Portada de la edición de finders keepers

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Portada de la edición de finders keepers

Según parece, hay en ciertas comunidades rurales pertinaz resistencia a la romanización evangélica, cuya doctrina no logra permear unas tradiciones primitivas. La observancia de los ciclos lunares, los sacrificios rituales ofrendados a la fertilidad de campos y donas, mal que bien se ocultan bajo el aliño de fiestas patronales santificadas, por ventura coincidentes con los ritos paganos. Abundan en nuestro país los estragos de una superstición que, en todo tiempo y lugar, aprovecha los descuidos de la razón para revivir el fantasma tribal en los más atrasados: satánicos, que no amorosos, eran los filtros de la alcahueta Celestina, y en los aquelarres de Zugarramurdi se profesaba simpatía por el cabrón. Pero puede que el mayor triunfo del paganismo se consumara en la figura del rey de Jerusalén, el emperador Carlos V. Aunque poco conocido, el cuento popular afirma que Bárbara de Blomberg, consuelo del monarca en sus horas de melancólica viudez, conoció artes por las que seducir al hombre pío en las enseñanzas de una doña Mencía, maliciosa meiga mindoniense, quien habría llegado a Ratisbona tomando camino inverso del apostólico, para mayor afrenta del peregrino.

En Ritual (1967; Alpha Decay, 2014), el libro del que vamos a hablar, la casualidad ha querido que el papel de aquellos personajes históricos lo repitan otros soñados. Si bien todo empieza con la muerte de una niña, junto a cuyo cadáver aparecen los indicios de un ritual pagano, el grueso de la historia se centra en un paisanaje corrompido, sometido al influjo de la bruja Spark, a cuya primogénita Anna instruye en el oficio de la seducción. Deberá luchar contra su tentación el inspector David Hanlin, protagonista del relato y puritano estricto empeñado en la supresión de la herejía. El escenario de la trama se ubica en el pueblecito de Thorn -en Cornualles, Fisterra británica-, que por un nuevo casual baña sus costas en las mismas aguas atlánticas que el hogar de la meiga galaica.

Hoy día, cuando -raras veces- se piensa en el mundo rural, enseguida surgen imágenes que oscilan entre un trasnochado bucolismo new age y las tinieblas de la España córvida. La historia de David Pinner (Peterborough, 1940) se decanta por esta segunda visión, si bien su caso no está fuera de lugar. Porque cualquiera que tome la autovía de camino al pueblo, se encontrará con que aquel es idéntico a la periferia de su ciudad: mal comulga nuestra era con el menosprecio de corte y alabanza de aldea. Pero cuando Pinner escribió su historia, el urbanismo de Le Corbusier y sus discípulos no había prolongado su diámetro entre Dunnet Head y las islas Sorlingas, de modo que todavía era posible concebir macabros relatos rurales creíbles, pese a lo improbables.

Para contarnos su historia, Pinner se vale de un narrador convencional, omnisciente, inclinado al uso de formas pretéritas. Sin embargo, incumple el tipismo de neutralidad: lo mismo describe los hechos objetivos de una escena, que se entremete en los pensamientos de un personaje, a quien es capaz de dirigirse con tanta franqueza (“¡Venga, Hanlin, ríete, ríete!”) como al propio lector (“El señor David Hanlin es un homo sapiens de los más antipático, ¿no creen?”). Para hilvanar la trama, el autor se vale con frecuencia de un ritmo cinematográfico, logrado a base de alternar puntos de vista como si de un juego de plano-contraplano­ se tratara, mostrar distintas acciones simultáneas, o desplazarnos por el pueblo siguiendo los revoloteos de una alegre mariposa, tal cual se haría en el cine con una steadicam. Pero también abundan recreaciones atmosféricas cargadas de lirismo, unas imágenes en las que el foco de atención se pone en la naturaleza, haciéndola parecer ante nuestros ojos como un organismo acechante, siempre vigilando nuestra nuca, dispuesto a engullirnos entre el limo y las babosas.

La naturaleza, de por sí perversa y pervertida por los hombres, acoge en su seno los crímenes más abyectos -¡infanticidio!-, disfruta con la muerte (“con cualquier muerte”), pero sobre todo es inmoral, y frente a ella la moral apenas contiene; más bien se limita a encauzar: “Modestia aparte, no somos más que animales cultivados, ¿no crees?”, le espeta con descaro la casquivana Anna Spark al reprimido David Hanlin. De hecho, todo en la Madre Tierra es aquí incitación a la bestia. Dondequiera que se mire, los ritmos naturales infunden en el alma deseo de bajezas: el coro de las aves, la luz del sol filtrada por el dosel forestal, el interminable vaivén de las olas, las olas, siempre las olas…

Pero volvamos a la trama, a su estructura. Igual que la narración encadena descripciones objetivas, pensamientos de los personajes, apelaciones del narrador en una u otra dirección, los mentados pasajes atmosféricos, todo ello en un discurso homogéneo, sin solución de continuidad, así la misma historia, que por convención de género debiera responder a la oposición investigador-sospechosos, funde todos los caracteres en un mismo bando de sórdida bestialidad -que no animalidad-, apenas contenida. Como si de una réplica a Wells se tratase, Pinner insinúa que no es necesario humanizar animales en una isla remota para encontrar nuestro lado salvaje, sino que es en su propia casa, la Inglaterra tradicional, y entre su propio paisanaje, donde late la bestia apenas contenida por unos pobres rituales. Los habitantes de Thorn no se esfuerzan en ocultar su afición por el culto pagano, y se muestran excitados ante la inminente llegada del solsticio estival. La orgía con la que celebran la noche más corta del año hubiera tenido incluso la respetabilidad de un rito primigenio, de no estar sometida a las peores pasiones de la vecindad: no es la lascivia a la que dan rienda suelta delante de los niños, sino su uso instrumental al servicio del odio lo que convierte los hechos en criminales.

