Astérix y Obélix se adelantaron en varios siglos a los escraches. La lucidez de René Goscinny llevó a la pareja de galos a arrostrar un tema tan candente como la especulación urbanística en La residencia de los Dioses, decimoséptimo álbum del canon escrito por el brillante guionista y dibujado por su compinche Albert Uderzo.
Julio César, harto de continuas derrotas y de fracasar en sus técnicas de dominio por las bravas, decide sojuzgar a la aldea de irreductibles “obligándoles a aceptar la civilización”. El “porvenir” que quiere imponer Julio (para sus cordiales enemigos) consiste en urbanizar toda la zona aledaña, en desarbolar el frondoso bosque que circunda el pueblo, para someter a los recalcitrantes galos a los hábitos “urbanos” de Roma y sus colonias. Esta vez, como reconociendo la razón de pasados fracasos, no encomienda la civilizada empresa a uno de sus centuriones sino a un joven y prometedor arquitecto, responsable del no va más en cuanto a modernidad del Imperio, Anguloagudus. Deseoso de satisfacer al César, y de promocionarse, se instala en el campamento de Acuarium para supervisar personalmente la edificación de un ambicioso proyecto urbanístico conocido como La residencia de los Dioses, dotado de todas las comodidades y avances.
Según recogen los extras de la reedición del álbum apenas salida al mercado (por Salvat), la idea para el argumento volvió a ofrecerla la realidad, a la que ni guionista ni dibujante fueron jamás ajenos en cada una de sus sesiones de brainstorming. Francia vivía por 1971, año de la publicación original de La residencia de los Dioses (como siempre, en las páginas de Pilote), un desaforado “frenesí inmobiliario” que hacía que brotaran como hongos enormes centros comerciales y nuevas poblaciones periféricas a las grandes ciudades. París no fue ajena a este crecimiento: un boceto, que jamás llegó a pasar del plano, proyectó incluso una nueva fase urbana conocida como París 2; la firme oposición del entonces presidente De Gaulle abortó la megalómana obra, que quedó zanjada con una muy chovinista sentencia: “París sólo hay una”. Su trasunto romano, el César, se apropiará en las primeras páginas de aquella frase nacida del orgullo.
Astérix, Obélix y compañía se ven obligados a enfrentar a un enemigo insólito con una inusual técnica de guerrillas. Así, en primera instancia, su lucha es ecológica: mientras las huestes de Anguloagudus, constituidas por esclavos de toda la geografía del Imperio, deforestan por la noche, con sigilo y para evitar posibles represalias “bárbaras” (galas), los incómodos y temibles vecinos deshacen su trabajo merced a la pócima de Panorámix y a unas semillas de crecimiento instantáneo. Ideafix, el primer –y único- perro ecologista de la historia, asiste con deleite a las acciones de sus amos, enfrascados en reemplazar todo árbol caído y en desgastar así a un enemigo al que llevan al borde de la capitulación. Si el argumento se hubiera detenido aquí, y hubiera estirado de todas las maneras posibles esta premisa, habría acabado por repetirse y saturarse. Goscinny, cuyo gigantesco instinto sólo era comparable a su gigantesco talento, tomó dos medias para evitar el estancamiento: a modo de estupendos giros de guión, introdujo conflictos laborales e inflación. La residencia de los Dioses se convertía en la enésima, e inevitable, afilada parodia de la realidad.
Cuando la batalla guerrillera ya parece ganada, una insospechada complicación empuja a los irreductibles a replantearse su estrategia. Duplicatha, el númida, líder de los esclavos, acude al pueblo a pedirles que abandonen la eficaz resistencia, pues es obstáculo para que los prisioneros alcancen los objetivos pactados con los romanos: el pago de un sueldo y su liberación al término del talado. El germen de estos pensamientos libertarios lo ha introducido con sagacidad Astérix en un diálogo memorable con el jefe esclavo: “¿Estás contento de ser esclavo, oh Duplicatha? –“Bueno, no hay mucho porvenir en la esclavitud.” El pequeño galo inserta el germen de la discordia e incita a los prisioneros a rebelarse, tras hacerles tomar conciencia de que son imprescindibles para los fines de sus captores. Plantigradus, líder del campamento de Acuarium, pone el grito en el cielo con sus reivindicaciones, como buen dominador, pero al final cede. Los legionarios, viendo cómo los esclavos, en teoría infra-ciudadanos, logran sus pretensiones, imitan el ejemplo y montan una huelga. De pronto, Goscinny ha encontrado una rendija para introducir una inteligente y tronchante alusión a la sindicación y a los derechos obreros, temas también vigentes en su tiempo y que todavía hoy siguen comprendiéndose a la perfección. El cómic debe su frescura a estampas tan vigentes como ésa. En Francia, una huelga de sus sindicatos tiene la fuerza suficiente para paralizar al país. Sólo un cómic tan genuinamente francés, tan orgullosamente patrio, posee la potestad para reírse de tan seria cuestión de estado sin pasar por la picota.
