Durante una noche y un día, un tabernero contará su historia. No habrá robado a princesas ni reyes agónicos, difícilmente habrá oído hablar alguna vez de la consumida ciudad de Treborn, su cordura no se habrá visto afectada al no haber yacido jamás con Telurian. El tabernero, nuestro tabernero, es un hombre viejo, achacoso, solitario. Regenta una posada en el último confín del mundo, en la cima de un acantilado donde rompen las olas. Su auditorio no es variado: su único oyente es el escritor Edgar Saint Preux, cuya seca imaginación busca una cura terapéutica.

En el lapso de tiempo de una borrascosa madrugada y de un día eterno, en el que se confunden las horas, el posadero revelará al curioso escritor, cada vez más enganchado a la narración, los misterios de su aislamiento y de la región. Con pulso firme, y sin apenas quebrársele la voz, recompondrá los sucesos que hicieron desaparecer a la joven muchacha Iréna y luego la trajeron de vuelta, muda, curandera, maga. Con desbordante nostalgia, personajes muertos hace años regresarán a la vuelta de la esquina del relato. Cobrará nuevamente forma, como un hechizo recitado, la maldición que una vez se cernió sobre Trébernec, pueblo presuntamente localizado en la Bretaña francesa e indudablemente infundido de mitos y leyendas. Mientras el uno cuenta y el otro se implica en escuchar, pequeñas y benévolas criaturas del tamaño de una rata observan.

Tiburce Oger se servirá de todos los recursos de la “narración relatada” en su guión de La posada del fin del mundo (Norma Editorial, 2004-2007). Edgar Saint Preux interrumpirá el curso de los recuerdos de su anfitrión por medio de preguntas que irán despejando sus dudas y las del lector, al tiempo que aceleran el ritmo de lo contado. El posadero usará frases con gancho para retener la atención de su huésped, dando a entender que lo que decide compartir por primera, y seguramente última vez, es algo que tiene muy interiorizado, repetido, memorizado. Los misterios patentes, a la vista desde el primer instante, irán desentrañándose paulatinamente. Oger, al menos en el primer volumen de esta trilogía, La chica del acantilado (2004), realizará un trabajo de escritura excelente, maravillosamente replicado por su compatriota Patrick Prugne desde el dibujo y el color.

Pocos son los casos, dentro del noveno arte, en que un color se impone con tanta prestancia para transimitir sentimientos. La gama cromática elegida por Prugne en La chica del acantilado se amolda al tono de infinita tristeza que caracteriza al guión. Azules grisáceos y una amplia variedad de grises reinan en cada encuadre, en viñetas donde la selección de la perspectiva no sólo aporta diversidad a la narración sino también, y sobre todo, refuerza la sensación de aislamiento, de soledad (del tabernero y de los personajes que su recuerdo reconstruye). Los dos volúmenes siguientes, Pasos en la arena (2006) y Los murmullos del alba (2007), confluyen, como consecuencia de una mayor madurez estilística, hacia un estilo más pictórico que recuerda a Renoir, a Turner y, en las estampas marineras más soleadas, a Sorolla; en el mundo del cómic hay un nombre de referencia para definir este tipo de ilustración tan plástica: Miguelanxo Prado. El dibujo es precioso; el proceso documental para dar vida a una alejada región francesa durante buena parte del siglo XIX es arduo. Pero a pesar del virtuosismo de los trazos, y del carácter eminentemente pictórico que acaba adoptando en los álbumes finales, el alma de la trilogía se halla en ese tomo introductorio que parece dibujado y relatado entre sollozos y suspiros.

Prugne y Oger, veteranos de la bande dessinée, encandilan a un lector, al que ponen el nombre de Edgar Saint Preux, con este canto de sirena: “¿Es usted un espíritu razonable, señor Saint Preux, sólo cree en aquello que ve. Pero, ¿va a creer en todo lo que verá?”. Los autores van a prepararnos así, a nosotros, escritores de ciudad llegados a esa posada en el fin del mundo, para que aceptemos que cualquier cosa va a ser posible en el relato. Nuestra razón deberá mantenerse en suspenso o capitular. Sólo de esta manera, los aparecidos podrán salir del mar para llevar la muerte y la pena a Trebérnec. Lo harán, por cierto, en una escena que no puede evitar las concomitancias con el atentado de los Nazgul a la posada El pony pisador de Bree, en La comunidad del anillo. Como una suerte de Santa Compaña, muy temida en las latitudes geográficas que ambientan La posada de fin del mundo, se llevarán consigo a esposas, hijos, hermanos, padres, dejando tras su estela llanto y desesperación.

La razón deberá también de admitir la presencia de los custodios que, un día, aparecerán con la muda Iréna venidos de nadie sabe dónde. Prugne los viste según los códigos dictados por el misterio y el suspense: embozados en capas como los jawas de La guerra de las galaxias o los acólitos ajados del hombre alto de Phantasma; representados, cuando descubiertos, con rostros modelados (moldeados) por Brian Froud o Jim Henson. La fantasía será la veta trágica de una historia de amor y de un relato hasta cierto punto costumbrista, con alguna similitud a la combativa Germinal, de Emile Zola, así como con aspectos prestados a la literatura de gabarras embrujadas y de extrañezas marítimas de William Hope Hodgson. Abundantes elementos puestos sobre el papel que crean una gran expectación y que terminan por desinflarse, por decepcionar, conforme la historia avanza. Y aunque no es así, dan la impresión de que la trama se cierra dejando varias, muchas, preguntas sin respuesta.

No importa. La posada del fin del mundo tiene un primer volumen espléndido, que da voz y forma a la tristeza más desgarradora, más desconsolada. En un risco en el último confín de la tierra, un tabernero que no es el de Roca de Guía cuenta su historia. Allí permanece todavía, impregnando las paredes, rebotando en el eco de las olas. Un escritor venido de lejos la recoge en un libro que jamás llegará a publicar. Ambos han caído presa del embrujo de la chica Iréna. Una joven que un día desapareció para regresar y salvar a su gente de la infinita pena.