Hubo un tiempo, anterior a las estepas heladas, en que a George R. R. Martin los gustos del lector medio le importaban bien poco. Por aquel entonces, aún no tenía un público súbdito que seguía las evoluciones de sus pensamientos y de su obra –especialmente de su famosa saga- con drama o con euforia. Su desdén por los usos tópicos de la literatura fantástica se reflejaba en novelas y cuentos que, cuando no alteraban estampas, criaturas y escenarios habituales, se recreaban en temas e intereses inabordables -quizás por falta de imaginación, ambición o talento- para la mayoría de sus compañeros de letras. La fusión entre alteración y abordaje no resultaba incluso extraña. Alguien de su carácter y carisma, de su energía, no tenía por norma contentarse con poco. Los vampiros, en sus libros, poseían una tristeza infinita pero apestaban a triunfo, no a podredumbre; sus licántropos lenguaraces estaban más achacosos que malditos; el apocalipsis fue en sus manos una galería de oscuros túneles.
El de Bayonne ha jugado todas sus partidas literarias arriesgando como un tahúr y maravillando como un trilero. Su alma de guionista ha forjado un endemoniado instinto para narrar historias extrañas, atípicas, fuera de cartografías, escuelas y paradigmas. Los viajes de Tuf (Ediciones B, 2009) pertenece a esa categoría de lo inclasificable que sólo él, el genio de Lodz y el buen profesor, maestros de la forma corta, han sido capaces de desarrollar sin titubeos ni arrepentimientos.
Los viajes de Tuf, dedicado al matrimonio Zelazny e inspirado en Jack Vance, podría ser una space-opera. Contiene varios de sus ingredientes: las aventuras en planetas exóticos; los monstruos; el conflicto que resuelve el héroe para bien; las gotas de romance; algún villano de intenciones aviesas… Podría, dijimos, si al hablar de la obra de Martin valieran los parámetros tradicionales. Porque este libro no es la típica space-opera. Su ambición y su profundidad desmienten la etiqueta.
Haviland Tuf, el insólito protagonista de los siete cuentos que se recogen en el volumen, nació en 1978, en el relato «Una bestia para Norn». Hasta 1981 fue ciudadano del poderoso cosmos de las publicaciones literarias de género, esa realidad estadounidense marciana para quienes la ignoran o la conocen en su raquítico modelo patrio. Tres cuentos –el mencionado, «Llamadle Moisés» (1978) y el laureado (con el Locus de 1982) «Guardianes» (1981)- existían antes de que el autor decidiera contar una historia compacta en formato libro. En 1985, escribió otros cuatro relatos más, creó a Tolly Mune (retenga el lector este crucial nombre) y añadió un prólogo. Martin dio consistencia al trasfondo de Tuf, personaje muy prometedor para sus intereses, y permitió, por una vez en su carrera, utilizarlo como enseña de una causa a favor del medio ambiente.
George R. R. Martin nunca ha sido amigo de compromisos ni soluciones fáciles. Por eso, todos los cuentos sobre el mercader Tuf empiezan en una encrucijada de desarrollo y salida aparentemente inextricables. Bien sea en territorio hostil, amenazado por el inminente ataque de una poderosa flota espacial –»Maná del cielo»-, como en una lucha por la supervivencia que hace de él eslabón engañosamente débil –»La estrella de la plaga»-, los argumentos de sus peripecias no se andan con miramientos. Bajo capas de viajes espaciales, el escritor oculta su profunda preocupación por la deriva de la humanidad, por la sobreexplotación de recursos naturales y por los alarmantes índices de sobrepoblación. Cuando se ponga a escribir sus historias siguiendo un plan concreto, estas preocupaciones se materializarán en la superficie de S’uthlam, el lugar al que Tuf viajará en tres ocasiones.
