«¿Volverán algún día los héroes de su exilio
dorado, allá en las islas donde el sol no se pone?
¿Dejará de reinar por doquiera el hastío?
¿Morderá el polvo al fin tanta melancolía?»
Sobre un poema de Robert Ervin Howard, de Luis Alberto de Cuenca
El buen goloso sabe que no todos los dulces se prestan al atracón. Ante el desamparo de unas tejas vallisoletanas o la exposición de unas corbatas de Unquera, su apetito se excita cual huno a punto de saqueo. Otras golosinas, como el bollo suizo -de apellido infame, pese a lo castizo- sólo en contadas ocasiones cortejan su gula, saciada al embaular uno o dos pecadillos. En la repostería de la literatura, Robert Ervin Howard (1906 – 1936) es un bollo suizo, aunque robusto como un toro y nacido en Peaster, Texas. Por un par de motivos ofrecidos a continuación, entre los cuales no tiene por qué contarse el tedio, el lector curioso quedará satisfecho tras leer dos o tres de sus relatos; quien lo probó lo sabe.
La primera consideración forzosa al valorar la obra de Howard, en descargo de su monocromía, es la de sus condiciones de producción. El vocablo remite no sin intención al dominio industrial, pues el malhadado autor publicó el grueso de sus escritos en revistas pulp, como la famosa Weird Tales, donde el ritmo de edición y las necesidades alimentarias requerían soluciones prácticas. De ahí entonces la reiteración de temas, motivos y frases, que reduce la variedad de su generosa bibliografía: creadas las herramientas, aprendido el oficio, no había más que juntar las piezas y añadir ligeras desviaciones para fabricar el producto exigido por sus clientes. Pero esto, como tantos otros avatares, no es nada nuevo en la literatura. Bien sabe el lector que los juglares del Medievo apoyaban su recital en similares trucos mnemotécnicos. Y si remontamos el río hasta sus fuentes, veremos cómo Homero trampeó con idénticas astucias (sí, las naves son cóncavas y ligeros los pies del Pelida, con epíteto y sin él). Esto no lo redime, pero sí lo explica; quizá, también lo justifica.
La otra advertencia, ineludible para una recta lectura de Howard, responde no ya a circunstancias impuestas, sino a una afición del autor que lastra su obra hasta cierto punto. Sin duda hubo de ser fuerte el impacto que el imaginario de Lovecraft, el otro gran nombre del pulp y su coetáneo, causó en el joven texano. Aunque epistolar, ambos escritores mantuvieron una relación cordial, próxima a la amistad. Pero, si la simpatía fue mutua, la influencia sólo se observa en una dirección, de modo que los Mitos de Chtulhu y sus horrores cósmicos a menudo irrumpen en los relatos de Howard. Mientras que en otros escritores esto dio lugar a pastiches de una calidad cuestionable, en manos de Robert E. Howard se convierte en estorbo, casi impostura, deslucidas sus auténticas virtudes.
Cuando cumplida, su escritura deja ver a un hombre con grandes dotes para la épica, prosista de fibrosa intensidad. Por eso, al establecer una conexión entre sus bárbaros homicidas y las abominaciones alienígenas de Lovecraft, el resultado se antoja forzado, gratuita la intromisión de un universo literario que le es ajeno. Porque si el horror cósmico se nutre de atmósferas cargadas, la pluma de Howard prefiere la desnudez de la acción salvaje, su esfuerzo inclinado siempre a un clímax de sangre y destrucción. Y a fuer de crudo, Howard logra ser original. Recordemos ahora que cometió suicidio a los treinta años: su carrera literaria es la de un veinteañero.
En Los gusanos de la tierra y otros relatos de horror sobrenatural, el libro que hoy nos ocupa, tenemos una buena muestra de lo dicho. Reeditado en fechas recientes por Valdemar, esa editorial cuyo catálogo sugiere siniestras analogías entre el látigo del sádico y el ramoso sauce de Grahame, compendia en diecinueve relatos -y dos poemas- la evolución narrativa de Howard. Por cierto que, aunque el volumen se nos brinda con el primor acostumbrado, cabe oponerle un pero: no acaba de convencer su presencia en la colección Gótica. Apuntado esto, reciban la gratitud de admiradores y simpatizantes.
