Nuestra relación con las arañas es contradictoria. Como símbolo, el Hombre ha querido ver en ellas la delicada trama del destino. En Egipto fueron emblema de la diosa Neith; en Uruk, heraldos de Ishtar, tejedora de destinos. La destreza de Aracne con los hilos provocó los celos de Palas Atenea, que en un arrebato de ira divina transformó su nombre en etimología. La perseverancia de una araña coronó a Robert Bruce rey de la Escocia recuperada. E incluso la tradición popular vuelca en ellas sus supersticiones: verlas descolgarse del techo pronostica lluvia en la Montaña, donde todavía se cree en el poder cicatrizante de la telaraña. Sin embargo, la misma criatura venerada como símbolo repugna cuando materializada. Pocos son los espíritus nobles que, al toparse con uno de estos depredadores, no lo degradan a pulpa bajo suela. Mal se aviene un pisotón con la imagen del héroe enfrentado a su fatum.
En la obra de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) la representación de las arañas tiene un poco de ambos extremos. Si en un principio las escogió por su aspecto terrorífico, acabaron revestidas de una densa simbología moral. De hecho, es fácil imaginar por qué estos bichos llamaron la atención de un hombre como él: hay algo tenebroso en sus ojos sin párpados, una amenaza en el ondulante movimiento de sus ocho patas, la huella de la bestia en sus prácticas caníbales. Porque nadie ignora que Tolkien era católico. De acuerdo con este credo, su visión de la naturaleza es maniquea. Visión poco original, por cierto: si la serpiente fue inductora del Pecado Original, la parentela diabólica avergüenza al macho cabrío. Tampoco es novedosa la combinación del cristianismo con otras mitologías: pensemos en esa magna obra de paganismo santificado que es El paso de la laguna Estigia, de Patinir, en la que la Gloria y la Perdición se anuncian en presagios zoomorfos, con el pavo real de la buena nueva y el jimio ladino de la condenación. Pero, si en los primeros cuentos de Tolkien las arañas eran meros adornos, en sus dos ficciones mayores servirán a la proclamación de su fe.
Ahora que todavía estamos empezando, hagamos un apunte sobre este asunto de su fe. Mucho se ha insistido en la religiosidad de Tolkien. En cada una de sus criaturas se ha querido ver un trasunto cristiano, lo cual no deja de sorprender en un enemigo de la alegoría directa (él prefería hablar de aplicabilidad). Sin embargo, aunque se declarase “católico apostólico romano”, es probable que se haya exagerado la influencia de esta confesión. Porque, a decir verdad, la religión sólo figura como telón de fondo de su imaginario; en cuanto a Dios, no parece preocuparlo demasiado.
Comparémoslo con otro escritor: Borges, por ejemplo. Finjamos haberlo elegido al azar. Borges es un autor al que nadie se atrevería a tildar de religioso. Pero tampoco puede negarse que la teología le importa mucho más que a Tolkien. Irónica o no, el inglés jamás escribió una demostración de Dios tan convincente como el Argumentum ornithologicum [i]. La moral católica es un poso sobre el que Tolkien construye su obra, no la enjundia de su escritura, como tampoco lo es el dialecto de Warwickshire, tan caro al lingüista. En su imaginario, Dios es sólo un axioma. Es más: una característica de su cosmos es la convivencia de la criatura con el demiurgo; nada sabe de revelaciones ni de cultos. Tan sólo sucede que Tolkien era un escritor de fe católica. De fe en lo heroico católico, si se me permite la precisión. Asumido esto, se entrega a sus fantasías igual que el niño juega al amparo de su padre, descuidado de todo lo demás.