En esta mugre se adentra David Hanlin, Inspector de Scotland Yard, so pretexto de investigar la siniestra muerte de la chiquilla Dian Spark, hija de la bruja local y hermana de la orgullosa “bomba sexual” Anna. El inspector Hanlin está especializado en sacrificios rituales, pues se ve que en ciertas comarcas de la Inglaterra rural este crimen es bastante común. Pero, contra lo que convendría a su oficio, David Hanlin no es un Sherlock Holmes. Se enfrenta a un pueblo supersticioso no con la omnipotencia de la fría lógica, sino al latido de sus impulsos, guiado por corazonadas. Su reacción ante los lugareños es visceral: él intuye su rechazo, pero también les paga con aversión sumaria antes de poner un pie en el pueblo. Incluso en el plano moral, Hanlin no procura que el alma sirva noblemente a la vida, sino que, reconociendo sus bajos instintos, se recata bajo el peso amenazador del puritanismo, encarnado en la figura de Oliver Cromwell, tan ominosa como la del roble gigante bajo el cual aparecen los cadáveres de los niños. “Muy poco se diferenciaba su hambre del ansia”, dice el narrador sobre su protagonista en determinado punto de la historia, cifrando así su carácter de modo ejemplar.

the-Wicker-Man-Alan Lee

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La tradición como base del miedo y punto de partida a la hora de examinar las practicas ocultas y adentrarse en la brujería. En la imagen, Christopher Lee en la película de Robin Hardy The Wicker Man, 1973. Un remake de 2006 -con Nicolas Cage- adaptó la novela con menos fortuna que esta sugerente película británica.

El talante de Hanlin asoma también en su apariencia física. Aquejado de una extremada fotosensibilidad, unas gafas de sol deben cubrir en todo momento sus ojos malvas, tan turbadores para el que los ve. Pero a medida que avanzamos en la novela, se nos va dando alguna información sobre el pasado y las circunstancias personales de Hanlin, y comprendemos así que no se trata tanto de la relación entre el crimen y el paganismo, sino de la de éste con David: los violentos juegos de infancia con su hermano, las alucinaciones del niño al contemplar la luna llena, los escarceos de sus padres con el ocultismo, la vecina asesinada de David, cuya foto lo acompaña siempre en recuerdo de su prometida venganza contra la brujería. Parece entonces obvia la simbología astral: si los campesinos se entregan al vicio bajo la luna llena, el inspector, en teoría dispuesto a borrar del mapa estas prácticas, es incapaz de adaptarse al mundo civilizado que pretende defender, el de la luz diurna. Por puro pragmatismo se aplica en cumplir con los preceptos puritanos, de modo que sólo hace falta una insinuación de Anna Spark, poco dada a las sutilezas en el ámbito sexual, para que la depravación que encierra David en lo más profundo de su ser pugne por salir a la luz.

Se desvela entonces el verdadero móvil de la historia. Si bien Dian no tardará en recibir la visita de otros vecinos en ultratumba, y aunque la retorcida labia de personajes como el actor retirado Cready o el reverendo White añada capas de complejidad al argumento, es sobre todo la obsesión de David con la brujería y su creciente frustración las que acaparan el interés del lector. Hanlin es un abismo de perversión tan profundo o más que la aldea de Cornualles; el obstáculo de la moral puritana sólo servirá para aumentar su presión interna, hasta hacerlo explotar. Aunque intuyamos que un asesino anda suelto por Thorn, por mucho que el repugnante culto local nos muestre como al sesgo la existencia de un veneno acumulado durante años, los delirios de David Hanlin tiran de la narración y desfiguran las circunstancias hasta convertirlas en jeroglíficos indescifrables. Al final, la única certeza que nos ofrece Pinner es que la bestia aguarda en el interior de nuestro corazón podrido y sólo necesita que se den las condiciones propicias.

Más que ir in crescendo, la locura y el horror precipitan el relato, cada vez más y más adentro en la oscuridad. Falla un tanto, hasta puede que un mucho, la resolución del conflicto. Por simple, por indigna del relato que cierra, la rechazamos; la consideramos apócrifa. No dejamos de recomendar la lectura del resto. Siempre y cuando tengas, eso sí, la entereza moral para soportar a unos adultos devorados por el vicio y a unos niños muy lejos de ser inocentes.

En cuanto a los amoríos del emperador Carlos y la dueña bávara, la Historia da cuenta del resultado. La sangre de la bisabuela católica campeó por sus venas, pero algún resabio materno hubo también en el fruto de entrambos, pues fue con engaños como don Juan de Austria alejó a la Madama de Ratisbona y la retiró al apartado pueblo montañés de Ambrosero. Allí descansan sus huesos, bajo el monte Hano de ecos paganos, y de tanto en tanto, cuando la bajamar descubre el fango del Asón, un ímpetu lascivo se extiende desde el sepulcro por las riberas del estero.