A ningún lector, con imaginación o sin ella, se le escapa que Haviland Tuf es un trasunto –exagerado- de su creador. Inmenso de talla y talle, buen bebedor y comedor (aunque vegetariano: el hijo debe distanciarse algo del padre), irónico y sibilino, no tiene de entrada los visos de un héroe. Es impasible, detesta la violencia, es misántropo, habla engoladamente, construyendo frases desnudas de todo artificio sentimental. Su fría y robótica lógica, su amor por los gatos y demás animales (por encima de su propia raza), pintan un difícil fresco para él en el escalafón de la ley del más fuerte. Pero no se llamen a error, no lo desprecien como quienes lo hicieron y ahora ya no pueden lamentarlo: Tuf es un hombre de recursos porque su creador le ha dotado de un arma temible, la honestidad. El mercader más sincero de la historia, y por extensión el más atípico, arroja verdades que hieren, que matan, que florecen. Martin descarga a través de sus acciones y palabras actos de justicia poética. Gracias a él, arregla el mundo, fulmina aquello que no le agrada, que impide el desarrollo de una sociedad cívica. El egoísmo, la política, la religión o el dinero, son los demonios que combate y sobre los que se impone.
Tuf vence porque tiene un truco, El Arca, reliquia del Cuerpo de Ingeniería Ecológica, mamotreto de 30 kilómetros de largo y 3 de ancho que alberga en su interior toda la memoria genética de la galaxia. La historia de cómo se hace con ella, prevaleciendo sobre los deseos de una cuadrilla de cinco individuos tan dispar como los peregrinos que marchan a Hyperion para saldar su destino con el Alcaudon, está contada, con brío prodigioso, en «La estrella de la plaga», el más aventurero de los siete relatos. El Arca –cualquier analogía bíblica que acuda a la mente está bien traída, porque, como veremos, será la base inspiradora del conjunto- es un instrumento apocalíptico de destrucción masiva. Crea plagas y genera falsas esperanzas. Ofrece pan para hoy y devastación para mañana.
En «Guardianes», Tuf soluciona un conflicto con bestias marinas en el planeta acuático Nardom haciendo que el remedio sea muchísimo peor que la enfermedad, pues los continuos experimentos genéticos con los que satura su superficie conducen a un colapso natural que sólo resuelve un insospechado diálogo entre especies. El cuento, nacido en el estómago del glotón Martin pero masticado en su mente, parte de una revolución en la escala alimentaria. La víctima decide azuzar al depredador con una virulencia monstruosa. Andrzej Sapkowski, único autor vivo capaz de no arrugarse ante la imponente sombra del escritor estadounidense, trabajará con una idea similar en «Los músicos«, tomando a los gatos como flagelo. Tuf no puede vivir sin ellos: en el relato que aludimos, tiene una camada a la que ha bautizado con nombres de reacciones humanas (Duda; Ingratitud; Hostilidad; Sospecha y Estupidez), y que emplea para enfatizar opiniones e impresiones. Al final, Estupidez se encariña de una de las aldeanas. La acción del gatito podría servir de moraleja al libro.
«Una bestia para Norn» anticipa el universo de fantasía heroica que no tardará en engendrar el novelista. Los servicios de Tuf son requeridos en un planeta florido para modificar un equilibrio de poder basado en reglas bárbaras: las Doce Casas que rigen Lyronica se disputan la supremacía a base de sus victorias en pozos de batallas, en las que se enfrentan las bestias que crían los “Maestros de Animales” de cada una de ellas. Con retorcida premeditación, Tuf socava la autoridad de estas Casas y destruye su salvaje pasatiempo. Martin adapta al campo de la ciencia-ficción Cosecha roja, de Dashiell Hammett. Asimismo, en este –y en todos los cuentos sucesivos- demostrará que las bestias que describirá, con mayor o menor protagonismo en sus tramas, no responden al mero capricho arbitrario de su imaginación o al virtuosismo, como por ejemplo hace Leo en Aldebarán, sino que siguen un preciso razonamiento y tienen un fin biológico.
No obstante, son los relatos “sobre S’uthlam” donde mejor se desarrollan los conflictos que representa la supervivencia de las especies y el ecologismo. Los tres –»Los panes y los peces»; «Una segunda ración» y «Maná del cielo»- se ambientan en una horquilla de diez años y giran alrededor del tremendo problema de saturación de un planeta muy ético y celoso de su privacidad, poblado por 39.000 millones de habitantes en aumento: su cultura sigue el rito hedonista –y literal- de defender y valorar la vida, por lo que convierten en sacramento la reproducción desaforada. En S’uthlam vive Tolly Mune. ¿Aún la recuerdan?
