“¡Como viajar a Carcasona!”
Álvaro Cunqueiro
¡Qué hombre este Lord Dunsany! Aristócrata irlandés de insigne prosapia, su privilegiada condición material le permitió llevar una vida de por sí admirable: luchó en la Segunda Guerra Boér y en la Primera Guerra Mundial, se trató con el rajá de Gwalior y el nabab de Rampur, cazó tigres en la India (cara a cara, como el barón prefería, no desde la seguridad de una alta torre), disputó una partida de ajedrez con el mismísimo Capablanca, recorrió los desiertos del Lejano Oriente, sobrevivió al tiroteo de unos nacionalistas irlandeses… Y a pesar de todo, por alguna misteriosa razón, este vitalista aventurero también dedicó parte de su tiempo al cultivo de la imaginación. Ahora bien, ninguno de sus escritos desdijo de su nobleza. Incluso habiendo pasado por experiencias traumáticas, Edward John Moreton Drax Plunkett (primera y última vez que citamos su nombre completo) desterró de su obra toda concesión al patetismo o al lamento existencial, escribiendo siempre desde la altura olímpica que corresponde a su estamento. En gran parte, fue esta altivez causa de la singular extrañeza que caracteriza sus cuentos más notables. Y aunque en ellos abundan los prodigios y se narran sucesos de fantasía desbordante, cabe aplicarles lo que Chesterton escribió sobre Lewis Carroll: no los niños, sino los adultos sienten la fascinación de su lectura.
El libro que reseñamos hoy refleja muy bien lo que decimos, haciendo de él uno de los mejores que escribió Dunsany: Cuentos de un soñador (A dreamer’s tales, 1910). En su cuarto volumen de relatos, el barón abandona las teogonías pseudorientales para ofrecernos unas flores de varia fantasía, hermanadas todas por su raigambre onírica. Sin embargo, aunque tan sólo median cinco años entre ambas colecciones, la abstracción de sus primeros cuentos deriva ahora hacia lo anecdótico, dotando de mayor dinamismo a estas narraciones. No debemos confundir, empero, anecdótico con trivial. Contra la brutal afirmación de William Butler Yeats (admirador del Lord durante un tiempo, menos fiel que otros renacentistas irlandeses como Padraic Colum) de que 50 libras al año y una amante borrachina darían empaque a su escritura, encontramos en esta colección los rasgos distintivos del peculiar estilo de Dunsany, sin ellos mero orlador de fábulas coloristas.
Habría que ser muy obtuso u hombre de Estado para no dejarse vencer por el encanto del irlandés. Ocurre, no obstante, que este mismo embeleso entraña un presagio, como si algo estuviera a punto de revelarse pero nunca nos fuera dado determinarlo. Al igual que se prodigan los nombres de reyes soñados y ciudades fabulosas, su poder de evocación fiado en la falta de pormenores, por más que todos los cuentos de Dunsany trascienden de la pura fachada, reducirlos a una explicación da al traste con la seducción de su lectura. Quizá este vigor de la forma los aproxima a la poesía. En todo caso, la elusión y el misterio son dos de los atributos comunes a estos Cuentos de un soñador, en apariencia tan diversos.
Tomemos, por ejemplo, «Bethmoora». Después de una hermosa recreación del anochecer londinense, una oración de genuino sabor dunsaniano (“Pero mis pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora”) nos transporta a una fabulosa ciudad oriental, una de las muchas urbes felices que soñó el barón. Llegan unos emisarios con su mensaje funesto, los ciudadanos abandonan en masa Bethmoora. El narrador, que ignora el contenido del mensaje, acaba su cuento imaginando diversas amenazas, todas posibles. Pero varios cuentos después, en «El hombre del hachís», Dunsany retoma la historia de Bethmoora: en una comida, el narrador dialoga con un lector de su cuento. Éste le asegura conocer la solución del misterio, descubierto en uno de los viajes de su alma intoxicada por el hachís. Pero su narración se interrumpe cuando alguien anuncia la llegada de un policía que busca al viajero. Él, que parece esperar la visita, salta por la ventana, dejando a los comensales tan perplejos como nosotros al leerlo. Dunsany consigue fascinarnos, inquietarnos incluso, interrumpiendo con violencia un misterio sobrenatural con otro inmediato, urgente, repentino. Si en «Bethmoora» nos daba diversas respuestas, en «El hombre del hachís» zanja una incógnita para plantear otra mayor, sin dejarnos otra solución posible que la que acertemos a imaginar. Una magnífica invitación al sueño.
