Es una tesis ya antigua que los insectos son seres movidos por simples impulsos mecánicos, sus instrucciones innatas para desarrollarse. De hecho es una tesis renovada gracias a los estudios en genética, que presumen de haber hallado el origen y código de tales impulsos. Poder explorarlos y reconocer su significado permitiría sin duda anticipar la mayor parte de las acciones de un ser vivo. No obstante, esta teoría propia de la modernidad ha tenido que lidiar con el simbolismo, mucho más antiguo, con el que los humanos interpretan las acciones insectiles. En el caso de las moscas, zumbadoras incansables, seres insoportables que transportan la podredumbre allá donde se posan, el imaginario las ha ligado al caos, la muerte y el deterioro. Para colmo, las moscas, representantes de la persecución incesante, desafían casi cualquier tipo de protección, incluso la divina. Volviendo a la genética, éstas han sido sujetos de investigación indispensables por su accesibilidad y por la simpleza de su código genético. Y el conocimiento de su genotipo ha arrojado un resultado inesperado: no se puede prever completamente su comportamiento, ya que manifiestan una cierta capacidad para tomar decisiones. Se abre de este modo el campo de investigación hacia el libre albedrío y se niega que los insectos sean autómatas predecibles.
Lo que la ciencia real ya está investigando es, por tanto, una intuición tan antigua como el hombre. No es de extrañar que la mosca fuera el elemento caótico, la variable inesperada, en uno de los más célebres experimentos de la ciencia-ficción: el desintegrador/reintegrador de la materia del científico André Delambre en La mosca, el relato más reconocido de George Langelaan. Fue escrito en 1956 y publicado en la revista Playboy, para ser incluido en 1962 en su compendio Relatos del antimundo. Desde entonces ha sido adaptado al cine en dos ocasiones: la primera en 1958, por Kurt Neumann, manteniéndose bastante próximo a la historia original; dio origen a varias secuelas. La segunda, en 1986, corrió a cargo de David Cronenberg, en una desviación bastante interesante del relato, que permite añadir a sus temas las cuestiones sobre la enfermedad y la nueva carne en la hibridación y la metamorfosis del humano hacia algo que le supera. A su vez, ha inspirado la creación de una ópera en 2008 por el compositor Howard Shore y ha aparecido retratado en diferentes series de animación, la más reconocible de las cuales sea quizá Los Simpson, cuando, en su especial de Halloween La casa-árbol del terror VIII (1997), Bart reconstruye cómicamente la transformación de Delambre.
Pese a encontrarnos frente a uno de los relatos más populares del género, la figura de George Langelaan es casi desconocida. Es interesante apuntar aquellos paralelismos que se establecen entre su vida y su obra. Langelaan, británico nacido en París, trabajó desde muy joven como corresponsal para diversos periódicos, cubriendo conflictos bélicos como la Guerra Civil Española. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó como espía para el bando aliado y fue sometido a cirugía facial para modificar sus rasgos. En 1941, su misión fue encontrarse con las fuerzas de la Resistencia en el sur de Châteauroux; fue capturado poco después por la Gestapo y conducido prisionero al campo de Mauzac. Logró evitar su condena a muerte al escapar un año después, regresando a Gran Bretaña para participar en los preparativos del desembarco de Normandía. Sin duda, su vida llena de acción inspiró el sesgo policíaco que se advierte en La mosca. El relato no se fundamenta tanto sobre el horror como sobre el suspense propio de las mejores investigaciones, encarnadas en la figura del hermano del sabio científico y del inspector de policía: ambos se ven arrojados a aplicar la lógica en un caso aparentemente resuelto pero cuyo sentido se pierde entre los velos del secretismo del científico Delambre y la locura de su mujer. Casi no hace falta mencionar que su rostro desfigurado inspira la horrible transformación del doctor Delambre.
