Es improbable que Charles Darwin intuyera que sus tesis evolucionistas provocarían sueños inquietos en personas ajenas a las reaccionarias opiniones científicas de su época. Y sin embargo, sus teorías condicionaron todas las luces y las sombras de la obra de Brian Aldiss.
Aldiss fue (es) el último gran exponente de la más original y productiva corriente del fantacientificismo británico que compitió durante las décadas de los años 60 y 70 en igualdad de condiciones con sus homólogos estadounidenses. El eco de Darwin es un clamor en toda su producción. Heliconia, su libro más particular, intercala varias anotaciones sobre el devenir de las especies dentro un análisis más completo y complejo sobre la vida (y muerte) del planeta homónimo. Sus novelas “desencadenadas” dedicadas a ofrecer visiones contemporáneas de Frankenstein y Drácula, no dejan de ser más que elegías sobre sujetos sin hueco en la cadena evolutiva. Bang, Bang y Donde las líneas convergen nacen tanto de un pasmo –la primera- como de un vértigo por la evolución (la segunda). Ambos son dos relatos cortos soldados en un único volumen en 1977, traducido al castellano en 1986 por la editorial Ultramar y hoy trofeo para los cazadores de rarezas.
La traducción de Ultramar, si bien muy cuidada, toma la determinación de alterar de manera drástica el título original del primero de esos relatos, restándole parte de su cariz siniestro. “Bang, Bang” se tituló originalmente “Brothers of the Head”, y en aquel nombre estriba la explicación de muchos de los acontecimientos, y de los aspavientos, que oculta este cuento. Los hermanos son Tom y Barry Howe, dos siameses unidos por la cintura, que están condenados, para su desgracia, a soportarse mutuamente. Su asumida y frustrante condición se canaliza a través de la violencia. La cabeza del título brota del hombro izquierdo de Barry. Vive allí, parasitariamente, como un tumor ciego, de cuencas hundidas, cabellos lacios, mejillas apagadas. Hiberna para salir al acecho, para imponerse en ese cuerpo de hidra que lo aloja.
Esta premisa horrible sirve de base a un cuento con música de fondo terrorífica, que es a su vez una pequeña melodía dentro de la sinfonía perversa que acompaña al libro. “Bang, bang” y “Donde las líneas convergen” son en cierta medida dos hermanos siameses unidos por el tronco de intereses y de estampas comunes. Por ejemplo, en ambos la soledad juega un rol decisivo. Si en el caso del relato tricéfalo es una condena (la maldición a estar solo por culpa de una naturaleza abominable), en el de su sucesor cronológico debe de entenderse más como un mecanismo de supervivencia desarrollado por su paranoico protagonista, Felix Macguire. Sea cual sea la razón, maligna o delirante, induce al lector más a la lástima que al desapego. La soledad es, en el fondo, consecuencia de la incomprensión del entorno. Son las circunstancias (y los demás) quienes han provocado que los hermanos Howe caigan en el bestialismo o que Felix Macguire desconfíe de la sinceridad humana.
El terror es un género honesto. Muestra con transparencia los resultados de las pesadillas de sus cultivadores. “Bang, Bang” nace seguramente de una de ellas. La entera atmósfera de L’ Estrange Head, la isla encajonada entre marismas donde residen los Howe, parece cubierta por la niebla de un mal sueño. Al igual que Ulises cuando se enfrenta a Polifemo, el contacto con Tom y Barry se produce desde el mar. La imagen causa escalofríos: Henry Couling, el abogado que va a buscarles para darles la oportunidad de una nueva vida, los divisa por primera vez peleándose en la distancia (es también el primer avistamiento del dúo por el lector). “El aislamiento confería a su violencia una cualidad sobrenatural”, reflexiona este cínico Jonathan Harker. En su maleta no trae una escritura de propiedad en Essex sino un contrato en Londres. Por alguna razón que no se especifica -es una más de las constantes insinuaciones de este relato sumamente desasosegante-, los Howe han llamado la atención de cazatalentos musicales. Su monstruoso aspecto ha activado la caja de hacer dinero de instintos implacables.
Durante tres años, Tom y Barry, los Bang, Bang, serán estrellas del rock con todos sus caprichos, excentricidades y excesos, y con un plus de morbo y de monstruosidad. Varias de las versiones que darán testimonio de sus vidas –la narración adopta el punto de vista del documental aséptico – incurren en la frivolidad o no pueden desprenderse de ella. El precio del estrellato es la muerte de la intimidad; en el caso de los hermanos Howe, su exposición pública será una forma lenta de asesinato. Las secuelas de esos frenéticos años golpearán a Barry y Tom cuando regresen a la normalidad, que no tranquilidad, de sus conocidas marismas y malas hierbas. Entonces el timón de lo narrado virará hacia el reino del amor: la chica que los quiso a ambos –o que quiso a Tom- volverá para buscarlos y para desencadenar el acto final de sus desdichadas existencias. Un acto de muerte y resurrección paulatinas, progresivas, contado con un tono horripilante y crispado, continuamente debatido entre lo real y lo soñado. Lo que empezó como homenaje a Freaks, de Tod Browning, cristaliza en celebración del Frankenstein de James Whale (valga, para la analogía, cualquier otro monstruo sufriente con personalidad propia; la despensa está repleta de ejemplos).
Por su parte, “Donde las líneas convergen” supone una desviación drástica de la normalidad. La locura ha encontrado resquicios entre los sueños de la Razón hasta devorarla. En un relato que es un nuevo harakiri al concepto de intimidad como santuario de la cordura, Aldiss escribe el que posiblemente sea el antecedente literario de las modas cinematográficas del found footage, de la saga Insidous: las cámaras que Felix Macguire dispone en su residencia para espiar cualquier alteración de la realidad, con la que se ha obsesionado, son ojos que lo ven todo; con su desquiciante “honestidad”, aproximan a su instalador al borde de un profundo y negro precipicio. Tom y Barry se volvieron locos por contacto; Felix pierde el juicio por abandono. Los aviones del aeropuerto situado prácticamente en el jardín de su casa marcan el diapasón de su pérdida del oremus. Así describe a su sistema de circuito cerrado, el HAL 9000 que involuntariamente fagocita a su Eldon Tyrell, la Omnivisión: “[…] (es algo) concebido para ser destinado puramente a la observación de uno mismo; es introspectivo”. Y claro, dentro de cada uno laten monstruos. O quizás, piensa el loco, maquillamos nuestras naturalezas reptilianas bajo elaborados disfraces humanos.
A Brian Aldiss le preocuparon muy seriamente las tesis de Charles Darwin. Para él nunca hubo nada tan desconcertante como la deriva, o la evolución, de la humanidad.
Una reseña escalofriante. Por cierto, otros dos libros de Aldiss también memorables: Invernáculo y la maravillosa El Tapiz de Malacia. Gracias por las reseñas.
Gracias a ti, Álvaro, por las recomendaciones. Tomamos nota de cara a futuras lecturas y reseñas. Habrá más Aldiss en breve en Fabulantes ;).