El motivo del cuento dentro de otro cuento se repite a lo largo del libro. Sin duda hubo de ser Dunsany devoto lector de Las mil y una noches, y el relato «La ciudad ociosa» es una magnífica prueba de ello. Su planteamiento es bien sencillo: para entrar en una ciudad desconocida, los viajeros deben pagar el portazgo con un cuento, que a la noche servirá para aplacar la tristeza del rey por su difunta esposa. Con esta vaga premisa, las siete páginas que siguen están ocupadas por cuatro supuestos apólogos, de enseñanza incierta. Al final el narrador vuelve a tomar la voz para enunciar su pretendida moraleja (“Cuán poco tiempo habla el hombre y cuán vanamente además. Y cuánto tiempo calla.”), que se tiñe de ironía al contraste con la ociosidad del propio cuento, así como con la de todo el libro. Porque ese “contar ocioso” tiene para Dunsany la importancia de una actitud estética. No por nada la palabra ocioso (idle) aparece incluso en dos títulos del libro: el referido y «Días de ocio en el país de Yann«. En este sentido, no podemos olvidar la época en que escribió el Lord. Hay en su obra un esteticismo muy de fin de siglo, pero sin alharacas decadentes, dejando que la angustia se disuelva en la belleza pura. Dunsany escribe cuentos maravillosos, no por afición, sino por convicción.
En el cultivo de lo prodigioso, es lógico que sintiera predilección por el mar. Sin duda Álvaro Cunqueiro, que leyó con fervor a Dunsany, gustaría de la fábula de la paradisíaca Oojni, dentro de «La ciudad ociosa», inspirada en el mito de las Islas de los Bienaventurados, que nos remite al enigmático prefacio de Los dioses de Pēgana: “Hay unas islas en el Mar Central cuyas aguas no tienen orillas ni en ellas boga ningún navío: tal es la fe de su pueblo”. Otro cuento, «Poltarnees, la que mira al Mar», contempla el océano como escenario de aventuras, con su memoria de algunos triunfos e incontables naufragios, cuya irresistible fascinación arrastra a los hombres de un reino ignorante pero feliz, seducidos por su eterna canción. E incluso hay lugar para las historias de piratas, como la truculenta «El pobre Bill», si bien no alcanza el nivel de las fabulosas aventuras del capitán Shard: «Historia de tierra y mar», una de las mejores jamás contadas, y «El botín de Bombasharna», admirada por don Álvaro.
Pero, de entre las historias náuticas contenidas en Cuentos de un soñador, la más valiosa es «Días ociosos en el país del Yann» (como se tradujo para esta edición), también uno de los mejores cuentos en la producción dunsaniana. Describe el descenso del narrador por el río Yann, donde conocerá distintos lugares del País de los Sueños. Aunque en algunas imágenes resuenen ecos del Amazonas, por mucho que la escena más hermosa sea aquella en la que el autor describe la agitación de la selva en el crepúsculo, la sensación de lo maravilloso emana de las ciudades soñadas que desfilan por el relato. Y más que las ciudades, sus nombres. Con esto damos en uno de las principales virtudes en la escritura de Dunsany. En sus cuentos abundan los nombres fantásticos, brotando sin fin de los sueños del autor. Sin embargo, apenas conocemos unos pocos detalles de tan magníficos lugares, y cuando lo hacemos se reducen a los mismos elementos: cúpulas doradas, agujas plateadas, escalinatas de mármol, etc. Porque, a diferencia de Tolkien, cuyos nombres inventados dan forma a una región sólida con un pasado registrado, los topónimos de lord Dunsany no pretenden dibujar el mapa de un mundo en particular, sino que cumplen una función estética. El Yann, Belzoond, el desierto de Cuppar-Nombo, Golthoth la Condenada, Astahahn, como también Bethmoora, Poltarnees, Andelsprutz, Zaccarath, por supuesto Carcasona… Todos los nombres, con su cuidada sonoridad, están justificados por un propósito. Hay en ellos un poder sugestivo nacido de su ambigüedad: nunca alcanzamos a saber si tras la magnífica apariencia se oculta el Misterio o la Nada.
