The Sandman

The Sandman
Ilustración de Mariano Henestrosa para Fabulantes.

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (1776-1822) fue un gran Romántico. Se precipitó contra el muro de las apariencias con afán de trascenderlas y acabó pulverizado por ellas; reclamó el secreto mecanismo que mueve el mundo y masticó sin cesar su insípida evidencia. ¡Quiso mirar con ojos de fuego, superar esta miserable prisión terrenal, y acabó manoseando, en su delirio, los pequeños salientes y las ínfimas depresiones de la más estricta superficialidad! Porque al romántico la realidad le parece escasa, pero termina descubriendo que es aún más escaso el escenario al que su deseo le impulsaba. Más allá de las apariencias… no hay nada.

Como en Rojo y negro, donde Stendhal ofrece el paradigma romántico de la lucha de los individuos en su ascenso social y caída, culminado por su imagen final en la que ella, tranquila y resignada, porta sobre las rodillas la cabeza cercenada de él mientras viaja en calesa. Del mismo modo Hoffmann concluye sus creaciones con el golpe lacerante de un destino insoslayable que empuja a comprender la imposibilidad de otras posibilidades: un destino que, como un superyó, es la gran fuerza punitiva e insaciable a la que todo acto por obedecerla vuelve aún más severa. El sujeto pre-destinado ve su deseo reducido a obedecer lo que esa fuerza imparable le exige que desee; como salida sólo puede ofrecer su propia muerte, la respuesta definitiva a esa eterna demanda siempre insatisfecha, muerte como libertad absoluta porque escapa de la representación, escapa a la ley[1]. Como el Don Álvaro del Duque de Rivas, o Don Juan, que invita al Comendador a cenar a sabiendas de su condenación segura, factor que puso a este mito bajo la pluma romántica de José Zorrilla.

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Portada que es una lección de cómo volver siniestro un inocente dibujo (Giovan Francesco Caroto, Muchacho con dibujo, 1523).

De destino habla El hombre de arena (Der Sandmann, 1815), el cuento (quizá) más famoso de Hoffmann, cuya trama retorcida, cuajada de complejos simbolismos, inspiró tanto adaptaciones musicales (Les contes d’Hofmmann, de Jacques Offenbach, 1881, o el ballet Coppélia de Saint-Léon/Delibes, 1870), como cinematográficas (se quiere ver un homenaje en Metrópolis de Lang, 1927). Perteneciente a las Nachtstücke o historias nocturnas[2] (1816-1817), corresponde al periodo de mayor fertilidad en la (tardía) producción literaria del autor, periodo en el que vive y trabaja en Berlín tras una intensa carrera musical como director teatral y compositor en Bamberg y en el Dresde ocupado por las tropas napoleónicas. Apasionado de la música hasta sustituir su tercer nombre, Wilhelm, por el de Amadeus, su melomanía inspira historias como El caballero Gluck (1809) o Don Juan (1812), ésta según la ópera de Mozart; también su aproximación a la pintura resuena en varios relatos, como La iglesia de los jesuitas de G*** (1817). En Hoffmann toda actividad artística implica un contacto extraordinario entre la llama interior del alma creativa y una inefable y superior verdad espiritual.

Es la figura del genio iluminado la que concentra ese poder que le hace penetrar en lo divino de la creación, comunicarse con la naturaleza, y que le vale, como contrapartida, la ruina en su devenir material y social. El mismo Hoffmann, convertido ya en toda una celebridad gracias a sus Cuentos fantásticos a la manera de Callot (1814-1819), interpretaba ese papel excéntrico en su grupo de colegas artistas en Berlín, entre los que se contaban figuras de la talla de Friedrich de la Motte Fouqué, Adelbert von Chamisso o Ludwig Tieck, así como en aquella congregación literaria, que bebía “vampirizada” su verborrea sobre sueños y delirios, que fue la Hermandad de San Serapión (1815, con Ferdinand Hitzig, Friz Pfuel o David Koreff). Para la homónima recopilación de relatos (1819-1821), se estableció un decálogo que emplazaba al verdadero artista a mirar en el interior de sí mismo y aventurarse a exteriorizarlo «si de verdad ha visto lo que pretendía dar a conocer»[3].