Como decíamos, las primeras arañas de Tolkien cumplen una función ornamental. Las que habitan la cara oculta de la Luna en Roverandom ni siquiera provocan temor. Si acaso, reconocen la santidad o el linaje angélico del Hombre de la Luna ofrendándole sumisión. Más parecidas a sus dos hermanas mayores son las arañas del Bosque Negro. Para hacerles justicia debemos recordar que El Hobbit, libro en el que aparecen, nació como un cuento independiente que sólo después de publicado prendería la chispa del legendario tolkieniano, en el que las arañas Ungoliant (El Silmarillion) y Ella-Laraña (El señor de los anillos) alcanzan plenitud simbólica. Y pese a este carácter embrionario, en las arañas de El Hobbit ya se aprecian motivos que tomarán y ampliarán las obras posteriores: la gula desmedida, la oscuridad impenetrable de sus emanaciones, el heroico enfrentamiento del mediano contra un monstruo que lo supera.
Pero las arañas más acabadas de Tolkien figuran en los dos libros centrales de la Tierra Media, El Silmarillion y El señor de los anillos. Con Ungoliant -de la que nos ocuparemos primero-, Tolkien mitifica a los arácnidos, mientras que con Ella-Laraña escribe uno de los trances principales de su obra, donde se dramatiza el núcleo de su fe.
Ungoliant: un mito de la Nada.
Al parecer, una de las primeras experiencias del pequeño Tolkien tuvo que ver con una tarántula y un picotazo. Sin embargo, él mismo negó albergar un miedo especial por estos animales, ni recuerdo alguno de aquel encuentro. Aseguraba rescatar a las arañas que encontraba atrapadas en su baño, gesto revelador de su bonhomía y suficiente para descartar una posible aracnofobia. Y sin embargo, la elección de estas criaturas no pudo ser del todo casual. Tolkien era un atento observador de la naturaleza. Su retina estaba tintada con los colores del Evangelio. Por lo tanto, nada escapaba a la dicotomía del Bien y el Mal.
Todo lo que entra en el cosmos de Tolkien cae al instante a uno u otro lado de su Moral. Es esta una montaña de pendientes pronunciadas: cuáles criaturas se deslizan al Valle del Bien; cuáles al Valle del Mal; ninguna se extravía a media ladera. Pero, de acuerdo con las creencias del escritor, el equilibrio nunca se romperá en favor del Mal: cada acción impía es una piedra en la que el Bien afila su espada. El Principio y el Fin ya estaban en la Providencia, nada puede ocurrir que no haya previsto antes el Creador. Pero esta tutela celestial -que en la Tierra Media ejerce Eru Ilúvatar, insuflador de la Llama Imperecedera- sólo alcanza a su progenie. Y el origen de Ungoliant es oscuro.
Se cree que la primera araña bajó al Mundo desde más allá de sus límites. Aunque se alía con el Señor Oscuro Morgoth para robar los silmarils -tres joyas élficas que contienen la luz de la Llama Imperecedera, cuyo robo desencadena la historia trágica de El Silmarillion-, sólo la mueve una voracidad insaciable. Se alimenta de la luz, que excreta convertida en “una red oscura de asfixiante lobreguez”. Todo en ella es vacío y destrucción. Si una ambición desmedida consume las entrañas de Morgoth, al menos esta pasión surge como un deseo de poseer lo creado, no de negarlo. En cambio, Ungoliant sólo aspira a engullir cuanto existe, hasta que de tan hinchada no le quede más remedio que devorarse a sí misma. Pero Tolkien no pretendía crear una burda alegoría con la migala. Su función es mítica. Para él, mitología equivale a subcreación, que significa “más que representación o que interpretación simbólica de las bellezas y los terrores del mundo”, como precisa en Sobre los cuentos de hadas. Y la subcreación despierta la fe secundaria del lector, que no sólo acepta sus reglas sino que también desea participar de ellas. Podríamos decir que una ficción así es habitable. También, convenir en que la Tierra Media derrocha habitabilidad. Tal vez el secreto de su éxito resida en esta particularidad y en nada más.
