tener antes de verse sometido al deseo soberano del hombre que lo animó (esa arcilla, esos harapos, ¿qué podrían haber sido de no ser un golem?), y la memoria de eso perdido que nunca fue, la memoria de cómo fue gestado y sometido por la palabra, es la infamia que se contorsiona y retuerce. Es el secreto del golem.

Si queremos terminar aquí con un intento de lectura en clave política, arriesgaré, no sin malicia y demagogia, una analogía, y diré que, según la lógica mística hebrea, ese vacío de sentido que es el golem, cuya materia abyecta es valorizada con el sentido histórico que le impone la palabra de Dios, convierte al actual estado de Israel en una monstruosa criatura similar. ¿Cuál es el sentido de esta nación basada en la unión por la fe, que reclama un lugar que no es suyo, salvo por lo que aseguran sus libros cultuales? La árida tierra de Palestina es borrada en su existencia anterior, es decir, como hogar efectivo y legal de los palestinos, y recargada con un sentido histórico de destino en lo universal, con una identidad que le es impropia y que es clavada sobre un cuerpo de inmundicias (de ruinas, de muertos), impuesta por la palabra de un rabino. Es la tautología de lo que es sólo en la medida en que se dice que lo es.

Y entonces podemos decir, llegados al final, que un golem es… un golem es un golem es un golem es un golem es un golem es un golem.

NOTAS:

1 Para este artículo se ha leído la traducción de Ungría, C. y A., en Tusquets, Barcelona, 1972.

2 Cfr.: Montiel, L.: El rizoma oculto de la psicología profunda. Gustav Meyrink y Carl Gustav Jung, Frenia, Madrid, 2012.

3 En Toledo tenemos un caso similar, el hombre de palo del ingeniero cremonés Gianello Torriani, una más de entre las maravillas hidráulicas que inventara para la corte de Carlos I, como norias y ametralladoras: se supone que el autómata habría tenido el honorable cometido de recabar limosnas para su amo, ¿un parquímetro del Renacimiento?

4 Interesante paralelismo en un estudio de Lévi-Strauss sobre un mito de la Columbia Británica, compartido con variantes por los pueblos Thompson u Okanagan, en el que la participación de una liebre en el proceso de gestación de la embarazada, provoca el nacimiento de gemelos. Estructuralmente, la liebre es comprendida como susceptible de partirse literalmente en dos en función de su labio leporino, signo entonces de una gemelidad incipiente que marca la convivencia de los opuestos: al interior del vientre materno se daría una rivalidad fundamental por ver quién nace primero. En Lévi-Strauss, “Labios partido y gemelos. El análisis de un mito”, en Mito y significado, Alianza Editorial, Madrid, 2012.