En Los primeros hombres en la Luna, H. G. Wells inventa la cavorita, una aleación mineral, para poner a sus protagonistas a viajar por el espacio en dirección a la luna. Allí se encontrarán con una civilización de insectos antropomorfos, en una novela que inaugura el género de contacto con extraterrestres.

Ilustración de Eduardo de Jevenois para Fabulantes.

Es curioso que en gran parte de la ciencia-ficción la alusión a los insectos se haga antes en función de sus organizaciones sociales que de las características de sus, por ejemplo, sistemas de procesamiento gástrico (que también). ¿Qué es lo que fascina en estos casos? ¿La capacidad asociativa, el organigrama comunitario, el reparto de tareas según especialidad (hormigas-soldado, abejas-recolectoras), el trabajo dedicado y cooperativo por el bien común? No: lo que fascina al ojo humano es el sometimiento de miles de millares de invertebrados a la causa encarnada en el líder, ya sea una reina-madre (miembros de la Commonwealth, como hormiguitas, acumulando para ella), una mente-enjambre (una empresa, en donde la creatividad de los actos sin consciencia de los empleados es una sumisión disfrazada de sana competitividad), o directamente un ente extratemporal y metaterreno que justifica su existencia y condiciona la responsabilidad de sus actos (como en un episodio de Fiasco de Lem -1986-, en el que una prodigiosa colonia de termitas africanas ha elaborado complejas estructuras sociales/edilicias al recibir su misión de vida de parte de un misterioso objeto místico inanimado: es la lógica que mueve a Estados contemporáneos como el de Israel).

Todos estos casos nos dicen lo mismo: la fascinación por la obediencia total y absoluta, por la suspensión de toda clase de albedrío que, cínicamente, impulsa sólo a cumplir órdenes sin preguntarse por qué se las cumple. Como reza el deseo histérico: soy lo que el amo me dice que sea, existo sólo ante los ojos del amo, pero si necesito de sus ojos para poder ser, no es porque me refleje en ellos, como de igual a igual, sino porque en esa identificación yo me pierdo en sus ojos: yo sólo soy yo en lo que él me dice que sea. Todo esto lo pensaría la hormiguita, pensada a su vez por los expansionistas europeos del siglo XIX que escriben sobre sus contactos con otras culturas (del espacio exterior o no).

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La gravedad lunar juega malas pasadas en una de las excelentes ilustraciones de Claude Allin Shepperson para la edición de George Newens de 1901.

Y es lo que piensa, según se desprende de una primera lectura de su Los primeros hombres en la Luna (First Men in the Moon, 1901), Herbert George Wells (1866-1946). La historia comienza así: el hombre de negocios arruinado Bedford, retirado a la campiña para componer, por qué no, un drama teatral, conoce por casualidad al excéntrico físico Cavor, poseedor del honor de haber creado un nuevo elemento, un material capaz de ser opaco a la fuerza de la gravedad tal y como, se explica, otros lo son a la refracción de la luz o a la conducción del calor[1]. Es la cavorita, una aleación improbable de minerales y éter que, como polos idénticos de un imán, repele todo cuanto toca (incluida la propia corteza terrestre). Mientras que Bedford ve en ello lucrativas aplicaciones industriales, para Cavor significa la posibilidad de ascender allende la atmósfera e investigar otros mundos, entre ellos nuestro satélite. Cabe decir que en su momento Wells fue acusado de plagio por el irlandés Robert Cromie, quien en su novela A Plunge into the Space (1890) emplea asimismo una materia antigravedad para elevar la nave, como también sucede en The History of a Voyage to the Moon (1864) de Chrysostom Trueman; ante las acusaciones Wells contestó con un clásico intemporal: “no tengo conocimiento de esas novelas”[2].

Pero lo cierto es que antecedentes de viajes espaciales, con explicaciones más o menos fantasiosas del mecanismo de la cápsula, cohete, nave, etcétera, las encontramos desde el clásico de Jules Verne De la Tierra a la Luna (De la terre à la lune, 1865), del que se hace una referencia explícita en la novela de Wells[3], hasta, por ejemplo, la primera parte de la utopía de Cyrano de Bergerac El otro mundo (L’autre monde, 1657-1662), Historia cómica de los Estados e Imperios de la luna, en la que el buen poeta se sirve de una cabina a la que ha atado vejigas llenas de rocío para que el sol las atraiga así como, se supone, hace con las nubes.

En cambio con la cavorita (famosa por sus numerosas apariciones posteriores entre las que destacamos, cómo no, el homenaje que le dedica Alan Moore en el primer volumen de La liga de los hombres extraordinarios, 1999-2000), se revestirá una esfera de vidrio que permitirá a los protagonistas descubrir un mundo, la Luna, que, lejos de ser un árido bloque de roca, alberga una flora exuberante durante sus días de calor tórrido, mientras que sus noches se sumen en un invierno polar. Pero no sólo: una civilización de insectoides antropomorfos habitará sus infinitas galerías subterráneas. Este detalle, que parece excesivo si lo comparamos con la austeridad científica de la novela de Verne, no hace sino inaugurar, por así decirlo, el género de literatura de ciencia-ficción que gira alrededor de “contactos con culturas extraterrestres”. Y lo hace con una novela ligera, de vibrante ritmo narrativo, no exenta de humor, y de una ágil factura que se evidencia sobre todo en las escenas más íntimas o cotidianas, como la de la posada en Littlestone.