En cuanto mito, el valor de Ungoliant en la ficción es superior al de cualquier paralelismo con la “realidad”: es ajena al plan divino, el eco de la Creación. De algún modo, representa la responsabilidad del Hacedor. Es su culpa. Y aunque su oscuridad es más negra que la noche, no está sujeta a las bajas pasiones del Señor Oscuro. Los silmarils no avivan en ella la codicia, sino la voracidad. La belleza no caldea su lascivia: al contrario, la inclina a la aniquilación. De las prácticas amorosas de la araña sabemos que, después del acoplamiento, devoraba a su pareja. Este motivo está sacado de la naturaleza: la vida de algunos machos dura lo que su madurez sexual, e incluso hay casos de extremo canibalismo en los que la madre se ofrece como primer alimento de sus retoños. Prácticas tan monstruosas debieron afectar sobremanera a una moralidad tan sutil como la de Tolkien.
Permítaseme ahora un nuevo inciso, esta vez para hablar de la sexualidad en la Tierra Media. Muchas bromas, pero también algunas veras, se han hecho a costa de la castidad en El señor de los anillos. Esta inquietud es positiva: confirma la habitabilidad de la que hablamos antes. Pues bien, salta a la vista que Tolkien no estaba muy interesado en el amor carnal. Algunos se lo reprochan. Algo de razón no les falta. Pero también es cierto que el sexo, como el tiro con arco, es cuestión de práctica: sin flecha y sin diana, todo queda en hierática palabrería. Y aun así, no está excluido de su mundo. Por supuesto, tampoco escapa a la catalogación moral. Las dos caras del amor se encuentran en Lúthien Tinúviel, protagonista de uno de los episodios más hermosos de El Silmarillion. Es la más bella de las criaturas, hija de un rey elfo y de una Maiar (algo así como los ángeles de la Tierra Media, entre los que también se cuenta Gandalf). Su belleza provoca la rijosidad de Morgoth, pero también inspira la nobleza del humano Beren, por cuyo amor se sacrifica. Esta heroicidad se premia con la resurrección del amante, cuyo gesto es correspondido con la renuncia de Lúthien a la inmortalidad. De la unión de ambos nacerá una estirpe que llega a Eärendil, redentor de la Tierra Media. Porque, al igual que la propia Lúthien, creación de dos espíritus enamorados, es el tesoro más preciado de su padre, la progenie que aquella engendra con Beren es el don supremo de su discreto ayuntamiento. Y, si puro, para Tolkien el amor es heroico [ii].
Ella-Laraña: Ave Nemoris Stella.
En una de sus cartas, Tolkien confesó la finalidad de su vasto proyecto: “crear un cuerpo de leyendas más o menos conectadas, desde las amplias cosmogonías hasta el nivel del cuento de hadas romántico”. A la luz de los resultados, confirmamos su consecución. Una versión feérica del Génesis abre El Silmarrillion, para ramificarse después en un ciclo mitológico de elfos, humanos y orcos. Dentro de estas sagas, la historia de Beren y Lúthien es el Romance de todos los romances, mientras que la de Túrin Turambar y sus desdichados amores con la amnésica Níniel es el epítome de todas las tragedias. En cuanto a El Hobbit, qué duda cabe de que compone un memorable cuento infantil, como también lo hace Roverandom. En parte es infantil El herrero de Wootton Mayor, y en parte alegórico (el único que de verdad lo es). Hoja, de Niggle es lo más parecido a un relato autobiográfico que escribió Tolkien, mientras que Sobre los cuentos de hadas constituye un ejemplo excelente de lo que los académicos llaman “poética personal”, aunque si de algo anda escaso es de academicismo. El señor de los anillos es una epopeya, sí, pero también es una novela, con todo lo que ello implica.
El encuentro con Ella-Laraña tiene lugar en un capítulo de aquel libro. Considerando los datos que facilita sobre los usos y costumbres del monstruo, podemos verlo como la interpretación tolkieniana del cuento de terror: vive en una cueva donde la oscuridad es algo más que la ausencia de luz y devora todo lo que alcanzan sus garras, cuando no recibe las golosinas de Sauron, desdichados presos obsequiados por su crueldad. La actuación de Ungoliant en El Silmarillion se siente distante por causa de su elevación mitológica. Con el episodio de Ella-Laraña, mucho más dramático, Tolkien zanja la cuestión de estas criaturas abismales: esta vez no es un semidios caído el que se las ve con sus ocho patas, sino Frodo Bolsón y Samsagaz Gamyi, dos insignificantes hobbits perdidos en la devastación de Mordor. Pero, como ya hemos aventurado, este episodio no es un simple relato de miedo, sino la versión que Tolkien da del género.