Si bien Dunsany no aclara su creencia en un posible Sentido, sí muestra una especie de fe en la búsqueda del hombre. Parece sentir una enorme simpatía o compasión por los que insisten en poner sus esperanzas al final de un viaje sin garantías. Y sobre este motivo compuso uno de los cuentos más bellos de la literatura universal: «Carcasona». Muchos supimos de él a través de Borges, que en Kafka y sus precursores señaló a este cuento como hito en el camino al checo. Quien lea el relato de Dunsany comprobará que Borges lo resumió de un modo diremos que peculiar, adaptándolo a su estilo personal. Con todo, puede ser que en lo absurdo de una búsqueda condenada de antemano al fracaso haya algo kafkiano, tal vez el viaje del rey Camorak iguale en patetismo a la marcha sin fin del cazador Gracchus. Pero en «Carcasona» hay mucho más que un esbozo de algo por venir. Es puro Dunsany. Porque el noble irlandés no se conforma con un argumento, sino que colma el relato de hermosas palabras, construyendo una historia llena de épica y lirismo que disimulan la aspereza del mensaje. Es pródigo en nombres de valerosos guerreros, de ciudades imposibles, que conviven con imágenes de arrebatada fantasía, y todo se ofrece con un mismo ademán de gratuidad. Al leer estos y otros cuentos de Dunsany se decanta una certeza: la de que todo está condenado por igual a la derrota del Tiempo. Todas las nobles hazañas de los hombres, todas sus obras y sus grandes empresas, son vanas. El viaje a Carcasona de Camorak y sus hombres no fracasa por la predicción de un sabio, sino porque toda búsqueda es en vano. Y si alguien llegara alguna vez a la mítica ciudad, descubriría que su viaje no ha terminado, como le sucede al joven destinado a conocer la Ciudad de Jamás (El libro de las maravillas) o a los buscadores del Dios verdadero en «El penar de la búsqueda» (El Tiempo y los Dioses). Dunsany alcanza un máximo de ambigüedad con esta historia sin esperanza, pero escrita de forma tan deleitable. Y por más que al final el narrador ponga en duda el éxito de Camorak y el bardo Arleón, nada consigue empañar la épica de los dos hombres, ya viejos y lúcidos ante la certeza de su fracaso, insistiendo una vez más en su desafío al Destino.
“Sé que el Creador no toma en serio la Creación”, leemos en «El hombre del hachís»; sin embargo, esta crudeza es excepción en el libro. «En Zaccarath» describe otra ciudad condenada, la más espléndida jamás vista, en la que el rey y sus cortesanos se divierten escuchando profecías apocalípticas. El último párrafo del cuento se escribe cuando de la ciudad apenas quedan tres cascotes, pero lo cierto es que el grueso de la narración lo ocupa el cuadro de la lujosa corte, sin que su ruina ejerza el papel de una verdadera lección. Es más, la catástrofe de Zaccarath ensalza su belleza marchita, sin la cual no habría cuento. Y justo lo contrario sucede en «Blagdaross», una historia alegre sobre la melancolía de los objetos que fueron útiles. En un final de esperanza y resurrección, unos niños devuelven la ilusión a un viejo caballito de madera, que exclama: “¡Aún soy Blagdaross!”. Ser Blagdaross equivale a ser Bucéfalo y Rocinante, a ser cabalgado por Alejandro, por San Jorge y por Orlando. Porque mientras haya niños, mientras haya hombres, habrá sueños, y aunque en nada queden, nada puede quitarles el placer de haber soñado. E incluso en «La espada y el ídolo», cuento howardiano sobre el poder de las ficciones, la fabulación se impone a la fuerza del azar. En este cuento, aunque en una primera lectura podamos pensar que la nobleza claudica ante la perfidia, en realidad son la inteligencia analítica y la imaginación las que derrotan al azar descerebrado, fabricante de una espada sin otro mérito que la fortuita fundición de unas piedras.
Hay quienes, como Lovecraft, admiran en lord Dunsany el sabor singular de lo arcaizante y el desasosiego cósmico, y los hay que, como Tolkien, se quedan con su facilidad para imaginar suntuosas fantasías. Ninguna de estas lecturas se equivoca, pero ambas son parciales. Tal vez este despiece haya lastrado la memoria del irlandés. Porque Dunsany es todo eso a un mismo tiempo, pero también es otro más allá del cuentista feérico por el que se lo toma. Señorito de country club y aventurero first class, en sus escritos asoma una personalidad compleja, la de un esteta amante de la belleza y la vida que, no obstante, no logró desoír la posibilidad de que todo, al final, quede en nada. Soñador hasta la muerte, eso es él.