Mune, “Mamá Araña”, es la Maestre del Puerto de S’uthlam, lo que la convierte en un personaje de increíble poder. “Irascible, malhablada y normalmente malhumorada, aterradoramente competente, ubicua e indestructible, tan grande como una fuerza de la naturaleza y dos veces peor que ella”, es lo más parecido a una compañera que Martin transige en darle a Tuf. Entre ellos no se produce tensión sexual, aunque abundan los roces intelectuales y dialécticos, de los que suele salir victorioso, y por lo general, indemne, el inhumano mercader espacial. Mune es un monumento, un prodigio de la construcción, una de las obras maestras de un especialista en la creación de personajes. Con los mismos escrúpulos que la Tía Entity de Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (George Miller y George Ogilvie, 1985) pero con la sensibilidad de una matriarca, Mune es más contraparte que contrapunto de Tuf. Una némesis, si se prefiere, aunque en sentido reflectante: es un juego de contrarios con varios puntos en común, y de fricción, con el viajero ecologista. “Mamá Araña” otorga vida a las historias en S’Uthlam, que de otra manera serían densos circunloquios malthusianistas. Con un personaje de semejantes expectativas, Martin, como Asimov con sus leyes de la robótica, aprovecha para refutarse y replantearse las perspectivas de su discurso.
Tolly Mune aportará la mejor descripción sobre Haviland Tuf: “Ignoro si existe un hombre incorruptible, pero caso de existir, bueno Tuf, caso de existir creo que es usted. El último y maldito inocente”. Y dará pie también a una de las más tronantes reflexiones del libro, de aplicación teórica en nuestras calles y plazas: ““[…] Tuf, si vamos a robar su nave necesitamos una buena excusa legal, ¿no? Somos un condenado gobierno. Se nos permite robar lo que nos venga en gana, siempre que podamos adornarlo con una reluciente cobertura legal”. Hasta ofrecerá perlas de humorismo: ““[…] Usted y yo nos hemos convertido en seres legendarios, los amantes más famosos y celebrados desde… ¡oh, infiernos! Desde todas esas parejas románticas de los viejos tiempos. Ya sabe, Romeo y Julieta, Sansón y Dalila, Sodoma y Gomorra o Marx y Lenin.” Y, puestos a pedir el más difícil todavía, sacudirá conciencias: “En una emergencia, el bien de la mayoría está por encima de los derechos de la propiedad privada”. ¡Qué gran criatura esta ingrávida Araña estelar!
Finalmente, en «Llamadle Moisés», Martin confronta a su mercader con un místico farsante que ha impuesto una dictadura teológica en un planeta remoto. La parábola, rabiosamente atea y no exenta de humorismo, está muy vigente debido a la siniestra actualidad de Oriente Próximo. El escritor ofrece ya una visión patibularia de su héroe que redondeará en la siguiente «Maná del cielo», con la que cierra el volumen. Tuf sorprende mostrando un carácter despiadado cuando clama: “Yo soy mi propia Ley”. El último ingeniero ecológico de la galaxia se quita la careta: es un Dios vengativo, un Dios que juega a voluntad no sólo con la vida y la muerte sino con la naturaleza de las especies.
Martin abandonó a Tuf tras haberle desviado hacia una turbia –y perfectamente lógica- megalomanía de ser omnipotente. En su último relato, se percibe una clara antipatía hacia un personaje que, sin habérsele ido de las manos, ha madurado de un modo espeluznante. El poder corrompe incluso al último y maldito inocente, protagonista de historias muy amenas y también comprometidas. El público ha preguntado al de Bayonne varias veces por el futuro del ingeniero ecológico y éste ha reiterado siempre su deseo de escribir nuevas aventuras. Sinceramente, y el paso del tiempo redunda a favor de nuestras sospechas, pensamos que Martin jura con la boca chica. Su promesa tiene el regusto del tahúr y del trilero. Es la perfecta evasiva de un gigantesco guionista.