La figura de Franz Kafka (1883-1924) ocupa un lugar preeminente dentro de literatura del siglo XX por su influencia en movimientos como el Existencialismo o el Expresionismo y por su inspiración en escritores de la talla de Jean Paul Sartre, Albert Camus, Jorge Luis Borges o Gabriel García Márquez. Repasando la biografía y personalidad del escritor checo, encontramos múltiples indicios que apuntan en la dirección de aquellos arquetipos y temas que pueblan sus escritos: alienación, el conflicto padre-hijo, violencia física y psicológica hacia el individuo diferente, personajes sumidos en una suerte de búsqueda terrorífica, transformaciones de carácter místico u opacos laberintos burocráticos. De todos ellos, en el caso de Kafka, la conflictiva relación con su padre es la matriz de la que (quizás) se deriva todo lo demás, por lo que nos parece obligado dedicarle algunas líneas.

Kafka nació en Praga, entonces parte del Imperio Austrohúngaro, en el seno de una familia judía. Sus padres eran Hermann Kafka y Julie Löwy; Hermann procedía de una humilde familia de carniceros, situada en una comunidad rural checo-hablante, mientras que Julie, hija de un próspero fabricante de cerveza, pertenecía a la burguesía judeo-alemana y provenía de una educación mucho más refinada. En su larga y reveladora Carta al Padre [1], Franz se describe a sí mismo como “un Löwy con cierto fondo de los Kafka”; sin embargo, sería el autoritario Hermann Kafka quien estaría al cargo de su educación. Buena parte de su infancia transcurrió entre institutrices y criadas, merced a las largas ausencias de sus padres -enfrascados ambos en el negocio familiar-. A ello hay que añadir la temprana muerte de sus hermanos pequeños Georg y Heinrich, que -hasta el nacimiento de sus hermanas años más tarde- dejan al físicamente “enclenque y esquelético” Franz solo ante “ese hombre gigantesco, mi padre, la última instancia”. El miedo de Kafka a poder ser considerado física y mentalmente repulsivo parece remitir a esa constante comparación con su padre; un padre que para él era “la medida de todas las cosas” y que sólo podía tratar a un niño de la misma manera en que él mismo estaba hecho: “con fuerza, ruido e iracundia”, empeñado “con buena voluntad, no hay duda” en que su hijo siguiese no su camino natural sino aquel que él -la última instancia- estimaba como propio de un Kafka.

Así, tras tantear disciplinas más acordes a su personalidad Löwy como Química, Historia del Arte o Filología Alemana, Kafka acabaría licenciándose en Derecho, para complacer a su padre. Éste continuaría recriminando sus decisiones aún como adulto, orientadas a compaginar su actividad laboral y literaria: su decisión de desvincularse de la fábrica de asbesto que Kafka -por presiones familiares, una vez más- fundara con su cuñado; también su Brotberuf (literalmente “profesión de pan”, en el sentido de que sólo le servía para subsistir, no para enriquecerse), término despectivo con el que calificaba el trabajo de su hijo como burócrata en el Instituto de Seguros por accidentes del trabajo para el Reino de Bohemia. Allí permanece hasta 1922, fecha de su jubilación anticipada por tuberculosis, enfermedad que le llevaría de sanatorio en sanatorio hasta su muerte en 1924.

Metamorphosis

Metamorphosis
Portada de la primera edición de La metamorfosis.

Si en la conflictiva relación de Kafka con su padre encontramos la semilla de la alienación y la violencia contra ese individuo diferente, es muy probable que en sus años de trabajo administrativo esté el germen de los impenetrables entramados burocráticos tan propios de El Proceso (1925) o El Castillo (1926), sus obras de mayor complejidad y extensión. Nótese que ambas fueron publicadas póstumamente (por su amigo Max Brod, desobedeciendo la voluntad de Kafka de que sus papeles fueran destruidos tras su muerte. Es más, para poder publicarlas, Brod editó y modificó los textos: El Castillo contenía muchas frases sin terminar; El proceso, en cambio, presentaba capítulos sin numerar y estaba inacabado, aunque sí incluía el capítulo final. Tras una vida de extrañamiento, forzado a hacer cosas contrarias a su voluntad, nos encontramos con que, también después de muerto, Kafka es forzado a ser otro -con su voz modificada y sus obras, que debían ser destruidas, publicadas-).

