Los blancos, sus favoritos, habían tallado un dios cruel e idiota» (George R. R. Martin, Los reyes de la arena)
¿Es innata la idea de Dios? Todas las grandes civilizaciones han crecido aferradas al culto a unos dioses que nunca han visto, tocado ni oído. Sin embargo, la presencia de la religión es invariable entre los seres humanos. ¿Nace con nosotros, dentro de nuestras mentes? Y, si esto ocurre, ¿significa que nuestras mentes tienen una conexión? ¿Funcionan los seres humanos como un súper-organismo, como una mente colmena alrededor de la idea de Dios? Quizá Dios no nos ha creado a nosotros, ni nosotros hemos creado a Dios. Quizá Dios es la proyección de esta mente colmena, presente en la humanidad desde el albor de los tiempos. Si todos somos parte de este Dios, ¿formamos una deidad benévola, cruel, despreocupada, egoísta, idiota…? ¿Y qué demonios tiene que ver todo esto con George R. R. Martin y Los reyes de la arena?
Cuando Simon Kress regresa a casa después de un largo e inesperado viaje de trabajo, todas sus exóticas mascotas han muerto. Sus pirañas se han devorado entre ellas y el halcón ha sido presa de su otro depredador. Kress, un acaudalado hombre de negocios sin escrúpulos, es aficionado a impresionar a sus amigos con bestias extrañas, divertidas y muy caras, así que rápidamente sale en busca de nuevos animales de compañía. Lo que encuentra esta vez supera a cualquier otro ser que jamás hubiera visto.
El mismo año en que Arthur C. Clarke nos enamoró con Las fuentes del paraíso (1979), George R. R. Martin (Nueva Jersey, 1948) presumió de ingenio con Los reyes de la arena, su única historia acreedora de un Hugo, un Nébula y un Locus, la trinidad de los premios en el fantástico. Este relato, que fue adaptado para televisión en un episodio de Más allá del límite, hoy se encuentra publicado por Gigamesh en Híbridos y engendros (2013), la segunda parte de la autobiografía literaria del creador de Juegos de Tronos. En apenas medio centenar de páginas, Martin hace gala de todo su talento para crear una historia que mezcla terror y ciencia-ficción alrededor de Simon Kress, un personaje repugnante, amoral y despiadado, que valiéndose de sus nuevas mascotas estimula el sufrimiento, disfruta con la desesperación y se regocija en el sadismo y la muerte.
Kress instala en su salón un enorme terrario con cuatro colonias de reyes de la arena, unas criaturas parecidas a las hormigas -con seis ojos, seis patas y unas mandíbulas enormes-, que funcionan como individuos pero que en realidad componen un único organismo, con una conciencia común y una mente colmena. Cada clan de reyes de la arena se diferencia por sus colores, pero también por su comportamiento. Crean alianzas, guerrean contra los demás clanes y además construyen unos elaborados castillos para defender a las mauces (combinación de madre y fauces), una criatura-reina con una boca enorme, que vive enterrada bajo la fortificación, procesa la comida y crea más individuos móviles. Los reyes de la arena que recibe Kress son pequeños y parecidos a los insectos, aunque pueden evolucionar para adaptarse al tamaño del lugar en el que se encuentran. Por si fuera poco, adoran religiosamente a su cuidador, con quien tienen un ligerísimo vínculo mental.
“Proyecté un holograma de mi rostro en el tanque y lo dejé durante algunos días. El rostro de Dios, ¿comprende? Yo les doy de comer, siempre estoy cerca. Los reyes de la arena poseen un rudimentario sentido psiónico. Telepatía de proximidad. Me perciben y me adoran, usan mi cara para decorar sus edificios. Fíjese, está en todos los castillos.”
Una colmena es el lugar en el que habita una colonia de abejas. Las colmenas funcionan como un único ser aunque se componen de miles de individuos, todos trabajando por un fin común, como un súper-organismo. Del mismo modo funciona un cuerpo humano, compuesto por miles de células, cada una de ellas con información limitada y una capacidad definida, pero funcionando en armonía. Mayor paralelismo se encuentra cuando comparamos la colmena con un cerebro, al menos según se extrae de los estudios del profesor de neurobiología Thomas D. Seeley, de la universidad de Cornell.