La esclavitud es un sutil pretexto para elaborar una elipsis sobre la multiculturalidad francesa: lusitanos (portugueses), hispanos (españoles), germanos (alemanes) o númidas (actuales argelinos, tunecinos y marroquíes), son algunas de las nacionalidades sometidas al yugo romano bajo la ley del látigo y la sangre. Sus condiciones de vida no son buenas, aunque todos ellos aspiran a que mejoren. Este sueño de libertad esconde un metafórico anhelo integrador de los ciudadanos de segunda que desean, todavía hoy, obtener la nacionalidad francesa. Los ejemplos de este contraste vergonzoso, que desequilibra a seres humanos dentro de un mismo territorio, sigue abriendo heridas en Francia. Las revueltas en las banlieu, las deportaciones masivas de gitanos o el auge nacional del aberrante Frente Nacional de Marine Le Pen con sus políticas xenófobas, permanecen como síntomas de una enfermedad aún no curada y de un mal por superar.
La tranquila Armórica no entiende de discriminaciones raciales. Astérix profiere indignado ante los excesos de los ocupantes: “Sólo faltaría que los esclavos tuvieran que pagar por las tonterías de esos romanos”. Panorámix, uno de los primeros abolicionistas, no duda en prepararles un poco de su poción mágica. Los galos son embajadores universales de la concordia. Por eso sus aventuras son apreciadas por (y en) todo el mundo.
Su vida idílica es objeto de sanas envidias. Alejados de todos los vicios de la sociedad de consumo, viven vírgenes en su cómoda autarquía. Esta identidad es atacada por Julio César con su proyecto urbanístico. Cuando los galos asumen una resistencia pasiva y permiten la construcción del resort, todos los males del turismo de masas emponzoñan la paz que les hace tan felices y genuinos. Las damas romanas acuden a comprar gangas en la aldea, en la que no tardan en proliferar tiendas de antigüedades y pescaderías. El virus de la usura, de la depreciación, lo resume una de estas fatuas damas: “El precio del pescado baja todos los días. Ahora con cada pescado dan una antigüedad como premio. Y un pescado como premio con cada antigüedad”. De pronto, en la aldea las cosas ya no valen nada cuando precisamente empiezan a valer algo, porque pasan a ser importantes sólo por su condición “tangible”.
Cuando la situación se vuelve insostenible, Astérix y el druida toman la determinación de atajar por la vía de urgencia el embrollo urbanístico. La introducción del bardo en la solariega mansión desaloja a los vecinos; la ocupación de los legionarios (guiño al derecho de todo trabajador a una vivienda digna) del edificio, es la excusa para sumirlo en los cimientos. Las ruinas dejan paso a “la civilización”.
En este álbum, que no es de los mejores del tándem creativo Goscinny-Uderzo (tal honor quizás esté destinado al anterior Astérix y el caldero o al venidero El adivino) pero que, no obstante por su humor y estructura, luce a un nivel notable, los dos autores se permiten experimentar formalmente. Uderzo dibujará una doble página inusitada para la serie: un folleto, en mármol, anuncia a los romanos las excelencias de la lujosa residencia que se les destina en la Galia. Es una sátira de los folletos publicitarios que se estilaban por la época de la gestación del cómic, cuando una sobreexplotada bonanza ocultaba las miserias de lo que estaba por venir. Goscinny y Uderzo anticiparon la tragedia que actualmente consume a Europa. La residencia de los Dioses invita a reflexionar entre carcajadas. Los irreductibles siguen, hoy y siempre, resistiendo a cualquier invasor.