El-rostro-de-la-guerra_Dali

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Salvador Dalí, El rostro de la guerra, 1904.

Decía Foucault en su obra Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión: “El Panóptico es una máquina de disociar la pareja ver–ser–visto: en el anillo periférico, se es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se ve todo, sin ser jamás visto”. La imposición de esta figura en las relaciones de poder puede advertirse en todo tipo de instituciones sociales. ¿Queda nuestra mente, nuestro ego, libre de tan detestable vigilancia? Sea cual sea nuestra posición en el debate, desde la ficción contamos con un motivo que nos enfrenta a esta circunstancia: la telepatía. No parece que la sociedad pudiera perdonar a aquellos que violaran el último santuario de su intimidad. Sin embargo, también podemos plantearnos cómo se sentirían estos vigilantes desde su monolítico espacio mental, apartados de sus congéneres. Muero por dentro (1972), de Robert Silverberg, explora esta cuestión hasta sus límites más sangrantes.

muero-por-dentro

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Edición de La factoría de ideas, 2001.

Silverberg compite con Isaac Asimov en lo prolífico de su obra. Entre toda su producción, la más destacable por su calidad literaria es aquella que desarrolló entre 1967 y mediados de los 70. En esta época su tema principal fue cómo la entropía afecta a la construcción de la identidad. Este aspecto fue muy explorado por los autores de la New Wave, corriente de la que esta novela es uno de los principales exponentes. En Muero por dentro las situaciones trascendentales de la vida suceden demasiado tarde, impidiendo cambiar aquello que sería deseable. Por otro lado, el devenir nos posiciona en una perspectiva más madura, dejando alguna esperanza en el fin. Muero por dentro fue finalista en los premios Hugo, Locus y Nébula, y es muy probable que perdiera todos ellos debido a la magnitud de su competidora y ganadora del triplete: Los propios dioses, de Isaac Asimov. También se ha considerado si la novela resultó demasiado intensa en su exploración de la angustia para el gusto de los lectores, o si regresaba sobre temas ya tratados en anteriores novelas de Silverberg.

Muero por dentro ha sido reconocida dentro y fuera del género como un estudio sobre las pérdidas en la comunicación interpersonal. En este sentido es análoga a la situación personal del autor en ese momento: una caída de su capacidad creativa y la falta de apreciación por parte de su público. Silverberg disminuyó su producción considerablemente en los años siguientes. Se discute, de hecho, hasta qué punto puede resultar Muero por dentro una velada autobiografía de su época más oscura. Resultará complejo para muchos lectores encontrarse cómodos en el universo particular de esta novela: un realismo despiadado situado en Nueva York, en el entorno de la Universidad de Columbia, entre finales de la década de los 60 y principios de los 70. Silverberg realiza un profundo y aventajado análisis de esta situación, por serle bastante conocido el ambiente literario en la universidad y las empresas editoriales.

Silverberg transforma el tema de la telepatía, explotado por otros autores del género a menor profundidad, en el leitmotiv de la obra. De hecho, la forma narrativa juega en todo momento con esta condición, proponiendo al lector aproximaciones directas a la primera persona del protagonista; instantes en que de manera omnisciente se pueden observar los recuerdos de su vida enterrados en su memoria e incluso enfrentarse al vacuo desafío de las transmisiones telepáticas fallidas desde una segunda persona. La experimentación formal de Silverberg, que llega a incluir los trabajos académicos que el protagonista realiza para los alumnos de la universidad, provoca un curioso efecto en el lector: le convierte en el telépata que lee la mente del telépata.

En Muero por dentro el protagonista es David Selig, vigilante del Panóptico perfecto, pues se inmiscuye sin ser advertido en la intimidad del yo. Lo logra por una monstruosidad que no termina en el ámbito de lo mental, sino que deriva de una tara física: no es algo, por tanto, que pueda aprender a controlar en sí mismo, sino que ha de convivir con ello como con cualquier otro órgano de su cuerpo. Selig ha desarrollado toda su vida frente a los demás en base a lo que puede ir extrayendo de sus mentes. Es una relación manipuladora, en tanto que el telépata puede recibir información y amoldarse a lo que le conviene o se espera de él. Pese a la supuesta ventaja que esto le confiere, está aislado, solitario y además sufre. Su incapacidad de transmisión, incluso entre compañeros telépatas, trunca la posibilidad de tener un diálogo sincero, lo que le convierte en todo un voyeur, espectador indeseado que pasa inadvertido. Él sabe que sería odiado si su secreto se descubriera y, en reflejo de este rechazo, repudia su propia habilidad. No obstante, nunca deja de intentar aplicarla, ya que es algo inherente a su ser.