Este concepto debe orientarse hacia el conocimiento de la banalidad del mundo y la im-posibilidad de trascendencia. En efecto, en la obra de Hoffmann se localizan dos factores recurrentes: el poder de la visión que hace estallar el presente (como las alucinaciones de un Blake o un Füssli), y el poder del fuego como abrasador de toda constancia, verosimilitud y consciencia; ambos, fuego y visión, arden y hacen arder el mundo. El pintor John Martin, previo a componer su propia versión de la Torre de Babel en el momento de su destrucción por la intervención divina (con el agudo título The Great Day of His Wrath), dijo que su cuadro «metería más ruido que cualquier otro cuadro que hubiera pintado hasta entonces»[4]. Estruendo, debacle, fuego, ¡más fuego! La inconformidad, el ennui, convierten al vidente romántico en alguien que, tras caer en la consciencia de lo inevitable del destino, encuentra el camino para sucumbir junto al mundo que le rodea (incluso comunicándose con el Príncipe de las Tinieblas: ahí están el Melmoth de Maturin, el Fausto de Goethe, o el Ignaz Denner del propio Hoffmann).

El hombre de arena inaugura su drama en torno a la muerte por abrasión del padre de Nathanael, el protagonista, al explotar una retorta alquímica con la que practicaba junto al abogado Coppelius. Al Nathanael niño se le había prohibido ver a este misterioso personaje bajo la amenaza de la llegada del hombre de arena: una suerte de hombre del saco que arrojaría arena a los ojos a los niños desobedientes para cegarles y poder así llevarlos a la luna y alimentar a su monstruosa prole, provista de picos de lechuza para arrancarles los ojos. Pero Nathanael (en hebreo “regalo de Dios”) se esconde y consigue ver; llegar tan cerca de la escena prohibida propicia la muerte del padre, pero ve también cómo los alquimistas extraen sus utensilios de una oscura cavidad en la pared (eine schwarze Höhlung): el nombre de Coppelius viene del italiano coppa, es decir una copa, una concavidad, pero con la misma raíz existe también el adjetivo cupo, a traducir como falto de luz, profundo y reverberante de un rumor opaco, casi luctuoso. Pues bien, esa negra cavidad implica una ausencia, implica asomarse directamente a lo informe, a lo sin-nombre, a lo que no tiene relación con nada, la cuenca ocular de una calavera, el saco del hombre del saco; en cambio, mantener la distancia con ella equivale a la salvación –de la cordura- de las relaciones conscientes con las cosas del mundo. En pocas palabras, si la distancia es mantenida, no hay descontrol, existe el goce estético, como dice Burke, y el deseo es aún posible; si en cambio la distancia se rompe y la proximidad con el más allá de las cosas es extrema, adviene la pesadilla (social). El ojo se quema, de tan cerca que llega, se destruye la orientación, los símbolos, el lenguaje, el lugar del sujeto en la cultura (por eso el visionario, el que ha rasgado el velo, el que se acercado demasiado al abismo, es un outsider). Freud ve en este cuento una metáfora de la angustia narcisista de castración.

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Dibujo del propio Hoffmann que ilustra la escena comentada.

Pero para no abusar del archicitado ensayo del doctor[5], pondré en cambio una parábola como pauta. Aquella que dice que el águila, en la madurez de su existencia, vuela hacia el Sol fijándolo con la mirada para ganar así conocimiento porque pierde, por abrasión, la membrana de opacidad que la vejez había formado; mirar al fuego tiene que ver, según este mito, con la clarividencia por lesión. En tal caso, si seguimos con precaución la sugerencia de Bataille[6], en los seres humanos se cruzarían dos ejes, el horizontal de la vista que le asimila a los demás mamíferos, y el vertical de su posición erecta, que le impulsa hacia el cielo como a los árboles y a las aves. Para el ser humano mirar al Sol es, pues, un esfuerzo contranatura, es un vértigo para el que no ha nacido (como el que nos invade al mirar el cielo abierto en un día despejado), como nos advierten los mitos de Faetón, Ícaro o Prometeo. Además, se conocen casos de esquizofrénicos que, al contemplarlo, han recibido del astro rey órdenes para que se amputaran dedos a mordiscos[7], o el supuesto episodio de Van Gogh, quien fijara intencionadamente al Sol para limpiar su mirada antes de bajarla hacia lo mundano.