Volviendo a los aliens, en realidad se trata de un contacto fallido en su éxito: si de entrada el intercambio y la comunicación se enfrentan a una barrera casi infranqueable, no es tanto porque se trate de especies totalmente diferentes, poseedoras de incomparables criterios de percepción, interpretación y pensamiento lógico, sino porque, mala suerte, los humanos han ido a dar con las clases más bajas de la sociedad lunar. Este pensamiento, sorprendente en un autor como Wells, declaradamente socialista y miembro de los Fabianos británicos, alcanza cotas insultantes cuando el profesor Cavor cavila sobre la esperanza de que una civilización tan en apariencia compleja como la selenita esté regida por una casta de mentes superiores, refinadas y cultivadas, que habitan el núcleo del satélite (a orillas de un gran mar fosforescente). En la estructura social inventada por Wells, cuanto más próximos a la corteza lunar, más toscos, ignorantes y materialistas son sus habitantes (pastores, mineros, carniceros); cuanto más profundos, más sabios y sofisticados. En el libro se encuentran pasajes tan infames como los que siguen:

«Su mundo central, su mundo civilizado, debe de hallarse mucho más lejos, en las profundidades más próximas a su mar. Esta región de la corteza lunar en la cual nos encontramos debe de ser como un distrito fronterizo, un especie de región de pastores. […] Los selenitas con los que nos hemos encontrado probablemente se correspondan a nuestros pastores, o a nuestros obreros…[4]«

 Y, tras una auténtica matanza de insectos:

«¡Esos seres contra los que hemos combatido no eran sino campesinos ignorantes, habitantes del margen exterior, rústicos todavía próximos al salvaje! […] ¡Quizás en las orillas [del mar] se alzan potentes ciudades donde pulula una población regida por instituciones de sabiduría tal que la imaginación humana no alcanza a concebir!… ¡Y ahora estamos condenados a morir aquí, y a no ver nunca más a los grandes maestros que sin lugar a dudas gobiernan y dirigen tantas cosas dignas de admiración sin límites[5]

¿Cómo se explica esta actitud en alguien como Wells, quien además parece regodearse en la fragilidad de esos exoesqueletos que se rompen como cáscaras de huevo ante la superior fuerza de un desaforado Bedford, hasta que sus pies resbalan sobre el lodo de sangre? Pero aquí se evidencia el momento de alarma en el narrador, cuando nos descubre que lo que acaba de relatarnos es una infame atrocidad[6]. ¿Puede verse aquí una crítica al colonialismo? Superioridad técnica, desprecio por las poblaciones autóctonas, posibilidad de enriquecimiento con las materias primas que el suelo ofrece (casualmente la Luna abunda en oro, lo que hace las delicias de Bedford), planes para regresar con una segunda expedición, esta vez más preparada, más hombres, más armas, para someter a esos frágiles monstruos… Pero ¿y dónde se coloca Cavor, el científico que ansía por encima de todo un intercambio pacífico y enriquecedor entre las dos especies, que rechaza cualquier intervención humana, sabedor de los crímenes que se pueden cometer en nombre de la Tierra (en nombre del hombre blanco)?

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En 1964 se filmó una espeluznante adaptación cinematográfica de la mano del experto en efectos especiales Ray Harryhausen: una novísima (para la época) técnica de stop-motion dio vida a unos ridículos insectos en una aventura en la que se incluyó, entre otras cosas, una protagonista femenina, escenarios dignos de Barbarella y un tono excesivamente cómico. Quizá el acierto del filme haya sido respetar la moraleja de Wells (en plena Guerra Fría).

Cavor llegará a conocer mejor la sociedad selenita, una suerte de comunidad utópica que Wells plasma en un par de capítulos, pacifista y muy especializada, que prepara a los individuos desde el nacimiento, incluso físicamente (mediante la atrofia o hiperestimulación de órganos y miembros), conforme a lo que podríamos llamar un sistema de castas. Eso sí, de corte leninista: los estratos superiores, que dirigen y representan a las masas de trabajadores supercualificados son intelectuales que dirimen la expresión de obreros, metalurgos o artistas, comandados todos ellos por una entidad denominada Gran Lunar y que no es más que una especie de pudín encefálico de menguado cuerpo cuya sabiduría es reverenciada por todos. Para esta sociedad resultan incomprensibles conceptos como la organización parlamentaria o la propiedad privada, que le expone el europeo, y sobre todo la rivalidad bélica entre grupos humanos.