Robert_Silverberg

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Robert Silverberg. ¿Habría ganado esos premios de haber tenido poderes telepáticos?

En la novela acudimos a un momento terrible en la vida del telépata: la muerte de su talento. De este modo, pierde el control de los Otros, su único medio de vida entre ellos. Se encuentra obligado a afrontar su Yo, encerrado en su propia mente. Selig revive, no sin cierto victimismo y grandes dosis de autocompasión, todos los acontecimientos de su vida. Su decadencia es descrita en detalle, obligando al lector a entrar en la espiral de dolor del protagonista. Así comprobamos cómo su telepatía le ha servido de puente para agradar pese a su personalidad débil. No obstante, y quizá esto es más importante, no le ha otorgado empatía, conocimiento o una mayor amplitud de miras. Es notable cómo Selig enfoca a sus congéneres con la misma suerte de prejuicios clasistas, racistas o culturales con los que ellos se miden. Al final, la telepatía le ha limitado en lugar de ampliar sus opciones. Este proceso de análisis interior obedece a una necesidad acuciante: reconducir sus relaciones con los otros, en el momento en que éstos se van tornando incomprensibles. Cuando no es capaz de medir su subjetividad con la de los demás, se encuentra en desventaja frente a estos “ciegos” que llevan toda su vida aprendiendo a comunicarse por la dura experiencia.

En su deseo de transmitir, de comunicar su propio ser al resto en la forma que él conoce por naturaleza, Selig ha conocido la pérdida de forma dolorosa. En su vida hay tres mujeres que marcan el desencanto con el que enfrenta esta incapacidad. La primera es su hermana, a quien revela su telepatía a temprana edad y que desarrolla un intenso odio por él debido a esa violación de su intimidad. La segunda, una pareja a la que Selig decidió respetar, separándola de su monstruo interno. No obstante, como en el mito de Psyche y Eros, las circunstancias se enfrentan para que el amante contemple al amado y éste huya presa del mayor espanto. La última es Kitty, quien podría considerarse el amor de su vida y su mayor error. Desde un inicio, ella es la primera persona a quien no puede leer y la atracción por tan extraño suceso surge de inmediato. Sin embargo, el carácter de Selig le impide renunciar a su don y trata de inmiscuir a Kitty en sus experimentos de transmisión telepáticos. En estas relaciones con el sexo opuesto -y teniendo en cuenta la preponderancia del sexo a lo largo de la novela- se advierte que la comunicación corporal supone un intenso contrapunto a la incomunicación racional y emocional del protagonista. Mientras su mente es gobernada por el sentido telepático, la empatía natural que surge del goce sexual fluye con el poder de eliminar todas las fronteras impuestas por el protagonista y su don.

La ruptura en un relato que discurre con parsimonia y languidez se da en el momento en que Selig afronta su responsabilidad como espía de los otros. Cuando pierde el don que le ha servido tanto de fuente de placer como de herramienta para su autodestrucción, puede comprender que su individualidad giraba en torno al mismo. Sus verdaderas facultades, demostradas por la calidad de sus trabajos académicos, se han visto ninguneadas por él mismo, que prefirió refugiarse en la mediocridad, en una peculiar zona de confort que le ha impedido desarrollarse como ser humano. La degeneración de la telepatía en Selig termina asesinando a su propio Yo tal y como él lo ha creado. Lo que ha muerto por dentro, su identidad, no muere al fin. Tras perder su telepatía nace una nueva posibilidad para él: apreciar la riqueza en el misterio de los otros, confiarse a ellos completamente a ciegas.