De entre todas sus obras, la que más fama alcanzaría fue, sin embargo, publicada en vida. Nos referimos a su novela corta La Metamorfosis (1915); aquí la prosa de Kafka no ha alcanzado aún su característica densidad, pero ya están presentes la mayoría de elementos del universo kafkiano, anticipando aquello que está por venir. Originalmente publicada bajo el título Die Verwandlung o La Transformación, la novela ha sido objeto de varias adaptaciones recientes, como el largometraje de Chris Swanson (2012) o la adaptación al cómic (2003) que nos ocupa hoy, obra de Peter Kuper y que en España publica la editorial Astiberri. Sobre Kuper (Nueva Jersey, 1958) cabe destacar su figura como co-fundador de la progresista revista de cómics World War 3 lllustrated (fundada en 1979, aún sigue publicándose hoy día); asimismo, en 1997 tomó el relevo de la célebre tira cómica Spy vs Spy, creada por Antonio Trohías para Mad Magazine. Entre sus novelas gráficas, sobresalen obras como La Jungla (2004) o El Sistema (1997), ambas sofisticadamente ilustradas por medio de una técnica que emplea plantillas y spray, específica de Kuper.

La riqueza y colorido de estas obras contrastan con la sobriedad de La Metamorfosis o Giving It Up! (1995), sus dos adaptaciones kafkianas. En blanco y negro ambas, la técnica escogida por Kuper será aquí la del esgrafiado (en este caso, rascando sobre una película negra y revelando el color blanco del soporte). Visualmente, el resultado recuerda a las xilografías de los pintores expresionistas alemanes -una elección por lo demás muy adecuada-. Junto a líneas angulosas o fuertes contrastes, encontramos una expresiva deformación de los personajes (especialmente el padre en sus varios momentos de cólera). Por su parte, el carácter predominante del negro ayuda a potenciar el clima de desasosiego, aislamiento y sofoco emocional que se desprende de la novela. También es interesante el uso que Kuper hace del texto, tanto en lo que refiere a las partes narrativas y descriptivas del mismo (incorporadas a objetos, personajes o espacios, dándole a la narración un carácter más dinámico), como a los bocadillos para los diálogos, que adoptan estilos diferentes de acuerdo a las distintas personalidades de los personajes: grimosos y chirriantes los del protagonista, Gregor; dulces y aterciopelados los de su madre; los de su padre, rabiosos, iracundos, autoritarios; tímidos y suaves en el caso de su hermana, Grete… Pero empecemos por el principio.

“Una mañana, tras una noche de sueño intranquilo…”

El comienzo de La Metamorfosis es bien conocido: Gregor Samsa se despierta en su cama, transformado. ¿Transformado en qué? El término empleado por Kafka es Ungeheuren Ungeziefer, traducido por lo general como monstruoso insecto; otra posible traducción sería la de gigantesca alimaña. El término Geziefer, en alemán antiguo, remite a aquellos animales aptos para ser sacrificados, es decir, animales puros, limpios. Ungeziefer se referiría, por tanto, a una bestia o ser impuro, contaminado, que no conviene tocar, y enlazaría con la clasificación de animales puros e impuros que encontramos en el Antiguo Testamento [2], en cuyo escalafón inferior encontramos a reptiles y demás seres reptantes (ciempiés, arañas, escorpiones, insectos). Como excepción, encontramos la langosta, aunque no sea éste el caso de Samsa, cuya fisonomía recuerda más a la de un escarabajo, con su duro caparazón, su vientre convexo y oscuro surcado de callosidades curvadas, sus patas ridículamente pequeñas o esos puntitos blancos que no acaba de poder explicar.

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Primera página del cómic de Kuper.

Volvamos a la noción de alienación y lo que ella supone: extrañamiento, enajenación, pérdida de aquello que es propio de uno en favor de algo ajeno. Un juego, en fin, en el que verdadero y falso intercambian sus posiciones de tal modo que aquello que en verdad era, deja de serlo para pasar a ser eso otro, falso, de pronto verdadero. En La Metamorfosis nos golpea de lleno desde el principio, puesto que la transformación ya ha tenido lugar en el momento en que da comienzo la historia. La novela, estructurada en tres partes, relata las distintas fases en ese proceso de transformación en otro, pero, desde el principio, toda referencia a la humanidad de Samsa es cosa del pasado. El Gregor Samsa que, tras fracasar la empresa de su padre, diera un paso al frente haciéndose cargo de la familia, el que ambicionaba con mandar a su hermana Grete al conservatorio, todo ello merced a su tesón y esfuerzo como (miserable) viajante de comercio -sin ausentarse un solo día ni llegar tarde, cogiendo siempre puntual el tren a las cinco cada mañana-… ese Gregor hombre -su vida de sueños y miserias sencillas- no es sino un recuerdo para el nuevo y alimaña Gregor, quien, para colmo, llega tarde.

¡Son las siete casi!