Casi al final de su ensayo Sobre los cuentos de hadas -si se insiste en la referencia es por la riqueza de su contenido- el escritor introduce un nuevo término: la eucatástrofe. Este nombre de evocaciones clásicas designa la virtud que en su opinión debe reunir todo cuento de hadas: la mediación divina que en el instante crítico de la trama, cuando todo parece perdido, desciende sobre los afligidos para torcer los acontecimientos hacia un final feliz. Nada le parece más importante en una fantasía que “el Consuelo del Final Feliz”. Y como no podía ser de otra manera, el cuento de hadas que mejor brinda este consuelo es el de la muerte y resurrección de Cristo. Así que en su particular versión del terror, el Mal no puede ser definitivo. Amenaza con destruir las esperanzas del héroe y casi lo consigue, pero al final sobreviene la derrota. Esto es lo que ocurre en el capítulo de Ella-Laraña.
Detengámonos ahora en el triunfador del duelo. Frodo apenas consigue mantenerse cuerdo, así que toda la carga heroica recae en los hombros de su fiel servidor, el jovial Samsagaz Gamyi. Es este un hobbit bonachón, amante de la buena mesa y apegado a su tierra. Pero también es un ser leal, valiente cuando toca serlo, capaz de abandonar los huertos y arriates de Bolsón Cerrado para seguir a su amo hasta los fuegos del abismo. Y sobre todas estas cosas, Sam es inocente. No simple, o débil de espíritu, contra lo que se pueda creer. Más bien significa que, de entre los muchos hobbits comunes que pululan por la Comarca, Sam es el único al que todavía asombra el Mundo. Adora las historias de elfos y dragones, y justo esta devoción lo salvará en la hora más oscura. Porque es él quien, ante las fauces de Ella-Laraña, en la lobreguez de su antro, se acuerda del pequeño frasco de cristal que la dama Galadriel regaló a Frodo, e invocando su nombre destapa una estrella cuya luz inflige un daño mortal en el vacío de la oscura aberración. “A Elbereth Gilthoniel!” recita Sam, invocando la protección de los dioses. “¡Galadriel, Galadriel!”, se encomienda.
La dama Galadriel es algo así como Nuestra Señora de Lothlórien, sin lágrimas de sangre ni “¡Virgensita!” que la solicite, pero terrible a la vez que majestuosa y, en fin, presente. Es el adorno del mundo, la mismísima encarnación de la Gracia divina. Pero, por encima de su misericordia, la dádiva suprema de la reina elfa es su belleza. Y en este punto la evidente simbología mariana trasciende el redil católico. Porque, más allá del reducto de tal o cual religión, la hermosura de la Creación alcanza a todas las criaturas, incluido el lector. La gloria de Galadriel es ecuménica, pues ilumina Fantasía tanto como Realidad. En su figura se concentra la maravilla del orbe. Al enfrentar su luz a la oscuridad de Ella-Laraña, y al hacer que de esta lucha salga victorioso el pequeño hobbit Samsagaz, Tolkien escenifica la que tal vez sea su más firme protestación de fe. Sin contravenir el dogma de su confesión, enuncia una verdad que está por encima de cualquier texto sagrado: la Vida siempre es mejor que la Muerte. La Bondad, superior a la indolencia. Afirma un rotundo Sí, irisado y colectivo, frente al incoloro No de los indecisos. Y empuñando la espada de su fe coloca a un hobbit ingenuo, pero común. Un personaje construido no con el mármol del perfecto caballero, sino con el barro del hombre medio ideal. Ideal, claro está, para Tolkien, de quien toma prestados no pocos rasgos.