Seeley afirma que cada decisión que tomamos es, esencialmente, el acto de un comité. Cada miembro aporta su opinión, se barajan diversas opciones y, eventualmente, se toma una decisión por consenso. Este comité es la intrincada red de neuronas de cada persona. Y “aprobado por consenso” es en realidad una delicada forma de decir que la oposición ha sido firmemente silenciada.
Escribía Descartes hace 400 años que existen tres clases de ideas: las adventicias, que llegan a nosotros a través de nuestros sentidos; las artificiales, elaboradas, que crecen desde el poder de nuestra imaginación; y las innatas, que forman parte de nosotros sin que las hayamos experimentado, sólo por el hecho de existir. La más importante de estas últimas es la idea de Dios, presente en todos los seres humanos, aún sin tener ninguna experiencia o percepción de su existencia. Al afirmar que todas las mentes comparten sin quererlo la misma idea, Descartes daba forma en el siglo XVII a la mente-colmena.
El vínculo mental que los reyes de la arena tienen con Simon Kress funciona en los dos sentidos. Al principio, Kress impone totalmente su voluntad sobre sus nuevas mascotas: les da de comer, se preocupa por ellas y las atiende. Sin embargo, a medida que el relato avanza, se aburre de sus rutinas y su actitud cambia, se vuelve cada vez más mezquino y cruel. Al formar Kress parte de este súper-organismo sin percatarse de ello, de esta mente-colmena, también provoca un cambio en el comportamiento de los reyes de la arena. El relato desciende entonces en espiral, cada vez más angustioso, cada vez más sádico y cada vez más aterrador.
Simon Kress tiene una vida más allá de sus mascotas, aunque probablemente para ellas ya existiera de forma innata la idea de un creador. ¿Existe Dios, por tanto, fuera de la mente-colmena aunque forme parte de ella o es un producto de la misma y no viviría sin ésta?
La horrible personalidad de Kress, el ídolo de sus insectoides, marca la historia a hachazos y también moldea la evolución de estos seres. Si Dios sabe todo lo que hacemos y todo lo que pensamos, es un fanático de la vigilancia. Si todo está determinado y ocurre según los designios de este ente superior, es porque está obsesionado con el control. Si el libre albedrío no es más que un engaño, es un mentiroso. Si permite la crueldad e incita el sufrimiento, es una deidad vengativa y egocéntrica. Pero si no existe fuera de nuestras mentes, ¿no somos nosotros los fanáticos, obsesivos, mentirosos, vengativos y egocéntricos?
George R. R. Martin no fue ni el primer ni el último escritor en proponer unos seres que funcionaran como un súper-organismo. Quizá debido a la tendencia natural de los humanos a considerarse tan únicos y especiales, los enjambres con una mente-colmena han sido enemigos recurrentes en la ciencia-ficción. Ahí están las temibles chinches de Heinlein en Tropas del espacio, los insectores de Orson Scott Card en El juego de Ender, los taurinos de La guerra interminable en los que Joe Haldeman volcó sus experiencias en Vietnam, o el ejército Zerg en Starcraft, el terror de los rush gamers.
Este relato triplemente premiado presenta la creación más refinada de Martin, un frankenstein de la literatura de terror. Con él, el escritor estadounidense se recreó en las fantasías de unas criaturas más terribles que los vampiros, los hombres lobo, los dragones y los caminantes blancos. En unos monstruos incluso más aterradores, expansivos y beligerantes que los reyes de la arena: los seres humanos.
Que «Los reyes de la arena» se parece mucho a «Dios microcósmico» (1941), de Theodore Sturgeon.
Es un cuento de horror perfecto. Podría no tener ambientación de Space Opera y funcionaría igual. La adaptación de la tv es muy mediocre.
El cuento de Sturgeon tiene una premisa parecida, pero allí termina la semejanza. Su relato va hacia otro lado.
A mí me encantó como relato de horror, pero me parece que la ambientación de ciencia-ficción le va como anillo al dedo. Eso sí, me apunto lo de «Dios microcósmico». ¡Gracias por el descubrimiento!