Con Jorge Luis Borges asistimos a la canonización de una literatura que deambula entre la ficción y la realidad. “Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real”, decía el autor de El Aleph. El dibujante Hugo Pratt (1927-1995), incidió en este punto, advirtiéndonos de que a veces se puede enmascarar un hecho real, pero poco creíble, en el amable terreno de la ficción. Borges, decía Pratt, “enseñó una cosa muy importante: contar mentiras como si fuera verdad. Yo aprendí de él a contar la verdad como si fuera mentira”.
Pratt aplicó esta máxima en la “creación” de su personaje más recordado, el montaraz marino Corto Maltés, un mito que estuvo inspirado en una figura real, como reconocía el propio Pratt. De uno de los viajes de Maltés, en plena Primera Guerra Mundial, de su relación con el escritor estadounidense Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) y de su influencia en la gestación de uno de los principales relatos del escritor de Providence, trata la novedosa investigación que lleva a cabo un profesor de Boston y cuyos principales detalles adelanto en este texto.
En 1926, Lovecraft escribió un relato que habría de convertirse en una de las piedras angulares de la narrativa de terror contemporánea, con todo un movimiento literario inspirado en él. En octubre de ese año terminaba La llamada de Cthulhu, un cuento de relativa extensión, de unas 12.000 palabras, publicado finalmente en febrero de 1928. En él introducía a Cthulhu, uno de los seres primigenios que antecedieron en millones de años al hombre y que en la obra de Lovecraft constituyen los vórtices del llamado terror cósmico, que subraya la insignificancia del ser humano en el universo y lo pone a merced de espantosas criaturas, ajenas a todo pensamiento racional.
El relato de Lovecraft refiere cómo su protagonista y narrador recibe como herencia de su recientemente fallecido tío abuelo George Gammell Angell, eminente filólogo y profesor, unos misteriosos documentos y el bajorrelieve de un ser monstruoso, antropomorfo, con cabeza tentaculada y agazapado bajo sus rudimentarias alas. La figura había sido elaborada por un escultor a quien el tío del narrador entrevista y que modeló esa pesadilla a partir de unos sueños que coincidieron con un terremoto sentido en el este de Estados Unidos. La trama continúa con la descripción del contenido de los extraños papeles heredados por el protagonista y que revelan la pervivencia de un depravado culto, manifestado en lugares tan diversos como los pantanos al sur de Nueva Orleans o los hielos de Groenlandia, con el temible Cthulhu, de incierta pronunciación, como deidad y con repetidas alusiones a una ciudad sumergida en el océano Pacífico, llamada R’lyeh.
Otra parte de los documentos reunidos por Angell, cuya sospechosa muerte fue aparentemente provocada por un acólito de Cthulhu, hacía alusión a un incidente ocurrido en marzo y abril de 1925 en el sur del Pacífico, con una tripulación que se enfrentó a terribles horrores que culminaron con el hallazgo de R´lyeh y del propio Cthulhu. No iré más allá para no desvelar la esencia de la historia, un hito, como señalaba, en la narrativa de ciencia-ficción y terror del siglo XX.
Pero ¿cuáles fueron las fuentes en las que Lovecraft bebió para escribir La llamada de Cthulhu? ¿Fue este relato el producto de su desbocada imaginación o hizo uso de informaciones hasta ahora desconocidas o rechazadas por su inverosimilitud?
Algunos de los principales expertos en Lovecraft, por ejemplo, sus biógrafos S. T. Joshi y Sprague de Camp, aluden a la influencia de ciertas lecturas teosóficas que defendían la existencia, hace decenas de miles de años, de una o varias masas de tierra en medio del Pacífico y el Índico, las míticas Mú y Lemuria, donde se habrían originado las culturas prehistóricas del Pacífico, América, Asia e incluso el Mediterráneo. Esas referencias teosóficas hacían referencia a seres venidos de las estrellas y a cataclismos que acabaron hundiendo a Mú en el Pacífico.
Aunque existe constancia, en sus cartas, de que Lovecraft leyó en 1926 The Story of Atlantis and the Lost Lemuria, de W. Scott Elliot, de que estudió las especulaciones sobre Mú realizadas por el misterioso coronel James Churchward y de que indagó en las principales obras de la teósofa Helena Petrovna Blavatsky (Isis Unveiled y The Secret Doctrine), parece claro que La llamada de Cthulhu recoge otras inspiraciones. Joshi indica como otro punto de partida el cuento El Horla, de Guy de Maupassant, una pieza maestra del género, como se encargaría de destacar el mismo Lovecraft en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura.
Una destacada observación, la de Joshi, pero, en todo caso, insuficiente.