Pero aún hay más: en la Luna se dan diabólicas soluciones sociales, como anestesiar a los trabajadores desempleados hasta nuevo uso, recurso, se dice, mejor que condenarlos al paro (¡valiente pragmatismo fabiano!). Más allá de una crítica al capitalismo, pienso más bien que en estas escenas de gran fantasía Wells compone no ya una hipótesis sobre cómo debería ser una cultura industrial estratificada y socialmente competente, sino, y es mucho más grave, el perfecto encuentro entre colono y colonizado. Es decir, de lo que se trata aquí es del sueño colonialista del buen paternalista blanco, cuyo entendimiento con los nativos se espera fructuoso gracias a la existencia de una élite de sabios, políticamente formados (educados en Oxford, dan ganas de afirmar) de cara a las pautas europeas, para hablar en su mismo (e importado) idioma político. Una élite que represente a la masa y a través de la cual el blanco pueda tratar con la masa, incluso si la voluntad es honesta, como la de Cavor, incluso si el blanco desea coadyuvar a la emancipación, y es que el pueblo debe ser re-presentado porque no puede representarse…

Recuperamos aquí brevemente la noción de subalternidad desarrollada a partir de la proverbial sentencia de Marx de su 18 Brumario, en donde habla de cómo millones de familias de campesinos parcelarios durante el Tercer Imperio napoleónico no se cohesionaron en una clase, no formaron una clase, por lo que no pudieron representarse (darstellen), no pudieron expresarse según sus propios mecanismos dentro del orden institucional y simbólico, sino que habrían necesitado ser vehiculados, re-presentados (vertreten), sustituidos, ver delegada su autoridad en expertos políticos para gestionar sus reclamas al interior de la comunidad. Estos términos serán retomados por Gayatri Chakravorty Spivak en relación a los sujetos subalternos coloniales, a su vez prolongando el concepto de Antonio Gramsci de «clases subalternas» (subproletariado, proletariado y pequeña burguesía metropolitanas y rurales), pero introduciendo las apreciaciones de «género» y «etnicidad» que desarrollaron ampliamente el Grupo de Estudios Subalternos bajo la dirección de Ranajit Guha en la India de los años 80. A esto Spivak propondrá una crítica a su vez, negando la identidad monolítica del sujeto colonizado subalterno, quien es «irremediablemente heterogéneo», buscando descentralizarlo y liberarlo de la figura del intelectual poscolonial, quien le otorga una identidad que responde a «una situación cultural, política, histórica y social específica que no es aplicable en todos los tiempos, sociedades y lugares» y que perpetúa y consolida, en su prolongación autóctona, los mecanismos de control del colonizador. La tesis de Spivak en su influyente artículo ¿Puede hablar el subalterno? (1988) es que la subalternidad carece literalmente de oportunidad de hablar con su propia voz[7].

En este eje se ubicaría el sincero obrar de Wells a favor de los ocupados, un obrar igualmente colonialista, igualmente racista, que espera hallar un equivalente al blanco en la sociedad ajena para que dirija, en función de un desarrollo social y económico moldeado a la europea, los pasos de esos, de no ser así, brutos (la masa de campesinos indios, ajenos al proceso de liberación del dominio británico, vistos como… como… ¡execrables insectos!). Y a pesar de que la sociedad lunar reacciona, en unas excelentes

páginas llenas de tensión, y la filosofía de los terrícolas sale malparada, la búsqueda de una vía de contacto pasa, según se lee, por esa alianza intelectual que hace que el otro, en su alteridad radical, pueda ser sólo en su reflejo en nuestro propio estatus identitario.

Y sin embargo aquí está la gran moraleja de esta novela en apariencia tan polémica: no hay comunicación eficaz pura. La gran sabiduría es saber que en el centro de todo intercambio queda un resto irreductible de desconocimiento, que la voluntad de interpretación, de ahondar en los secretos de todo mundo otro, el afán de identificación (pongámonos en el lugar del repugnante insecto), incluso la buena intención empática, no es sino una ilusión (necesaria) que eleva un monumento al abismo de lo desconocido…

 

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NOTAS

   [1] Para este artículo se ha empleado una curiosa edición italiana: I primi uomini nella Luna, Rizzoli, Milán, 1933.

   [2] Me remito a este artículo.

   [3] Wells, p. 43.

   [4] Ibíd., 161 (la traducción al castellano es mía).

   [5] Ibíd., 187-188.

   [6] «Contemplé por un momento a los innumerables Selenitas que yacían sobre el suelo de la caverna, aplastados, triturados, o sacudidos aún por espasmos de agonía, y, pensando vagamente sobre la posibilidad de cometer violencias todavía peores, me apresuré a alcanzar a Cavor» (Ibíd., 180).

   [7] Marx, K.: Der achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, 1852, trad. cast., El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Fundación Federico Engels, Madrid, 2003. Y Spivak, G. C.: 1988, “Can the Subaltern Speak?”, en Nelson, C. y Grossberg, L. (edit.): Marxism and the Interpretation of Culture. Urbana, IL: University of Illinois Press, pp.: 271-313; en castellano: “¿Puede hablar el subalterno?”, trad. cast., A. Díaz, en Revista colombiana de antropología, Bogotá D.C., vol. 39, enero-diciembre de 2003.