Lo importante en este cuento es que para Nathanael las relaciones entre los individuos, mediadas por lo social, implican un fracaso, ya que su mirada está puesta siempre en un más allá que le está, por definición, vedado. Si la experiencia de esa trascendencia es imposible, si el individuo está abocado por el destino a la insatisfactoria experiencia de las cosas que existen, ¿no es la moraleja precisamente que son esas cosas el único escenario en el que el más allá puede manifestarse? Alucinaciones, visiones, estatuas que cobran vida, espíritus elementales, ¿no son la animación fantasmagórica de, ni más ni menos, la estricta superficialidad visual de las cosas? Como sucede con el ojo delirante, que alucina monstruos en la mancha de moho de un muro ruinoso, asimismo lo que para Nathanael es real para el resto directamente no existe.

Algunos episodios del relato nos servirán de ejemplo y con ellos concluiremos. En primer lugar, en una escena inexplicablemente mutilada en la versión castellana, cuando el Nathanael adulto y Lothar, el hermano de Clara, amante del primero, deciden batirse en duelo con motivo de un apocalíptico y ofensivo poema que Nathanael le ha dedicado a ella, Hoffmann lo narra así: Nathanael, un fantaseador y demente petimetre (Geck) exigió compensación (erwirdert) a Lothar, un hombre vulgar (Alltagsmensch), miserable e infame. Lothar es así presentado como alguien que aún tiene esperanzas, que desea, que pretende vivir en cultura ¡qué disparate! ¡Qué simpleza! Nathanael en cambio sabe que de nada vale todo eso, que el secreto de las cosas del mundo es inexpresable, nunca podrá serle revelado… salvo en las mismas (y vulgares –gemein-) cosas del mundo.

Maxfield Frederick Parrish, The Sandman, 1896.

Maxfield Frederick Parrish, The Sandman, 1896.
Maxfiel Frederick Parrish, The Sandman, 1896.

En segundo lugar, nos topamos con dos personajes más, el óptico Coppola y el físico Spalanzani (de quien sabemos que se trata de otro alquimista por su parecido con el famoso Cagliostro), reflejos de Coppelius y del padre de Nathanael respectivamente. Pero para entender a estos personajes se debe introducir a otra pareja conceptual, la formada por Clara y Olimpia, una bella autómata cantora creada por Spalanzani de quien Nathanael se enamora perdidamente. El enlace entre ellas lo dan los ojos: si los de Clara son puros como un «lago de Ruisdael», los de Olimpia parecen mirar sin ver. En esta analogía hay algo más que la ácida crítica a las superfluas formas de la sociedad metropolitana, y más aún que una valorización post-ilustrada de la mujer como ciudadano intelectual; hay también una advertencia: si el romance con Clara no funciona se debe a la ausencia de distancia, a que Nathanael encuentra una (aterradora) relación biunívoca: ella le replica, discute, habla, desea. Por el contrario, con Olimpia la distancia es total: la relación con ella se apuntala exclusivamente en los fantasmas de Nathanael, no sólo porque la ama desde la ventana de enfrente a través de un catalejo comprado al óptico Coppola, sino porque sólo gracias a que su cuerpo es gélido (eiskalte Lippen) como el de una muerta, consigue el joven ser feliz, ver cómo sus palabras son escuchadas con devoción y encontrar una relación no recíproca con un ser que, como el frío reflejo en el espejo, sólo tiene ojos para él (Nur mir ging ihr Liebesblick auf!).