La madre de Gregor llama a la puerta, preocupada. Al responder, el insecto Samsa descubre que no sólo ha sido desposeído de su cuerpo sino también de su voz, que, otrora inconfundiblemente suya, ha cambiado: una suerte de chirrido parece recubrirla, volviendo ininteligibles sus palabras. A su madre se suman su padre, el Señor Samsa y Grete. “¡Gregor!”, siguen los llamamientos, -“¡Gregor!”-, y los golpes en en la puerta de la pequeña habitación de Samsa, -“¡Abre la puerta, Gregor!”-, y la tensión crece con cada golpe, con cada llamamiento. ¡Menos mal que el Gregor hombre acostumbraba a cerrar con llave! Nuestro escarabajo no tiene intención de abrir las puertas -ni puede, por otra parte-. En su actual estado, Samsa es incapaz de levantarse de la cama, tendido sobre su espalda-caparazón. Pero no podrá permanecer escondido mucho más, ya que su familia no es la única en mostrar preocupación por el Gregor hombre: su compañía ha mandado al supervisor.

Gregor, el Gregor monstruo, ha de mostrarse.

En medio del lógico estupor general y tras la huida del aterrorizado supervisor, Gregor es brutalmente apaleado, de vuelta a su cuarto, por su padre. Termina así la primera parte, en la que el Samsa hombre se ve desposeído, como insecto, de su rol y posición en la familia, en la especie, en el mundo -un mundo ahora reducido a las dimensiones de su habitación-. A continuación, asistimos a un periodo de adaptación por parte del insecto y su familia a la nueva situación: vemos, por ejemplo, cómo Gregor (re)descubre su cuerpo -la agilidad de sus patas, sus antenas- o su cambio de actitud hacia el entorno humano que ahora habita como insecto: sufre de vértigo ante los techos altos de la habitación y se decanta por espacios constreñidos, desprecia los alimentos humanos en favor de las delicias de lo podrido y lo rancio. Con todo, una cierta normalidad se asienta en la casa, si por normalidad entendemos que Grete aún grita espantada cada vez que ve a Gregor cuando entra a limpiar o a dejarle su repugnante comida, y se marcha dando siempre un portazo. Entre portazo y portazo, nuestro insecto se entretiene trepando por las paredes y el techo de su cubículo (algo que Kuper expresa muy bien, haciendo que el texto que describe la acción garrapatee por la página siguiendo la trayectoria de Gregor por las paredes). La normalidad, sin embargo, se verá alterada el día que Grete y la señora Samsa, con la idea de darle más espacio para reptar, decidan retirar el mobiliario de la habitación de Gregor, y con ello, los últimos vestigios de su humanidad. Consciente de la nueva situación, Samsa se aferrará, desesperado, a un retrato colgado en la pared, lo que provocará otro escenario de crisis. Como el anterior, será resuelto por el padre y, nuevamente, de forma brutal: manzanas de ira llueven -se clavan- sobre el pobre escarabajo.

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Peter Kuper, metamorfoseado.

En la tercera parte, el extrañamiento de Samsa y su familia es ya absoluto. Descubrimos que, debido a su precaria situación económica, la familia entera se ve obligada a trabajar: padre, madre, e incluso Grete. No sólo sus roles han cambiado, también el espacio, la casa, ya que también han admitido huéspedes -ese trío de barbudos que habla al unísono y se cree con derecho a todo-. Con tal estado de cosas, la familia ya ni se ocupa personalmente de Gregor, cuyo único contacto ahora es con una desconocida y macabra señora de la limpieza, lo que añade un nivel más de separación entre el “bicharraco” -así le llama- y el mundo que éste conociera; por lo demás, la asistenta viene a sustituir a la figura del padre como agente maltratador y enemigo. Por otra parte, la habitación humana en que despertara como insecto ha devenido en mugriento y oscuro trastero, un hábitat abandonado -propio de un bicho- que nos anuncia que Samsa ha perdido toda conexión con su pasado: ¿dónde quedaron la preocupación de su madre, el espanto de su hermana, la brutalidad de su padre? Desarraigado y vacía su carcasa de humanidad, al bicho ya sólo le queda morir. Y aun entonces, en un último ejemplo de su nulidad, su cuerpo será descubierto -y desechado- por la asistenta. Desaparecida la alimaña, la pesadilla ha terminado para la familia y, de golpe, el cerrado escenario que ha sido hasta ahora la casa de los Samsa, donde ha transcurrido la historia y que tan eficazmente ha contribuido a reforzar ese efecto de oscuro y agobiante aislamiento, se abre, aliviado.

Afuera espera el mundo, radiante, lleno de esperanza… e insectos -repugnantes, pero pequeños-.

NOTAS:

 [1] Se trata de la misiva que Franz Kafka escribió a su padre Hermann en noviembre de 1919, en la que repasa la relación entre ambos y critica su conducta emocionalmente abusiva e hipócrita hacia él. El original manuscrito tenía una extensión de 103 páginas. Fue publicada póstumamente en 1952. Aquí nos remitimos a la edición que publica Alianza Editorial (2014)

 [2] El Génesis afirma que si los animales son puros es sobre todo porque pueden ser ofrecidos a Dios (Gen 7,2; 8,20). La relación de los distintos animales puros e impuros la encontramos en el Levítico (Lev 11, 1-31) y, más brevemente, en el Deuteronomio (Dt 14, 3-20).