En agosto de 2014, recorrí Nueva Inglaterra como parte de una investigación sobre Lovecraft y otro de sus más destacados relatos, La sombra sobre Innsmouth. En la Universidad de Brown me reuní con un miembro de la nueva hornada de estudiosos que claman para Lovecraft el lugar destacado que se merece en la historia de la literatura. En el caso de Benjamin W. Holt, mi interlocutor, su mérito era doble, pues su abuelo paterno Martin Holt, investigador de la Agencia de Detectives Pinkerton, además de notable poeta amateur, conoció personalmente a Lovecraft en los años veinte del siglo pasado. Holt ha realizado una serie de descubrimientos sobre el maestro de Providence que ya están levantando una polvareda. El principal de tales hallazgos, aparentemente una sinrazón académica si no fuera por las pruebas aportadas, relaciona a Lovecraft con Hugo Pratt, o, mejor dicho, con Corto Maltés, a quien se menciona en varias cartas firmadas por el escritor de Providence o a él dirigidas, y con quien, según esta investigación, el propio Lovecraft, después de poner fin a dos años de vacua residencia en Nueva York y a un complicado matrimonio, tuvo oportunidad de reunirse en al menos una ocasión en Boston en 1926.
Fui recibido por Benjamin W. Holt en su despacho de Brown, en el Departamento de Literatura Comparada. Holt se aleja de la imagen que pudiéramos tener de un ratón de biblioteca: es un tipo atlético, de poco más de treinta años y con una brillante habilidad para los idiomas, de ahí su especialidad universitaria. Es uno de los especialistas de Brown en literaturas del Pacífico y puede hablar, además de su inglés natal, español y japonés, con conocimientos de un par de dialectos polinésicos. Pero su pasión, su auténtico delirio, es Lovecraft.
Holt me mostró algunos de los documentos en los que basa su investigación, correspondientes a testimonios epistolares de Lovecraft y a varias entrevistas de Hugo Pratt, en las que el dibujante constató la existencia real de Maltés y la veracidad de las fuentes que le llevaron a plasmar con su pluma, por primera vez en 1967, al intrépido comandante, con todos los aderezos, eso sí, que su aguda imaginación quiso añadirle.
Según Holt, la primera pieza de este puzle es el también escritor estadounidense Jack London. El autor de La llamada de la selva y Colmillo blanco conoció a Maltés a fines de 1904, al estallar la guerra ruso-japonesa. Maltés (1887-?) era un jovencísimo aventurero por entonces y London trabajaba como corresponsal para varios diarios. Como resultado de esa amistad puesta a prueba bajo los cañonazos nipones y zaristas, los dos jóvenes siguieron en contacto durante algún tiempo y parece ser que fue Maltés quien impulsaría a London a realizar su travesía de 1907 por el Pacífico a bordo del navío Snark. En su periplo por las islas Marquesas, las Salomón o Hawái, London pudo escuchar las leyendas que le llevaron a escribir El rojo, un extraño relato en el que algún crítico ha querido ver una cierta inspiración para La llamada de Cthulhu. Según Holt, esta observación puede estar bastante cerca de la verdad.
Jack London perteneció a uno de los círculos literarios que por entonces proliferaban en San Francisco. En ese círculo también se encontraban el mítico Ambrose Bierce, otro de los maestros del género de terror, y un joven poeta que más tarde brillaría en el ámbito literario de lo tenebroso, Clark Ashton Smith (1893-1961). Aunque nunca se encontraron personalmente, Smith fue uno de los grandes amigos “a distancia” de Lovecraft, con quien se carteó desde 1922 hasta la muerte de éste en 1937.
En una carta fechada en junio de 1926 y conservada en la Biblioteca John Hay de Providence, Lovecraft le subraya a Ashton Smith que por fin ha encontrado el “contexto necesario” para el ciclo mitológico en el que venía trabajando y que era “particularmente familiar” al propio Smith. Cuando leyó esta misiva, que abunda también sobre los “monstruos sin forma de la arcaica Lemuria, preñados de fantásticas sugerencias”, Benjamin W. Holt supo que había dado con la pista correcta en su búsqueda de la inspiración del escritor de Providence. Dedujo que Clark Ashton Smith había remitido a Lovecraft una carta anterior, pero no la encontró en la Biblioteca Hay, que conserva decenas de miles de las epístolas del autor de La llamada de Cthulhu.