Bien podemos saltarnos los dos primeros relatos, de escaso interés, y empezar por «La voz de El-Lil», en donde despuntan algunos visos del mejor Howard. Esta historia tropical, de ciudades perdidas y culturas protohistóricas, empalidece -pese a sus méritos- al lado de otra similar incluida en el libro, «El fuego de Asurbanipal». Se trata de una aventura en el desierto que entronca con los Mitos sin dejarse arrastrar por ellos, y cuyo sentido del ritmo, pese a desconcertarnos con una aclaración final innecesaria, permite admirar a un maestro de la acción en estado de gracia. Porque donde mejor se desenvuelve Howard es en las escenas a vida o muerte. Que sus párrafos más intensos estén salpicados de carne sajada y sesos desperdigados, lo dice todo.
Si una muerte prematura nos privó de saber hasta dónde podría haber llegado el texano, nada menos injusto que recordarlo sobre todo por ser el creador de Conan. Sin duda es su personaje más completo, así como el protagonista de sus mejores ficciones. Haciendo buena la “tradición popular del arte” -que decía Juan Ramón Jiménez- Robert E. Howard recoge el testigo de los poetas épicos y lo mezcla con otros códigos contemporáneos -como el llamado hard boiled o el propio panteón lovecraftiano-, dando lugar así a un nuevo subgénero literario, el de la “fantasía heroica” o “de espada y brujería”. Por eso no es de extrañar que incluso aquí, en una antología de “horror sobrenatural”, los cuentos que se leen con más deleite sean los que responden a ese modelo. Uno de ellos, protagonizado por el rey picto Bran Mak Morn, es el que presta su título al libro. Aunque insiste en uno de los motivos recurrentes de Howard, el del pueblo subterráneo de hombres-serpiente, lo cierto es que esta narración no se queda en la típica historia de aterrada espeleología, dando en un ameno relato de magia negra bajo el Muro de Adriano. Menos brujería y más acción presentan los dos episodios de Turlogh Dubh, «Los dioses de Bal-Sagoth» y «El hombre oscuro», notables fantasías en las que el misterio aparece como por casualidad, más interesado el narrador por los mandobles de su héroe. Robusto, moreno, garzo, irlandés, este fiero guerrero del clan na O’Brien recuerda a la imagen de su creador. En la primera historia figuran tres párrafos que se cuentan entre los mejores del libro; por supuesto, evocan un frenesí homicida.
Mención aparte merecen «El valle del gusano» y «El jardín del miedo». Aunque no son prodigios de invención literaria, sí arrojan valiosas ideas de un autor cuya personalidad pesa tanto en el análisis de su obra. Es conocida la devoción de Howard por El vagabundo de las estrellas, de Jack London. Cuenta la historia de un condenado que, mientras espera la muerte, se distrae recordando sus vidas pasadas. Sin las connotaciones críticas de aquel, Howard imagina al enfermo James Allison, quien sueña un pasado de barbarie y autosuficiencia primaria mientras yace postrado en una actualidad decadente. Una vez más, el lector cree ver al propio escritor bajo la piel de su criatura. No obstante la amenidad de estos cuentos, uno casi se enternece con la ingenuidad de un hombre que, pese a recrear lances de violencia extrema, reincide en la ilusión del nostálgico: la de la Edad Dorada del hombre, la pureza infantil trocada aquí en las supuestas virtudes del cavernícola.
Robert E. Howard es, en efecto, un escritor ingenuo. Combina datos históricos y leyendas del Viejo Mundo, para después fantasear con edades brumosas del hombre, en las que el individuo labra su destino con la suficiencia de sus manos. Aunque se lo ha acusado de racismo, en su defensa cabe hacer una precisión léxica: racista, sí, mas no supremacista. Sueña con mundos en los que las razas se diferencian de forma inequívoca. Sin embargo, por más que casi siempre el héroe sea un ario, los otros pueblos no aparecen ridiculizados; más bien todo lo contrario. Tal vez muestre una tendencia a idealizar la estirpe de sus antepasados, descendiente de irlandeses y escoceses, pero también es cierto que su racismo no atiende -o no sólo- a un simple prejuicio: ya que sus héroes ignoran las ideas humanistas, sólo un sentimiento de pertenencia racial puede equilibrar la tirantez entre el individualista y el animal social. “Era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”: estas palabras de Borges, escritas en su «Historia del guerrero y de la cautiva», reflejan con bastante exactitud la esencia de aquellos héroes. En realidad todo esto responde a la impotencia del autor ante una época que juzga marchita. Encontrará la única vía de escape en sus bárbaros feroces: Howard es Bran Mak Morn como es Thurlog Dubh O’Brien y, sobre todos ellos, Conan el cimerio.