Su prosa construye un híbrido entre la mejor ciencia-ficción y el terror. Al seguir las líneas maestras de la ciencia-ficción, se aleja del sesgo fantástico más propio del Gregor Samsa de Kafka, que amanece un día convertido en insecto sin ningún motivo que lo justifique. Pese a lo increíble de la transformación en humano-mosca, el relato sigue unas normas más verosímiles y próximas a la lógica científica. Por otro parte, la atmósfera de incomprensión, las reacciones de los personajes en un horror próximo a la locura, postulan una línea cercana a Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft. Aunque en este caso el horror carece de base sobrenatural: proviene del mismo hombre frente al elemento contextual del azar, definido por caer fuera de sus capacidades de control. Langelaan no oculta nada, desvela la trama y subvierte lo cotidiano con la misma precisión con la que el científico prepara sus experimentos. Al introducir la fuerza del azar, nos muestra que ni siquiera los actos mejor planeados quedan libres de su influencia.
El discurso científico puede de esta manera combinarse con los sucesos más terribles. Una de las tradiciones de la ciencia-ficción es advertir acerca de que la razón científica puede producir monstruos. En La mosca se da un nuevo giro a este aviso: el hombre nunca poseerá un control absoluto de su entorno, ningún mecanismo de seguridad le protege de las influencias externas del sistema. Ni siquiera la más brillante genialidad científica está libre de esta ironía: no hace falta más que recordar cómo el Gran Colisionador de Hadrones en el CERN ha sufrido averías por la intromisión de azarosos elementos, entre ellos un cortocircuito debido a un trozo de pan, transportado por un pájaro, que cayó sobre el transformador eléctrico. Si el drama del azar puede cebarse con las máquinas más punteras y obligar a todo un equipo de científicos a meses de comprobaciones, su efecto sobre un solo ser humano puede cobrar mayor poder.
La mosca es el propio hombre convirtiéndose en un extraño, en una entidad monstruosa, un Otro inhumano al que no deseamos conocer. La esencia de la historia señala que la catastrófica metamorfosis es signo de la falta de comunicación entre el hombre y la tecnología. La hybris científica conduce a cruzar límites muy peligrosos para transformar los parámetros de la vida humana. La falta de comprensión de André Delambre sobre sus propios límites -hasta que es demasiado tarde- le condujo a la pérdida de su identidad humana y, poco después, de la misma vida. Buscando ser como un Prometeo que brindara algo de luz a la humanidad, sólo alcanzó a ser Ícaro: recogió la ciencia de Dédalo, sus antecesores científicos, pero arriesgó demasiado contra algo mayor que él mismo. Pese a los preocupantes errores de su experimento con materiales inorgánicos, pasó rápidamente a experimentar con seres vivos. La curiosidad venció sobre la prudencia científica y, literalmente, mató al gato. Al experimentar consigo mismo, eliminando toda precaución, es un castigo determinante y despiadado que sea un insecto como la mosca, símbolo del caos, quien venza a su ingenio y queme sus alas.
François Delambre, hermano del desdichado científico, otorga la clave para la lectura de La mosca: «Pasé revista a todas las novelas policíacas que había leído en mi vida. Este género literario no carece de lógica, incluso cuando presenta casos muy complicados. En la historia de las moscas, por el contrario, no había nada lógico, nada que pudiese encajar». Incluso creyendo que nos desenvolvemos en un mundo regido por leyes deterministas, la experiencia nos hace reconocer la existencia de variables inesperadas. Se nos escapan ya sea por ignorancia o por la complejidad de contar con todos los sistemas externos que afectan a nuestro entorno. Puede que las moscas decidan libremente sus acciones y no seamos capaces de preverlas; puede que sean como pequeñas máquinas orgánicas y, aun así, sería imposible esperar su llegada. Como reza la teoría del caos, la irrupción de estas pequeñas variables puede ser devastadora a gran escala. El vuelo de una mosca supone en este relato la inestabilidad mental y la pérdida de la propia identidad. El marco a través del que se contempla la realidad puede hacerse añicos en un instante que lo cambia todo.