En resumen, Nathanael es dichoso cuando se encierra en una larga, abrasiva –por fricción- y demencial relación autoerótica, una especie de masturbación óptica especular –¿alguien está pensando en Patrick Bateman?- Lo que para Clara claramente no es otras cosa que «el fantasma de nuestro propio yo», o sea, un narcisismo despótico, para Nathanael se trata de un principio superior que subyuga la libertad del sujeto. La distancia con Olimpia se pierde cuando sus ojos de vidrio, desprendidos tras un accidente, entran en contacto epidérmico con Nathanael, que enloquece al descubrir que se trata de un ser inanimado. A partir de entonces se repetirán a lo largo del relato las imágenes de ojos en llamas y de un vórtice de fuego (Feuerkreis), una barrera fatal que Nathanael coloca siempre una entre su yo y el mundo exterior: el primero entra en un contacto directo con el más allá y se aleja irremediablemente del segundo; y viceversa, si de repente su mundo de relaciones imaginarias entra en crisis, se destapa en crudo lo simbólico, la insoportable vida real y la aridez del deseo, y cae en brote.

E.T.A._Hoffmann_Selbstportrait

E.T.A._Hoffmann_Selbstportrait
Grabado sobre un autorretrato de Ernst T. A. Hoffmann.

En el brote, el mundo conocido (lo antiguo, la amistad, los amores, el trabajo) es abrasado, abriéndose la opción de re-inaugurar el lenguaje, los lazos simbólicos y el orden de las cosas que tienen un nombre: por eso los esquizofrénicos inventan neologismos, localizan códigos. El horror paranoico, las descargas violentas (así como los relámpagos crujen y alumbran una consciencia en el poema de Bécquer) e incluso criminales, la destrucción de las relaciones tradicionales entre los objetos y sus significados, son intentos de que el escenario previsto por el insoportable destino –la historia- no llegue a ocurrir. Rebelarse contra lo inevitable implica la inmolación absoluta, ¡al fuego con todo ello! Como hace el águila. Mirar el fuego quiere decir dejarse seducir por sus oscilantes jirones de luz y calor, participar de su poder destructivo, dejarse abrasar para quedar ciego de pasado. Dramatizando: quienes miraban hipnotizados los libros arder en Opernplatz, en Berlín, aunque no arrojaran ninguno a la pira, ¿no eran ya cómplices del paso en el vacío que cumplía en ese instante el estado alemán? ¡Qué románticos eran al fin y al cabo los nazis! ¡Ellos y su mega-sueño onanista! ¿Y si en cambio se aceptara lo inevitable del destino con la responsabilidad de saber cómo intervenir en su formación, no en una carrera hacia delante, intentando correr al unísono de su onda expansiva, sino en una mirada crítica, materialista, hacia atrás? Es posible salvar el mundo de la quema; es más, si la vida es un desierto, quedémonos en él, la escapatoria es… ¡más desierto! Para Hoffmann y amigos aún faltaban algunas décadas para que otro espectro, de muy distinto calado, recorriera Europa…

NOTAS

[1] Lacan, J.: Le Sinthome, 1975-1976, traducción al castellano: N. A. González, Seminario 23. El sinthome, Paidós, Buenos Aires, 2006, 123.

   [2]  Para este artículo se ha empleado la edición en castellano de Hoffmann, E. T. A.: El hombre de la arena. 13 historias siniestras y nocturnas, traducción al castellano de Isabel, A. y Moreno Claros, L. F., Valdemar, Madrid, 2014.

   [3]  Hoffmann, E. T. A.: 1876, Der Einsiedler Serapion, traducción al castellano de Lupiani, C. y R., Los hermanos de San Serapión, Anaya, Madrid, 1988, p. 63.

   [4]  En González, A.: 2008, Arte y terror, Mudito & Co., Barcelona, p. 16.

   [5]  Das Unheimliche, 1919, traducción al castellano de L. López-Ballesteros y de Torres: “Lo siniestro”, en Hoffmann, E. T. A.: El hombre de la arena, José J. de Olañeta Editor, Palma de Mallorca, 2001.

   [6]  Bataille, G.: 1931, Dossier de l’oeil pinéal, traducción al castellano de M. Arranz, El ojo pineal, Pre-Textos, Valencia, 1979.

   [7]  Ibíd., 121.