Así es como las arañas maduran su significado en el imaginario del galés. Emisarias de la Nada, son criaturas antinaturales consumidas por una voracidad ciega. El mismísimo Señor Oscuro sintió miedo ante el abdomen hinchado de Ungoliant: comprendió que sus ansias de posesión implican una tácita aceptación de lo creado, si bien carecía del amor necesario para enfrentarse a la bestia. Hizo falta que un hombrecillo de pies peludos, aficionado a las historias de elfos y dragones, consumado fumador de hierba en pipa y cultivador de hortalizas, se reafirmara en sus sencillas creencias para que un monstruo de iniquidad huyera de una vez por todas al abismo del que surgió. No importa si este hombrecillo se apellidaba Gamyi o Tolkien.
(Coda de ocho pies)
En un agujero en mi casa, vivía una araña. Si no se ha cumplido su plazo, todavía ha de seguir allí. Tan sólo es una de esas arañas domésticas de patas largas, así que opto por perdonarle la vida. No atribuyáis esta merced a mi nobleza; más bien a mi incapacidad para decidir si es bestia vil o bondadosa: ante la duda, me abstengo de espachurrar. En cambio, aunque con toda seguridad se hubiera apiadado del pobre bicho, Tolkien sí sabría a qué atenerse. Porque el meollo de su obra, el punto crucial que obliga al lector a pronunciarse, es su toma de posición. Ante el progresivo resquebrajamiento de nuestro mundo, decide situarse del lado de la vida. No se olvida de la muerte, pero su fe en la belleza de la existencia se impone a toda angustia. Esto puede parecernos una ingenuidad. Más difícil será admitir que, aun disintiendo de sus postulados, vemos en Tolkien el dedo acusador de nuestra propia flaqueza. Tal vez lo que en él creemos candidez sea en verdad la temperancia de la justicia.
NOTAS
[i] Y antes de retomar el hilo, deshagamos un poco más la madeja. Hay círculos -pero sólo las hadas y los niños danzan en corro- en los que a Borges se lo considera un fabulador mayor, mientras que Tolkien apenas si es visto como un accidente. La de la riqueza imaginativa de Tolkien es una afirmación tan escandalosa como la de la monotonía de Borges. A este, el caos de las enumeraciones le sugiere “una sensación tranquila de unidad” -que diría Emerson-, mientras que aquel ve la grandeza de la Creación reflejada en una jerarquía natural. Sin embargo, ambos comparten vivienda -hoy apenas un pisito- en el centro de Fantasía. De haber leído Sobre los cuentos de hadas, Borges no le hubiera puesto demasiados reparos, y Tolkien habría disfrutado de poemas como La dicha. Pero tenemos que seguir con nuestras arañas.
[ii] Otro reproche común a la obra de Tolkien le afea su sentido del drama, tan poco shakesperiano. Hoy en día se exige este peaje a toda ficción que quiera ser aceptada como Arte. Pareciera que algunos sólo comprenden la narración como una suerte de casquería en la que exhibir los atributos más grotescos: entrañas, genitales, felonías, miseria y decadencia. Este reduccionismo es preocupante, pero todavía lo es más que algunos lo confundan con el arte shakesperiano. En cualquier caso, la referencia a Shakespeare es injusta: para empezar, porque el Bardo siempre es el modelo de la comparación, nunca el comparado; para continuar, porque Tolkien bebe de fuentes anteriores a la Reforma protestante; y para terminar, porque en Sobre los cuentos de hadas proclama que el lugar apropiado para la tragedia es el teatro, mientras que los cuentos están hechos del polvo de los sueños. Pero, por alguna razón, se pide a la Fantasía que sea lo menos fantástica posible. ¡Qué devastadora la plaga del turista! Incluso en el País de las Hadas exige que todo se conforme a su escala: en cada gran palacio quiere encontrar su casa; en cada manjar, su pan de cada día. Prefiere la cháchara de los tugurios al canto hermético de las sirenas.
¡Brillante!
Muchas gracias Graizer, me alegra que te haya gustado.