Holt no se dio por vencido y acudió a la correspondencia de otros amigos escritores de Lovecraft. En octubre de 2013, encontró lo que buscaba en un archivo de Wisconsin que reúne los papeles de quien se convertiría en albacea literario de Lovecraft y uno de sus herederos en el manejo de los mitos de Cthulhu, el escritor August Derleth (1909-1971). Allí, entre la correspondencia que ambos mantuvieron, estaba la pieza más importante de la cacería de Holt: en una carta escrita por Lovecraft a Derleth y fechada en Providence en 1927, aquel le explicaba la ayuda “inestimable” que le había prestado Clark Ashton Smith al ponerle en contacto con un “marino maltés” (sic) que, durante la Primera Guerra Mundial, había ejercido de “corsario y contrabandista” en el Pacífico Sur y que, “por una serie de espantosas circunstancias”, había encontrado “las puertas del infierno en el océano” y entrado en contacto “con uno de los Primigenios”.
Lovecraft manifestaba que pudo verse personalmente con ese marino en Boston en el verano de 1926 y que éste le entregó un fajo de papeles con varios mapas y un dibujo que mostraba la terrible naturaleza de un ser “localizado en las coordenadas 126 grados y 43 minutos de longitud oeste y 47 grados y 9 minutos de latitud sur”, entre las ciclópeas piedras de una isla que no figuraba en ninguna carta marítima y cuyo verdadero alcance monstruoso aún tenía que manifestarse. Según Holt, Lovecraft utilizó el material proporcionado por Maltés para dar consistencia a La llamada de Cthulhu. Lovecraft incluyó el relato de Corto en los testimonios referidos por dos personajes del cuento: el mestizo Castro, arrestado en el aquelarre de los pantanos de Lousiana, y el marinero noruego Johansen, testigo del surgimiento de Cthulhu, “la sustancia tangible del supremo terror de la tierra”, de una puerta descomunal entre las ruinas de R’lyeh. Como escribió Lovecraft en el más famoso de sus relatos, “allí yacían el gran Cthulhu y sus hordas, ocultas en verdes y fangosas criptas, y emitiendo, por fin, tras incalculables ciclos temporales, las vibraciones que inundaban de pánico los sueños de los más sensibles”.
Lovecraft hizo suyas las palabras y la terrorífica experiencia de Corto Maltés, quien vio como media docena de sus hombres perecían en esa isla maldita, tras contemplar al repugnante Cthulhu: “No puede describirse el ser que vieron, no hay palabras para expresar semejantes abismos de pavor e inmemorial demencia, tan abominables contradicciones de la materia, la fuerza y el orden cósmico”.
Holt me explicó, mientras abandonábamos el campus de la Universidad de Brown camino de la Biblioteca John Hay, que la investigación le llevó a indagar a continuación en la figura de Hugo Pratt y su relación real con Corto Maltés, así como en las pistas que aquel dejó en sus álbumes sobre Mú y los viajes que el marino realizó en 1915 por el Pacífico, desde las islas Salomón hasta Ponape (donde escucharon por primera vez hablar del terrible Kanaloa, deidad del inframundo “con forma de pulpo o calamar”) y más allá de la remota Pitcairn y la isla de Pascua, hasta alcanzar unos mares que “están fuera de todas las rutas marítimas y sobre los que no brillan las estrellas”, como había escrito Lovecraft a Derleth.
No es un secreto dónde obtuvo Hugo Pratt el material que le llevaría a dibujar la epopeya de la vida de Corto Maltés. Escuchó hablar de él por primera vez en Argentina, donde Pratt vivió entre 1950 y 1962. Volvió a oír de Corto a finales de los años sesenta en la ciudad brasileña de Bahía, pero los datos más importantes los obtuvo a partir de julio de 1967 de Raúl Obregón Carranza, sobrino de Caín Groovesnore, uno de los grandes amigos de Corto Maltés. Con Groovesnore y su hermana Pandora, que aparecen en la obra de Pratt, el marino habría pasado sus últimos años. Así lo sugiere Pratt en el prólogo de La balada del mar salado. El primero y más famoso de los álbumes sobre Corto se desarrolla en el Pacífico, justo antes de la travesía que llevaría al viajero, “hijo de una gitana de Gibraltar y un marinero de Cornualles”, a la más espantosa de sus aventuras, aquella que Pratt no se atrevió a dibujar.
De ese prólogo parece desprenderse que Corto Maltés habría muerto antes de 1965, pero no se menciona el terrible párrafo incluido en la misiva de Lovecraft a Derleth sobre su encuentro con Corto, y que quizá ofrece alguna luz sobre el destino final del marino: “Me aseguró que trataría de volver, más tarde o más temprano, a la isla infernal, pues en ella, como le habían insistido en Ponape los miembros de la hermandad de los tsamoro, se encontraba no sólo el secreto del pasado de la tierra, sino también el último aliento de nuestro planeta, maldito desde el comienzo de los tiempos”.