Aparte los relatos de espada y brujería, esta antología incluye varios ambientados en el Lejano Oeste, subgénero que Howard practicó con éxito notable. Destacamos «El hombre del suelo», en el que la devastación física y espiritual infligida por el odio se resuelve en un desenlace sobrenatural. Aunque como motivo secundario, también hay odio en «El corazón del viejo Garfield», que es algo así como una historia de fantasmas contada sin pretensiones en una noche de luna llena. No llega a ser un cuento de terror, sino más bien un intento entre tantos por dotar de folklore propio a una nación de nuevo cuño.
Uno de estos cuentos, «Los muertos recuerdan», admite dos lecturas. No podemos saber si esta ambigüedad responde al propósito del autor, pero su forma epistolar induce la sospecha: la carta de un hombre maldito anticipa su muerte sobrenatural, que confirman las oportunas confesiones de cuatro testigos y un informe forense; nada apunta a la coalición de asesinos, sagaces fabuladores en tierras supersticiosas. Esta historia del oeste no sólo es la más lúdica -convierte al lector en juez o en detective-, también es una de las mejores. Suma detalles que refuerzan la ambientación sureña y dan al relato una verosimilitud poco frecuente en Howard: el racismo es aquí máscara de la cobardía, excusa para el delito; la geografía se concreta en nombres de ciudades, en una fauna de novillos y serpientes de cascabel; los personajes, texanos, tienen nombres familiares; la violencia es la propia de aquel tiempo y lugar, contra la pulcra idealización de Hollywood. Como si fuera el único tema posible en el género, un ánimo vengativo mueve el relato, anide este en el seno mortal de unos vaqueros resentidos o en el de una espectral bruja mulata.
Una hechicera mestiza aparece de nuevo en el relato de terror más genuino de la antología, «Las palomas del infierno». También es el menos howardiano del libro, el más gótico: hay una casa maldita, crepúsculos ensangrentados, una familia caída en desgracia, un fantasma. El vudú y el escenario pantanoso añaden frescura al tópico. Con una narración cuidada, demuestra que Howard era capaz de escribir auténticas historias de horror. En lo que hace al género, esta es la más lograda del conjunto, aunque todavía podemos admitir otras: «La cosa del tejado» y «No me cavéis una tumba», aunque insisten en la musa lovecraftiana, consiguen hacer justicia al original. No cabe decir lo mismo del cuento que cierra el libro, «La sombra de la bestia», que insiste en el motivo de la casa encantada y decepciona con su pobreza imaginativa, agravada por esa explicación final, casi ofensiva para la inteligencia del lector.
Al ser desigual la calidad de estos relatos, lo cierto es que a medida que avanzamos en su lectura, ordenados según su fecha de publicación, la complejidad narrativa aumenta, con la salvedad apuntada. La convivencia de sus primeros cuentos con los postreros manifiesta la progresión del escritor en un lapso de apenas diez años, el tiempo que necesitó para crear un puñado de héroes memorables e inventar una nueva forma de fantasía. Para no ser “ni erudito ni sofisticado”, tales logros resultan admirables.
Es común la previsión de una fértil literatura de no haberse interrumpido su vida en forma tan howardiana, con el cráneo deshecho de un tiro, sus sesos desparramados. Caprichoso, uno prefiere imaginar otra vía para el finado, tan legítima como aquella: de haber seguido viviendo, quién podrá negar que Howard no habría acabado harto de tanta barbarie fingida, que no hubiera encarnado al fin en su musculatura el papel de uno de sus personajes, tal vez el más logrado, al traducir en gesto el anhelo de tantas palabras. Sería entonces hermano de aquellos que profesaron vida de sus quijotadas, como el reverendo Yorick buscando en Francia los afectos de la naturaleza, o como aquel gaucho insufrible que al alba decidió volver.